Por Pablo Salvador Coderch

(Horne et al. V. Department of Agriculture)

Entre el Departamento federal de Agricultura, en Independence Ave., Washington D.C., y el viñedo de Marvin y Laura Horne, en Kerman, California, hay unos 4.500 kilómetros de distancia por carretera. Este viejo civilista comprende que, desde Washington, se ordene el pago de impuestos varios a los granjeros de California, pero tiene alguna dificultad en entender que el gobierno federal pueda ordenar a los Horne cederle cada año la mitad, la tercera o la cuarta parte de su cosecha anual de uva, según disponga el Departamento en cuestión y sin compensación alguna.

No estoy solo. El Tribunal Supremo de los EEUU tampoco lo entiende así y, el pasado 22 de junio, resolvió que si los Horne son expropiados, como lo fueron, habrán de cobrar una compensación equivalente al precio razonable de mercado de las uvas que cada año los camiones del gobierno se llevaban para venderlas, fuera del mercado mismo,  a exportadores –puro dumping-, a agencias federales, a organizaciones caritativas o, simplemente, para disponer de las uvas de la ira “de cualquier otro modo” apropiado a las finalidades perseguidas por la legislación agraria del país, un eufemismo para indicar que se podían destruir. De nuevo y característicamente, los recursos obtenidos con estas ventas fuera de mercado se destinaban a subvencionar exportaciones de uva –más dumping-. Si esta es una regulación racional del mercado agrario, que venga Dios y lo vea. Pero antes de que la ortodoxia legal española caiga sobre mis fatigados huesos, recordaré también que más de la tercera parte del presupuesto de la Unión Europea se asigna a políticas agrarias: como reguladores de los mercados agrarios, los europeos no tenemos mucho de qué presumir ante los americanos. El presupuesto de la Unión equivale al 1% del producto interior bruto de los 28 Estados miembros. No lo gasta (al menos del todo) bien.

Las razones concretas por las cuales el Tribunal americano resolvió como lo hizo se explican fácilmente: llevarse una cuota de la cosecha física de uvas es expropiación y, según la Constitución USA, las expropiaciones han de ser compensadas. Igual ocurre según la nuestra. A la opinión mayoritaria, firmada por el Chief Justice John Roberts, un voto particular, suscrito por Stephen Breyer y otros tres, opuso que, dado que el mercado de la uva está intensamente regulado, había que pagar menos de lo que la mayoría creyó. Solo la juez Sonia Sotomayor objetó radicalmente que el programa gubernamental preveía que los Horne algo acabarían recibiendo del gobierno como consecuencia de la devolución de parte de lo obtenido en las ventas extra mercado.

La propiedad existe porque es condición necesaria –nunca suficiente- de libertad: sin aquella, esta no puede subsistir. Luego, el que alguien decida, a cuatro mil quinientos kilómetros de mi casa, cuánto podré quedarme de las cosas que saque de ella y que, además, pueda asignar esas cosas que me va a quitar, sin haber pagado su precio, a finalidades que oscilan entre lo muy mejorable y lo siniestro (el dumping al resto del mundo) da buena idea de por qué importa todavía la libertad de los propietarios: quien se te lleva el fruto de tu trabajo sin tener qué pagar por ello, más que probablemente asignará los recursos obtenidos a mucho peor destino de aquel que escogería quien efectivamente ha de pagar su precio. En la primera lección de derecho de contratos en un curso elemental de derecho civil, algunos explicamos que el contrato es magia (blanca), pues posibilita que los recursos pasen de manos de quienes los valoran menos (porque los rentabilizan menos) a las de quienes los valoran más (por la razón inversa) y, por tanto, están dispuestos a pagar un buen precio a los propietarios originales. De nuevo el derecho civil es la libertad de los propietarios, poco más. El derecho de la expropiación forzosa es algo más complicado (Gabriel Doménech tiene publicado el trabajo de referencia en InDret), pero, en el fondo, no debería serlo mucho más: roughly speaking, al menos la mitad de los recursos económicos del país deberían estar en manos privadas, simplemente porque al menos la mitad del país mismo sabe hacer las cosas mejor que sus gobiernos. Como mínimo.

Naturalmente, hay que pagar impuestos, pero en dinero y no en especie. También hay que velar por que un recurso económico dado tenga dueño -para evitar la tragedia de los comunes- así como por que no tenga demasiados dueños -para impedir la tragedia de los anticomunes-.  Todas estas cosas son sabidas o deberían serlo. Más ¿quién es el propietario?. Pues quien usa o dispone de sus recursos una vez que todos los demás titulares lo han hecho. El dueño es el titular residual, que tal es el test del ácido de la propiedad: para responder a alguien que le pregunte de quién es la casa que habita, el coche que conduce, la empresa en la cual trabaja o el cerebro que le permite a usted leer estas líneas, investigue quién es el último de la fila de titulares de la decisión sobre qué se puede hacer con ellos. Si sistemáticamente resulta que es alguien situado a cientos o a miles de kilómetros de usted, todos tendremos un problema.