Por Juan Antonio García Amado
Sobre los derechos y su discurso
Los derechos subjetivos, y más si los hacemos fundamentalísimos, se han convertido en un fetiche, y su lenguaje en una especie de barbitúrico para bien pensantes o acomodados dirigentes que quieren acallar los restos de su conciencia.
Hubo un tiempo en que parecía que los derechos se reclamaban y se conseguían para que luego sus titulares pudieran hacer algo. Los derechos eran piezas con las que cada cual construía su vida de mejor manera, se realizaba en su autonomía o se defendía activamente frente a un medio social o político hostil, en su caso. Reclamaba libertad de expresión el que quería decir, libertad de movimientos el que pretendía desplazarse, derecho a la salud el que quería vivir la vida, derecho a la educación el que ansiaba aprender y del aprendizaje iba a hacer palanca para su plenitud personal o su ascenso social.
Ahora ya o es así, o ha ido dejando de ser así. Los derechos ya no se tienen para, sino que se reclaman porque. Los derechos no sirven a la producción autónoma de la propia biografía de uno, sino que porque uno es, es titular de los derechos, y una vez que tienes muchos derechos, aquí te las den todas. Si un día los derechos fueron el combustible vital del ciudadano activo, hoy son el alimento ideológico del pasivo. Si antaño sirvieron para plantarle cara al poder y limitarlo, en estos tiempos son moneda que al poder se le cobra para permitirle crecer.
Perdida la referencia más humana de los que se llamaron derechos humanos, ya que dejan los derechos de ser herramienta de autoafirmación individual y se tornan adorno retórico o cláusula de estilo, nos gusta ahora sembrar derechos por doquier. Cuando ya no se nos ocurre uno más que reclamar para los seres humanos o un nuevo nombre o matiz que darle a algún derecho antiguo, podemos, gozosos, inundar de derechos así de brillantes cuanto nos rodea: derechos en plenitud tienen los pueblos, la naturaleza misma, los animales, los mares, los hielos, y pronto se reclamarán también para las células, los átomos, las partículas más pequeñas o los cantos rodados del lecho de los ríos.
Así, transido el mundo todo de derechos y poseído por los derechos cuanto existe, el riesgo de revolución se esfuma y la tentación de rebelión se reprime por sí sola. No sea que, si algo hacemos, alteremos algún espacio, alguna relación o algún ser preñado de derechos. Puesto que este tipo de concepción de los derechos y esta manera de hablar de ellos es expresión de una nueva religiosidad que reproduce fielmente los trazos de una religiosidad cualquiera, de la entusiasta exaltación por lo existente y con lo existente nace un mandamiento de quietud. Contemplemos, arrobados la magnífica obra que antes fue de la Creación y es ahora de la naturaleza, sean los mares, sean las naciones o sea un ser humano cualquiera, y no olvidemos que todo es sagrado y que nada debemos cambiar. Porque cuanto hay está plagado de derechos, oremos a los derechos, proclamemos bien alto su supremo valor y nada hagamos para no alterar ninguno. El premio, que en tiempos fuera una promesa de eterna beatitud, es ahora alguna tolerancia o cualquier subvención que, al fin y al cabo, viviremos como dichosa realización de otro derecho más, esta vez nuestro.
Entiéndaseme. No es que esté contra los derechos de los ciudadanos o la humanidad toda; es que cansa y decepciona un lenguaje y un uso retórico y vital de los derechos que los anula en buena parte, de tanto exaltarlos, de hacer noción inaprensible de lo que fue arma de lucha por la mayor justicia para los individuos, y en particular para los más débiles. El ciudadano que un día salió armado de sus derechos básicos para pelear por su dignidad real, se hace hoy satisfecho guardián de un depósito de armas y lleva la contabilidad y pide su salario por pulirlas y almacenarlas ordenadas y empaquetadas.
Ha vuelto la teoría jurídica a una peculiar jurisprudencia de conceptos, y donde aquellos alemanes del XIX clasificaban y subclasificaban las nociones del Derecho privado de aquella manera que magistralmente satirizó el segundo Jhering, la academia jurídica se esmera ahora en descubrir derechos nuevos con los que legitimar un trabajo intelectual que tiñe de moralidad el mundo y la vida, para que cada cual siga tranquilamente con su vida y el mundo poco cambie. Donde otrora se forzaba la contradicción entre la filosofía y la praxis, ahora se practica la filosofía para mantenerse en el equilibrio. Donde antes se porfiaba para modificar el mundo, ahora se quiere hacer sostenible el mundo que hay. Donde antes se combatía la ideología como falsa conciencia, ahora se oculta la conciencia de la ideología. Todo ello, con el lenguaje de los derechos. Nunca tantos derechos tuvieron los que casi nada tienen. Nunca tener derechos sirvió para tan poco. Nunca los que mandan y mejor se benefician hablaron de los derechos tanto ni los sembraron con semejante alegría. Jamás tan altísimas aspiraciones produjeron resultados tan livianos.
Argumentación y práctica jurídica
Siempre soñaron los teóricos del Derecho con el método definitivo, con el expeditivo proceder que permitiera dar para cada caso con la solución unívoca e indubitada, con lo que últimamente se ha denominado la única solución correcta.
Primero fue porque se desconfiaba de los jueces, se temía que arruinaran la obra excelsa y perdurable de aquel legislador que convertía la razón en Código Civil. Mucho después, recientemente, ha sido porque ya no se le tiene fe al legislador y se piensa que es demasiado voluble, político en mal sentido, rehén de mil y un intereses malamente confesables.
Ahora son los jueces los que han de rescatarnos, dando con la verdad jurídica esencial predispuesta en el fondo axiológico del sistema jurídico para cada litigio. No se aceptaba antiguamente lo que de discrecionalidad judicial hay en cada caso, o en cada caso complejo o difícil, ya que el juez era demasiado humano; y no se quiere hoy la discrecionalidad de los jueces porque la razón es supremo atributo del Derecho y a través de la razón objetiva se ha de manifestar en la sentencia judicial. Y siempre en el método se busca la panacea.
En el siglo XIX el método tenía que atar al juez, para que su voluntad no se impusiera a la de la ley; en la actualidad el método ha de liberar al juez hasta de la ley, para que la voluntad del legislador, y hasta del poder constituyente, no ocluya los mandatos de la razón moral en el Derecho. La verdad no tiene más que un camino y con las indeterminaciones y lagunas de la norma positiva la verdad se bifurca y la discrecionalidad de los jueces elige sendas.
En otro tiempo se pensaba que la práctica del Derecho podía reducirse a simple silogismo o a mecánica subsunción. En el presente se trata de ponderar, de pesar principios y valores. Juego de espejos e ideales viejos con nuevos ropajes. La objetividad plena como permanente utopía y el juez como vocero de la solución verdadera única para cada caso. Otrora la sustancia mágica se hallaba en las palabras de las normas, hoy la pócima la ofrecen los valores de la constitución. El sueño secular del Derecho como ciencia se torna cada vez en apología de la alquimia.
Hubo una época, en la primera mitad del siglo XX, en que la teoría del Derecho se hizo austera y el escepticismo se impuso. Realistas jurídicos, positivistas kelsenianos, sociologistas y seguidores de la escuela de Derecho libre se aplicaron con saña a desnudar los mitos de la razón en el Derecho. Después, unos pocos buscaron patrones nuevos para el rescate de la racionalidad jurídica.
Así fue naciendo la que se llamaría teoría de la argumentación jurídica
En la aplicación de las normas hay ineludible discrecionalidad, pero se quería diferenciar entre un uso razonable y la degeneración de la misma en arbitrariedad incontrolada. A la lógica se le reconoció su sitio, subordinado, pero insoslayable. Y se nos hizo ver que cuando el jurista razona, emplea los criterios de la racionalidad ordinaria, la misma con que a diario hablamos y nos entendemos, esa racionalidad con la que unos con otros argumentamos para convencernos. No es posible demostrar cuál es el juicio verdadero si de optar entre alternativas prácticas se trata, pero cabe descartar algunas elecciones por irrazonables, por mal fundamentadas, por engañosas o insuficientemente justificadas.
Pero la teoría de la argumentación jurídica se fundió y confundió con el viejo ideal del racionalismo pleno y se quiso demostrativa. Se trata ya de argumentar para descubrir y fundar la única decisión correcta para cada caso; o casi. Las reglas del correcto argumentar cubren el espacio que dejaba libre la lógica. La racionalidad de las decisiones no es lógica, es argumentativa, mas las reglas del recto argumentar se revisten de la contundencia demostrativa de la lógica abandonada. Donde antes se concluía con verdad formal, ahora se pesa con casi física precisión.
La teoría del Derecho se aleja de la política y pone entre paréntesis la metodología analítica. La técnica conceptual y el rigor sistemático dejan paso a una nueva apoteosis de la razón sustancial como razón jurídica práctica. Por muy especial que sea el razonamiento jurídico, es un caso especial de razonamiento práctico general. Eso se dice. A fin de cuentas, regresamos al viejo tópico de que el Derecho está al servicio de la justicia y de que la justicia es la esencia del Derecho. Una justicia objetiva, verdadera, por supuesto. Con buena conciencia. El profesor vuelve a ser profeta y oráculo, guardián de las verdades objetivas y comunes que nada más que él, con su método, descubre.