Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Although a society is a cooperative venture for mutual interest, it is typically marked by a conflict as well as by an identity of interests. There is an identity of interests since social cooperation makes possible a better life for all than any would have if each were to live solely by his own efforts. There is a conflict of interests since persons are not indifferent as to how the greater benefits produced by their collaboration are distributed, for in order to pursue their ends they each prefer a larger to a lesser share.

Rawls, Theory of Justice (p. 126)

 

 

La moral del Derecho Privado es una moral mutualista

 

Cuando apareció Podemos, escribí una larga entrada en la que afirmaba que sus propuestas eran inmorales; que estaban basadas en una concepción de las relaciones sociales y de los seres humanos que no se corresponden con las que permiten formar Sociedades deseables en el sentido de aquellas en las que sus miembros se comportan de forma moral y, por tanto, se obtienen las ventajas de una intensa cooperación entre sus miembros. El trabajo que resumimos y comentamos en las páginas que siguen (Nicholas Baumard,  Jean-Baptiste André Dan Sperber,  A mutualistic approach to morality: The evolution of fairness by partner choice Nicolas BEHAVIORAL AND BRAIN SCIENCES (2013) 36, 59–122) confirma aquella percepción. Los niveles de cooperación y altruismo que observamos en nuestras sociedades se explican mejor en términos de mutualidad que en términos de altruismo: favorecemos a otros porque es “justo” hacerlo y es justo hacerlo cuando la conducta de los otros contribuye a mi bienestar. Y seleccionamos a aquellos con los que queremos cooperar en función de que su comportamiento contribuya a aumentar las ganancias comunes.

En otras entradas (aquíaquí, aquíaquí y aquí) he tratado de formular una concepción naturalista del Derecho sobre las ideas de la cooperación y la competencia. El trabajo ayuda igualmente a profundizar en esta concepción del Derecho como la más ajustada a la «naturaleza» humana (la resultante de millones de años de evolución biológica y decenas de miles de años de evolución cultural).

 

Somos más mutualistas que altruistas y no necesitamos del altruismo para explicar la moralidad

 

Si la cooperación, esto es, la acción colectiva de los miembros de un grupo, aumenta la producción de bienes y servicios (a través de los cinco expedientes enumerados aquí), el éxito de la cooperación requiere no sólo que se superen los obstáculos a la acción colectiva – el dilema del prisionero, la tragedia de los comunes… – sino que se repartan equitativamente – fairness – los beneficios de la cooperación entre los miembros del grupo. Recuérdese, no cooperaremos si, aunque preveamos las ventajas de cooperar (construir la casa, no sobreexplotar el acuífero o el lago), resulta que no podremos apropiarnos de una parte de esos beneficios. Los contratos leoninos no se celebran libremente. O uno va engañado o uno está en situación de necesidad y, por tanto, examinar cómo se reparten las ganancias de la cooperación simplemente examinando las posibilidades que tiene cada una de las partes para castigar al que se comporta inmoralmente no es suficiente para explicar los enormes niveles de cooperación que se han observado entre los humanos. Junto a la posibilidad de reaccionar al comportamiento inmoral castigando (incluso colectivamente) a quien así se comporta, es fundamental incluir la posibilidad de terminar la relación y cooperar con terceros distintos, es decir, tener opciones externas a continuar la relación con la contraparte inmoral.

Pero, para no discutir, a menudo, los que cooperan no delimitan en detalle y por anticipado el reparto de las ganancias del intercambio o la cooperación. Lo dejan para más adelante y, a veces, ni hablan de ello. Por eso, nuestros Códigos dicen que si no se ha pactado nada, las ganancias de la sociedad se reparten igualitariamente por cabezas – en las sociedades de personas – o en proporción a la aportación al capital – en las sociedades de capital -. En los contratos de intercambio, los precios de mercado eliminan la necesidad de repartir las ganancias. Pero los códigos más antiguos, pensando en intercambios de bienes específicos, para los que no hay precios de mercado “robustos” consideran nulo el contrato (art. 1273 CC). Los códigos comerciales, por el contrario, suponiendo que hay precios de mercado, porque se ocupan de mercaderías – bienes fungibles -, se remiten al que se practique en el lugar donde se celebra el contrato . Piénsese en el contrato de comisión: ¿Cuánto ha de cobrar por su trabajo el comisionista? Lo que haya pactado con el comitente y, a falta de pacto, lo que sea usual (art. 277 II C de c: Faltando pacto expresivo de la cuota, se fijará ésta con arreglo al uso y práctica mercantil de la plaza donde se cumpliere la comisión). De esta forma, el Derecho favorece la cooperación. Induce la actividad cooperativa reduciendo el riesgo de que fracase como consecuencia de las discrepancias entre las partes sobre el reparto de la ganancia del intercambio. Y esta misma idea ayuda a entender los estándares de comportamiento que presume el Derecho. Por ejemplo, el «contratatante leal y honrado» que sirve para determinar si hay una laguna en un contrato y cómo ha de ser rellenada (voluntad hipotética de las partes) es un «mutualista», ni un altruista, ni un idiota. Los deberes de lealtad de los socios son los de un mutualista, mientras que los deberes de un administrador o un agente son los de un altruista (porque su ganancia es su retribución, no las que pueda obtener del ejercicio del cargo).

Los humanos tenemos

“ideas muy claras sobre cómo se deben repartir esos beneficios”. Por ejemplo, “el que ha contribuido más al éxito de la acción común debe recibir más; cuando se ayuda a otros, hay una cantidad justa que donar. Uno puede tener el deber de dar algunas monedas a un pedigüeño en la calle pero no está obligado a darle la mitad de sus bienes, por mucho que esa donación ayude al pedigüeño. Cuando alguien merece ser castigado, hay una pena proporcionada al daño causado…

La interacción entre humanos puede clasificarse en tres grupos siguiendo a Hamilton: conductas egoístas, cuando benefician al actor y perjudican al destinatario; conductas altruistas, cuando perjudican al actor y benefician al destinatario; conductas rencorosas (“mía o de la tumba fría”) que perjudican a ambos (idiotas). Los autores añaden – siguiendo propuestas de otros – las conductas mutualistas que benefician a ambos. Por tanto, “la cooperación (puede definirse) como aquella conducta social que beneficia al destinatario y puede ser altruista o mutualista”. ¿Cuándo una conducta cooperativa es también moral? La amistad es mutualista ¿y la conducta de una madre cuidando a su hijo? En ambos casos, la conducta incrementa el bienestar del destinatario “en la medida en que ese bienestar beneficia directa o indirectamente al actor”. El beneficio para el actor deriva del “valor que el actor atribuye al bienestar del destinatario y la medida en que está dispuesta a intercambiar el propio bienestar a cambio del bienestar de esa persona… en la medida en que la moralidad implica imparcialidad, el instinto materno y la amistad no son intrínsecamente morales”.

Por tanto, la cooperación puede evolucionar sin moralidad, pero “es difícil imaginar cómo podría evolucionar la moralidad sin cooperación” y, por eso, es útil estudiar la moralidad en el marco de la evolución de la cooperación. La moralidad puede verse, en este sentido, “como una consecuencia de las interacciones cooperativas y surgió como una guía para distribuir las ganancias que resultan de esas interacciones”.

En los modelos de cooperación, unos se fijan en el control de la contraparte (si incumple en la primera jugada, respondo incumpliendo; si cumple, responde cumpliendo hasta que incumpla). Y lo hacen porque dan por supuesto que la contraparte no ha sido elegida, sino que le viene dada al sujeto que, por tanto, ha de preocuparse sólo de cómo controlarla para evitar ser engañado o decepcionado y no obtener ganancia alguna de la cooperación (o sufrir un daño). Pero si incluimos la posibilidad de seleccionar a la contraparte, el “énfasis se pone menos en evitar el engaño y más en escoger o ser escogido como la contraparte ideal”. Ponen los autores el ejemplo de los peces limpiadores que, a veces, no se limitan a limpiar de parásitos a su cliente sino que se alimentan a costa de ellos. El cliente reacciona cambiando de limpiador, de manera que los limpiadores que se alimentan a costa de sus clientes acaban por desaparecer y la relación mutualista es un equilibrio.

La diferencia está, entre ambos modelos, en la forma de lograr el equilibrio: en los casos de control de la contraparte, castigándola. En los casos de selección de la contraparte, cambiando de contraparte o invirtiendo recursos en seleccionar a la contraparte cooperativa, es decir, “iniciando una nueva relación cooperativa con otra contraparte más cooperadora”.

En el análisis jurídico de los contratos, esta segunda opción no suele tenerse en cuenta. Lo que protege a un contratante frente a un incumplidor es la retorsión (1124 CC, 1101 C) o el enforcement por un tercero (que obliga al incumplidor a cumplir) pero, según las circunstancias, la posibilidad de cambiar de contraparte, invirtiendo en información antes de celebrar el contrato o terminando el contrato y cambiando de contraparte es la principal forma de protección del contratante frente a un contratante incumplidor. Es la competencia – el mercado – lo que proporciona esta opción. Por eso es correcto decir que los mercados son mares de cooperación con islas de competencia. La necesidad de la anuencia de la contraparte y la posibilidad de seleccionar a la contraparte hace posible la cooperación e induce a los que son jugadores repetitivos a comportarse cooperativamente – mutualistamente – en sus relaciones: “lo que induce a la gente a no incumplir es el riesgo de no volver a ser elegidos como contrapartes en transacciones futuras”. El objetivo de cambiar de contraparte no es castigar al que se ha demostrado indigno de confianza. Es encontrar una mejor contraparte. La posibilidad de elegir a la contraparte tiene un valor muy importante en términos de cumplimiento voluntario de los contratos. Los contratos se incumplirían en mucha mayor medida si la libertad contractual no incluyera, además de la libertad de determinar el contenido de los contratos (art. 1255 CC) la libertad para elegir a la contraparte. Por eso es que el Derecho mira con tanta reticencia la imposición de obligaciones de contratar.

La evolución de la cooperación mediante la elección de la contraparte puede ser visto como un caso especial de la selección social, que es una forma de selección natural donde la presión selectiva proviene de las opciones sociales de otros individuos. La selección sexual por la elección que efectúa la hembra es el tipo más conocido de la selección social. El sesgo de las hembras al elegir para el apareamiento a los machos que poseen el aspecto físico y el rito de apareamiento más espectacular (recuérdese el pavo real) selecciona a los genes que generan tal aspecto y tales conductas y a que esas mutaciones proliferen. Del mismo modo una preferencia social generalizada por contrapartes confiables selecciona las disposiciones psicológicas que favorezcan la confiabilidad.

Para que la cooperación pueda florecer a través de la selección de las contrapartes en los juegos o transacciones cooperativas han de darse dos requisitos: que la conducta moral – cumplir los contratos – sea predecible y que los individuos más cooperativos tiendan a elegirse recíprocamente, lo que parece que ocurre en los experimentos realizados y provoca que la ganancia derivada de la cooperación aumente.

Pero la posibilidad de cambiar de contraparte tiene un enorme valor para reducir la violencia intra grupo. Si uno no está contento con su partner, en lugar de discutir con él o responder a su incumplimiento con otro de mayor calibre o pasar a la violencia puede, simplemente, cambiar de partner. Lo importante de esta apreciación es que las posibilidades de cooperación exitosa en el seno de un grupo son mucho más elevadas si las inversiones específicas – diríamos – en la relación con una determinada contraparte no son muy elevadas. Pero, en sentido contrario, si son ridículamente bajas, será muy difícil inducir el cumplimiento y, por tanto, el comportamiento moral (mutualista). El pez limpiador que engaña a su cliente no sufriría ningún castigo por su comportamiento si siempre puede encontrar a otro pez al que limpiar – y engañar – a bajo coste. Pero hay razones para pensar que en los intercambios o formas de cooperación que no son “autoejecutables” (por ejemplo, los intercambios simultáneos de dos bienes cuyo valor objetivo es de conocimiento común son contratos “autoejecutables”), las partes necesitan hacer inversiones específicas a la relación que perderán si la relación termina, de manera que la opción de terminar la relación siempre impone un castigo al rechazado. Por tanto, la sanción en forma de cambio de contraparte induce al comportamiento moral/mutualista. Cambiar de contraparte puede significar cambiar de grupo y, si el grupo – como ocurría con las bandas de cazadores-recolectores – está relativamente aislado de otros grupos, es una opción poco valiosa, lo que debería haber actuado como una constricción fuerte a los comportamientos inmorales. Pero, cuando los individuos carecen de esta opción externa, sus relaciones cooperativas con otros se dañan porque habrán de aceptar cualquier “trato” por muy injusto que les parezca si la alternativa es quedarse sólo. El reparto injusto de las ganancias de la cooperación, dicen los autores, puede ser evolutivamente estable y producto de la violencia o de la ley del más fuerte (societas leonina): “en ausencia de opciones externas, no hay ningún motivo para pensar que la interacción entre los individuos esté gobernada por consideraciones de justicia” Pero, al revés, si lo único que podemos hacer con una contraparte inmoral es terminar la relación con él, las relaciones cooperativas pueden proliferar si las opciones externas de cada contraparte son suficientemente numerosas (pero no demasiado numerosas) y la información sobre la “calidad moral” de las contrapartes circula. Recuérdese la discusión sobre la servidumbre: los nobles que lograron mantenerla, lo hicieron a base de reducir las opciones de “salida” de los campesinos, esto es, impidiéndoles trasladarse a las ciudades o a otros territorios para protegerse frente a exacciones fiscales insoportables (véase aquí en relación con la expulsión de los moriscos).

Entre los juristas, esta idea se expresa diciendo que la garantía de la libertad contractual no se encuentra en la igualdad de las partes que contratan en potencia económica o física o en la habilidad negociadora, sino en la existencia de un mercado competitivo que proporcione al que contrata las opciones externas a la relación que necesita para no ser explotado por el contratante inmoral. En 1991 utilizamos este razonamiento para explicar por qué podía afirmarse que existía libertad contractual en relaciones muy desiguales o en relaciones que se establecían sin ninguna negociación específica de los términos de la relación.

Las ganancias de la cooperación pueden, pues, obtenerse en mucha mayor medida de lo que predicen los modelos basados en el dilema del prisionero que no tienen en cuenta la opción de cambiar de contraparte en el juego.

 

El reparto de la ganancia de la cooperación

 

Es igualitario si cabe esperar que todos los que participan voluntariamente en la conducta cooperativa tienen el mínimo de opciones externas.

«Esta conclusión resulta de una simple aplicación del teorema del valor marginal a la vida social en un equilibrio evolutivo, el beneficio marginal de una unidad de un recurso asignado a una actividad (reproducción, recolección, crecimiento somático…) debe ser el mismo. En el ámbito social, esto significa en particular que las distintas partes de una interacción deben beneficiarse de la misma forma de esa interacción, en otro caso, uno de ellos estaría mejor si rechazar participar»

Pero, qué ocurre cuando cada la aportación a la obtención de las ganancias de la cooperación son diferentes para cada individuo, es decir, cuando uno aporta más talento o esfuerzo que otro. Que el reparto de la ganancia debería reflejar esa mayor aportación y ser relativamente proporcional a los recursos invertidos (aporto 3 veces más que tú, mi participación en ganancias ha de ser el triple de la tuya). Los que menos aportan han de aceptar este reparto porque es la única forma de retener a los que más talento o esfuerzo aportan en su grupo y beneficiarse de dicho esfuerzo o talento, en otro caso, se encontrarían, en el margen, en grupos donde la cooperación no produce ningún beneficio al margen de que esperan, en el futuro, que los papeles cambien y que ellos sean los que más aporten y, por tanto, reciban la mayor parte del beneficio de la cooperación.

Por tanto, en todos los grupos humanos, la distribución de las ganancias de la cooperación es meritocrática: (piénsese en la caza en grupo) el que más contribuye a la empresa común, recibe una porción mayor de los beneficios. Lo que exige que los miembros del grupo sean capaces de valorar las aportaciones de cada uno y la contribución de cada uno a los resultados. Si en una Sociedad la distribución de los ingresos no se percibe como meritocrática, la mayoría tenderá a favorecer la redistribución forzosa de los recursos. En otro sentido, si los resultados son poco predecibles (la caza en grupos humanos primitivos), el reparto será más igualitario que si los resultados y la visibilidad de la contribución de cada uno lo son más (recolección, agricultura, caza en zonas de abundancia). Estas ideas explican los resultados que se obtienen en los juegos del ultimátum, del dictador y de la confianza: la gente acepta de buen grado que el que “parte y reparte se lleve la mejor parte” cuando el que parte y reparte ha contribuido de alguna forma – “se merece” – a la generación de la ganancia que se distribuye en el juego. Es decir, hay una lógica mutualista en los participantes. No una lógica puramente egoísta o puramente altruista ni una lógica de “parcial” altruismo. La “cantidad” de altruismo que se observa se explica bien en términos de comportamiento mutualista (el que reparte ¿se ha ganado el dinero a repartir o para ser él el elegido para repartirlo o se lo han regalado o le han puesto en ese rol por pura casualidad? El que recibe ¿ha hecho algo para merecer lo que le dan o es un puro regalo?). Y, viceversa, los regalos excesivos se rechazan.

Si en la Sociedad todos los bienes están repartidos – la propiedad individual es la forma exclusiva o muy predominante de asignación de los recursos – será más probable que el dictador, o el que parte y reparte se autoasigne una porción mayor.  Concluyen los autores que “la variación observada en las distintas sociedades y grupos humanos puede explicarse asumiendo que los participantes tratan de lograr una asignación equitativa y que lo que juzgan que es equitativo varía” en función de cómo entienden los derechos que los demás participantes tienen sobre los bienes que hay que asignar si creen que <> los bienes – porque son pobres porque no quieren trabajar – redistribuirán menos que si creen que su situación de indigencia es debida a la mala suerte o a la explotación y en función de la contribución de cada uno a la producción de la ganancia común.

Y, naturalmente, se sigue que el reparto de las ganancias de la cooperación no puede tener en cuenta sólo el esfuerzo desplegado. También tiene que tener en cuenta las habilidades y el talento. Porque ser muy esforzado no te hace un partner especialmente deseable para cooperar. Ser talentoso y esforzado es lo que te convierte en un ganador en cualquier juego cooperativo porque te hace preferible como miembro del equipo y como contraparte en cualquier relación voluntaria. Las convicciones acerca de lo que es resultado de la productividad de un individuo y lo que es resultado de la suerte son, pues, muy importantes para explicar lo que la gente piensa sobre el nivel de redistribución de los recursos en una Sociedad. Los niños pequeños reparten igualitariamente hasta que empiezan a entender que algunos contribuyen más al resultado que otros. Cuando lo comprenden, reparten meritocráticamente. Acuérdense del cuento de la cigarra y la hormiga.

 

¿Explica el mutualismo la cooperación que observamos y tal como la observamos?

 

Parecería que no porque (1) los humanos cooperan en contextos anónimos, es decir, en contextos en los que su reputación de contraparte moral no está en juego; (2) los humanos ayudan a otros espontáneamente, incluso cuando no han sido ayudados previamente y (3) los humanos castigan a otros, incluso a un coste para ellos mismos. Pero si introducimos la idea de que queremos ser vistos como contrapartes dignas de confianza y, en sentido contrario, que hay ganancias de elegir bien a nuestras contrapartes, “tiene que haber presiones evolutivas para desarrollar recursos cognitivos adecuados para reconocer a las contrapartes más dignas de confianza”. Y los seres humanos somos muy hábiles descubriendo el engaño. Un solo error, y el estafador es descubierto. Y el descubridor lo publicará (somos muy cotillas). La reputación hará el resto. Además, ser un estafador – no cooperador – convincente y constante requiere un enorme esfuerzo cognitivo (“se pilla antes a un mentiroso que a un cojo”). Compensa, pues, normalmente, hacerse con una buena reputación para obtener los beneficios de la cooperación.

Los autores explican así el origen de la moralidad en los seres humanos: no es necesario afirmar que los seres humanos somos altruistas. Basta con recurrir a los incentivos y a los mecanismos que hemos desarrollado para cooperar en términos mutualistas (ganancias de la cooperación que se reparten entre los miembros y, por tanto, de la que todos salen beneficiados). Citan a Trivers (1971) que señaló que los “mutualistas” son más de fiar que los “altruistas” (los que se sacrifican en beneficio de los demás), precisamente, porque la conducta de estos últimos nos resulta más difícil de explicar y, por tanto, menos útil para predecir cómo se comportará en el futuro, lo que explica que tildemos al altruista de santo o de loco. Su conducta futura nos resulta poco predecible.

“la forma más efectiva en términos de coste- beneficio de asegurarse una buena reputación moral es, probablemente, ser una persona que se se comporta moralmente”. 

En un entorno en el que hay ganancias derivadas de la cooperación, los individuos no necesitan ser altruistas para cooperar y comportarse moralmente con los demás. “tienen un incentivo muy poderoso para comportarse justa y equitativamente con los demás, porque si no ofrecen a éstos tratos que sean también ventajosos para ellos, los demás los abandonarán y cooperarán con contrapartes que sean más generosas” de manera que es una estrategia más eficiente la de generar el estímulo psicológico para comportarse de forma generosa y equitativa que generar las decisiones racionales que conducirían a preocuparse estrictamente por la propia reputación. O sea, que es más costoso parecer una buena persona que serlo.

La cuestión es si, en una sociedad cada vez más transparente, las oportunidades para desarrollar una buena reputación se multiplican pero, a la vez, se hace más difícil ocultar los comportamientos contrarios.

Y ser un santo – altruista – no te convierte en la contraparte preferible para la cooperación.  Preferimos cooperar con los que ganan también de la cooperación. Este criterio de selección de los partners ha podido evolucionar cultural o biológicamente con más probabilidad, lo que justifica que la moralidad se haya formado en términos de fairness más que en términos de altruismo.  En otros términos, la evolución biológica y cultural nos ha hecho más dispuestos a ser miembros de una sociedad en la que cooperamos “mutualistamente” que de una sociedad plagada de comportamientos altruistas.

“Los mejores partners son aquellos que ayudan en aquellas circunstancias en que hacerlo es ventajosos para todos. Esto significa que la evolución seleccionará no sólo una disposición para cooperar con los demás de forma mutuamente ventajosa, sino también, una disposición para cooperar con los demás siempre que sea mutuamente ventajoso hacerlo”.

Los autores ponen el ejemplo del pelotón que avanza por un campo minado. Lo mejor para todos es ir en fila, no cada uno por su lado (se reduce la probabilidad de pisar una mina) pero ir en fila india supone que uno – el primero de la fila – asume un riesgo mayor que los demás (que pisan por donde ha pisado el anterior), por lo tanto, no es probable que los miembros del pelotón hayan desarrollado evolutivamente una tendencia altruista – ponerse al frente del pelotón – y sí que lo es que hayan desarrollado la tendencia a aceptar, espontáneamente, establecer un sistema de turnos para ir el primero, esto es, relevarse. El altruista – el que se ofrece voluntario para ir siempre el primero en el pelotón – no es una “especie” que prolifere naturalmente en un grupo. Y la razón – dicen los autores – es que un altruista hace sentirse mal a los demás, porque su comportamiento – el del altruista – no es “exigible” ni sostenible (no estamos dispuestos a ser héroes ni a ser completamente altruistas). Nos hace sentirnos mal porque no puede esperar que nosotros hagamos lo mismo. De ahí que se rechacen los regalos desproporcionadamente grandes y que tengan mala reputación algunos demasiado generosos, porque su excesiva contribución (obsérvese que no se califica en términos absolutos – “grande” – sino en términos relativos – “mucho mayor” – ) nos parece “injusta” en el sentido de que no se nos puede pedir que la igualemos. ¿Cómo percibiría la gente una campaña de una empresa por la que se compromete a aportar a una buena causa una cantidad igual a la aportada por sus clientes en comparación con una campaña en la que se comprometiera a aportar un múltiplo de la cantidad aportada por el cliente que más aporte? Lo anterior no es contradictorio con que convirtamos en un héroe al que se ofreció voluntario para ir el primero del pelotón y tuvo mucha suerte y no saltó por los aires.

En general, cuanto menor sea el coste para el cooperador y mayor el beneficio para la contraparte, más fuerte será la “señal” que envía el que, en esas circunstancias, no coopera y, por tanto, más probable que, en el futuro, sea rechazado como posible partner en una relación cooperativa.  Y, en general, cuanto mayor sea el número de relaciones cooperativas que entablemos o esperemos entablar con una persona, mayor será el incentivo para enviar la señal de ser una “buena contraparte” – digna de ser elegida como tal – porque las pérdidas de ser rechazada son mayores. Por eso nos comportamos “mejor” con la gente a la que tratamos más.

Los comportamientos cooperativos – mutualistas sólo se desarrollan si la disposición para cooperar para realizar las ganancias y repartirlas entre una población está ampliamente difundida entre los miembros. No es plausible que se desarrolle ampliamente una disposición para cooperar en términos altruistas. La primera es, desde esta perspectiva, mucho más “sostenible” porque los buenos mutualistas serán elegidos con más frecuencia como contrapartes de los intercambios. Mutualismo es una mejor expresión que “reciprocidad generalizada” y se explica si se tiene en cuenta, no sólo las relaciones bilaterales, sino la posibilidad de ser elegido como contraparte por el resto de los miembros del grupo.

Por ejemplo, en las cooperativas lecheras en Kenia, los cooperativistas tienen incentivos para no vender su leche a la cooperativa si pueden venderla, a mejor precio, a terceros. La cooperativa no es sostenible si no logra amenazar creíblemente a los miembros con expulsarlos de la cooperativa si actúan así. Para ser creíble la amenaza, los cooperativistas han de perder más de la expulsión que lo que ganan vendiendo – a mejor precio – a los terceros. Por eso las cooperativas nacen, a menudo, para resolver un “fallo de mercado”, esto es, para suplir la ausencia de “opciones de mercado” para los productores. La cooperativa les asegura una contraparte – un comprador – a costa de renunciar a vender al mejor postor.

La contabilidad de los costes y beneficios no puede llevarse estrictamente porque es muy exigente en términos de recursos cognitivos y, por tanto, muy difícil que se haya desarrollado evolutivamente sobre bases biológicas o culturales. De ahí que el auge o la desaparición de las empresas mutualistas esté muy relacionado con el desarrollo de mercados que permitan intercambios mutuamente beneficiosos entre “extraños”, es decir, entre partes que no se relacionan repetidamente.  Y, cuanto más grave sea la ausencia de mercado, más intensos habrán de ser los lazos y las interacciones entre los miembros de la mutua/cooperativa para sostener la cooperación. Esta concepción de la moralidad contribuye a legitimar los intercambios de mercado desde esta perspectiva. Los mercados anónimos son, en este sentido, un estadio superior de la cooperación, sostenida en el seno de grandes grupos, a partir de las pautas culturales y biológicas desarrolladas por los individuos en el seno de pequeños grupos. En términos jurídicos, como hemos dicho en otra ocasión, pasando del contrato de sociedad – mutua/cooperativa – a los contratos de intercambio para articular la cooperación.

 

La disposición a castigar a los que engañan

 

– a los que no cooperan – puede explicarse también en términos de señalizar nuestra calidad como potenciales partners en arreglos cooperativos. El “castigo” más eficaz es, simplemente, expulsar del grupo al que engaña. (“Uncooperative individuals are not made to cooperate by being punished. Rather, they are excluded from cooperative ventures”). Por eso, cuanto más disponible está esta posibilidad de expulsar al que no coopera, menos “control social” observaremos en términos de sanciones. Las sanciones “mínimas” son las que sirven a restaurar la “fairness” y a compensar y, por tanto, las que impone la víctima al que ha causado el daño. De ahí que los sistemas primitivos de responsabilidad civil trataran de asegurar que la víctima quedaba satisfecha, esto es, recibía una adecuada satisfacción del dañante. El dañante dispuesto a compensar a la víctima logra así seguir siendo “elegible” como contraparte en futuras interacciones. Cuanto más injusto el daño, mayor ha de ser la compensación (recuérdese el art. 1107 CC (“Los daños y perjuicios de que responde el deudor de buena fe son los previstos o que se hayan podido prever al tiempo de constituirse la obligación y que sean consecuencia necesaria de su falta de cumplimiento. En caso de dolo responderá el deudor de todos los que conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento de la obligación”).

Desde este punto de vista, “el castigo puede ser visto como un reparto negativo dirigido a corregir una asignación previa que se percibe como injusta”, es decir, la finalidad del castigo al incumplidor no trata de disuadir para sostener la cooperación futura. Algunos juegos experimentales indicarían tal cosa y explicarían comportamientos aparentemente contrarios al propio interés: se produce una distribución “injusta” de los bienes y cada uno de los participantes puede sacrificar algo de lo que ha recibido si quiere “castigar” a los que han recibido más por pura suerte (yo pierdo 1 pero el contrario, que fue agraciado por la fortuna recibiendo una cantidad mayor de bienes al comienzo del juego, pierde 3). Si los juegos no son repetitivos (por tanto, no entran consideraciones de futura cooperación), decidimos sobre la base de nuestro sentido de justicia e imparcialidad. Y, en la distribución inicial de los recursos, somos (aversos al riesgo) profundamente igualitarios. Preferimos – Rawls – el reparto igualitario al aleatorio.

Concluyen los autores este punto señalando que una concepción mutualista de la moralidad conduce a predicciones diferente a una concepción altruista en lo que a los castigos a los malhechores se refiere:

“Imagínense, por ejemplo, dos delitos que causan el mismo daño a la víctima y proporcionan los mismos beneficios al culpable. Desde un punto de vista mutualista, ambos deberían recibir el mismo castigo. Desde un punto de vista altruista, sin embargo, si uno de los dos delitos es más fácil de cometer (o es más difícil de descubrir), habría que castigarlo más severamente para disuadir adecuadamente de su comisión…  Todavía carecemos de estudios experimentales a gran escala que comparen los sistemas de castigo en las distintas culturas para poder determinar qué explicación es preferible de las conductas sociales en relación con los castigos. Lo que se sugiere aquí no es tanto que sólo deban tenerse en cuenta las consideraciones mutualistas, sino que éstas tienen un papel central”

Quizá, la disuasión y la compensación tienen ámbitos de aplicación distintos. Y el Derecho distingue. Así, la “prevención general e individual” constituye la base del Derecho Penal, mientras que la compensación es la base del Derecho de la responsabilidad civil (contractual y extracontractual). En las sociedades primitivas, esta distinción no está establecida, en las Sociedades desarrolladas, sí. Recuérdese a Diamond cuando nos narra cómo se resolvió el accidente de tráfico en Papúa-Nueva Guinea del que resultó muerto o herido un niño atropellado por un conductor. La disuasión es necesaria como mecanismo de control social respecto de aquellos miembros para los que la amenaza de dejar de ser visto como una contraparte fiable no es suficiente para inducirle a comportarse cooperativamente (como un buen mutualista). Pero sólo para esos. Para los que esperan seguir siendo considerados dignos de la confianza de los demás miembros del grupo, compensar los daños que causamos a otros es suficiente.

El trabajo que estamos comentando resulta prometedor: estamos hechos – biológica y culturalmente – para cooperar, para ser dignos miembros de una Sociedad en la que hay grandes ganancias de cooperar que deben ser repartidas de forma imparcial y equitativa. No para ser santos, héroes ni para ser villanos. Y cuando atribuimos premios y castigos no lo hacemos, necesariamente, para inducir comportamientos altruistas o heroicos. Lo hacemos para inducir comportamientos propios de un buen mutualista. Y la posibilidad de seleccionar con quién cooperamos de entre los miembros de un grupo, induce ese tipo de comportamientos. Por eso, cuando estamos obligados a “conllevarnos” – no podemos cambiar de grupo ni expulsar a los que no cooperan – estas tendencias biológicas y culturales deben presidir la discusión sobre los asuntos que nos afectan a todos. Porque no deberíamos tener que exiliarnos.

Nicholas Baumard,  Jean-Baptiste André, Dan Sperber,  A mutualistic approach to morality: The evolution of fairness by partner choice  Behavioral & Brain Sciences (2013) 36, 59–122


Fuente: Discover Magazine