Por José María Rodríguez de Santiago

La garantía de la accesibilidad universal a la vivienda para las personas mayores de 70 años es, seguramente, una de las cuestiones más relevantes que al Derecho le plantea la realidad de unas ciudades cuya población envejece. A la persona mayor que sube y baja escaleras con dificultad o, incluso, necesita una silla de ruedas, la falta de instalaciones que garanticen la accesibilidad (rampas, ascensor u otros mecanismos elevadores) le puede poner en la tesitura de tener que optar entre vivir en su casa en una situación (más o menos acentuada) de enclaustramiento o irse a una residencia para mayores. Debe tenerse en cuenta, además, que no es infrecuente que las personas mayores vivan precisamente en las edificaciones más antiguas y, por tanto, peor dotadas desde la perspectiva que ahora nos interesa.

Puede pensarse que muchas personas mayores se enfrentan a esa opción forzosa entre la residencia o el encierro en una vivienda propia difícilmente accesible. Y es una constatación fáctica de la experiencia cotidiana que la mayoría de esas personas, si en su mano estuviera una verdadera posibilidad de elegir, preferirían vivir en su casa. Para conocer la realidad del problema del que se está hablando, por ejemplo, en el municipio de Madrid puede echarse un vistazo a este informe (pp. 43-46 y 83-84) elaborado por el Ayuntamiento.

No es extraño entonces que, en este contexto, surjan iniciativas ciudadanas que promueven la creación de estructuras prestacionales que permitan una libertad real (no solo formal) de elección entre la propia vivienda y la residencia, y proponen que se detenga la construcción de nuevas residencias de ancianos y se sustituyan las prestaciones sociales que en ellas se desarrollan por la combinación de la residencia en casa con diversas fórmulas de asistencia domiciliaria y ambulatoria. La iniciativa alemana Daheim statt Heim (“en casa en lugar de en la residencia”), por ejemplo, invoca ejemplos de organizaciones prestacionales semejantes en Suecia, Canadá y Estados Unidos.

El Derecho español ya ha adoptado, desde hace años, la decisión de imponer la garantía de la accesibilidad de estas personas mayores a su vivienda, en buena medida, sobre los propietarios de los edificios en los que dicha vivienda se encuentra, como carga derivada de la función social de la propiedad (art. 33.2 CE).

Es conocido que los mandatos de optimización relativos a la política social y económica contenidos en el capítulo tercero del título primero de la Constitución –en este caso, en especial, el derecho de las personas mayores a una vivienda digna y adecuada a sus circunstancias (art. 47 CE) y la protección de las personas mayores (art. 50 CE) y con discapacidad (art. 49 CE)- han sido utilizados con frecuencia por el legislador para delimitar, mediante la imposición de cargas u obligaciones que se imputan a la cuenta de la función social, el contenido del derecho de propiedad.

La perspectiva económica de este planteamiento jurídico también tiene su interés: el cumplimiento por los propietarios de edificaciones de obligaciones con contenido económico que permiten a las personas mayores seguir viviendo en sus casas descarga –como fácilmente puede comprenderse- los presupuestos públicos de un gasto que crecería si esas personas tuvieran que optar por la vida en la residencia de mayores. Dicho de forma gráfica (aunque, ciertamente, no del todo precisa): los propietarios pagan lo que el Estado se ahorra.

Dos son fundamentalmente las regulaciones, una de Derecho público y otra de Derecho privado,

que se ocupan de forma directa de la cuestión que nos ocupa. La primera, la de Derecho público, la ha ubicado nuestro Derecho urbanístico bajo el paraguas de una institución ya clásica en esta rama del Derecho administrativo, que es la del denominado deber de conservación: la función social de la propiedad ha obligado tradicionalmente a los propietarios a realizar las obras necesarias para mantener su edificación en condiciones adecuadas de seguridad, salubridad y ornato público. Desde hace ya casi veinte años, a la seguridad, la salubridad y el ornato público se ha añadido la accesibilidad universal [hoy, art. 15.1 b) TRLSRU de 2015]. Si un edificio tiene, por ejemplo, la fachada en una inadecuada situación estética y no es accesible para todos, la Administración municipal, a través de la “orden de ejecución”, puede imponer a los propietarios la obligación de realizar las obras necesarias para subsanar esas deficiencias.

Con carácter general el límite del coste de las obras que deben asumir los propietarios alcanza la cuantía de la mitad del valor de reposición de la edificación (art. 15.3 TRLSRU). Ese es el contenido normal de la propiedad delimitada por su función social (en su vertiente jurídico-pública). En esta regulación la garantía de la accesibilidad universal es solo uno de los conceptos que, entre otros (la seguridad, la salubridad…), obligan a los propietarios a realizar obras. Se regula aquí una relación de Derecho público (entre los propietarios y la Administración municipal) que no exige, por cierto, que ninguno de los vecinos tenga una discapacidad o más de 70 años. El edificio ha de ser accesible para todos con independencia de que ninguno de los que habitualmente usan el edificio en la actualidad tenga problemas de movilidad. Ya los tendrán, seguramente; es cuestión de tiempo… La acción pública en materia de urbanismo (art. 62 TRLSRU), no obstante, puede llegar a “subjetivizar” esta obligación en favor de algún vecino que esté interesado en la correcta actuación administrativa para exigir de los propietarios el cumplimiento de aquella.

La otra regulación relevante a la que se ha hecho referencia, la de Derecho privado, se contiene fundamentalmente en el art. 10.1 b) de la Ley de propiedad horizontal, precepto que se refiere a una relación jurídico-privada entre la comunidad de propietarios y uno de ellos en cuya vivienda o local vivan, trabajen o presten servicios voluntarios personas con discapacidad o mayores de 70 años. Se hace obligatoria para la comunidad, sin que se requiera siquiera acuerdo previo de la junta, la realización de las obras que deriven de los “ajustes razonables” que garanticen la accesibilidad universal y sean instadas por el mencionado propietario. Se entiende que son ajustes razonables, por lo que se refiere al valor de las obras, las que no superen el importe de doce mensualidades ordinarias de gastos comunes. El cálculo exacto de esta cuantía, por cierto, no está exento de problemas interpretativos.

La convivencia de estas dos regulaciones permitiría seguramente comparar la eficacia de ambas en cuanto a la consecución del objetivo pretendido de garantizar la accesibilidad universal. La nutrida jurisprudencia sobre esta cuestión existente ya en el ámbito civil y la escasísima jurisprudencia contencioso-administrativa referida a órdenes de ejecución que impongan obras específicamente dirigidas a garantizar la accesibilidad universal parecen apuntar –aunque se formula esta afirmación con prudencia- a una mayor eficacia de la regulación jurídico-privada. Es posible que en este punto estén consiguiendo más los individuos luchando por sus derechos que la Administración velando por el interés general.

Por lo demás, el mencionado concepto de “ajustes razonables”, que ya tiene su sitio en el Derecho Internacional (art. 5.3 de la Convención de 2006 sobre los derechos de las personas con discapacidad), no se aplica solo a las obras necesarias para el acceso a la vivienda, sino que afecta a otras muchas regulaciones en las que está presente una idea de fondo común, que es la de que con un pequeño cambio (el ajuste razonable) en la regla general se consigue un gran cambio en una situación vital: pasar de la exclusión a la integración. Es esta una materia cuya importancia en el Derecho comparado (reasonable accommodations en los Derechos anglosajones, angemessene Vorkehrungen en el ámbito germánico) solo puede crecer en el futuro.