Por Juan Antonio García Amado

Los hechos del caso

se pueden resumir así. Eran las fiestas de un pueblo y un guardia municipal, Alfredo, compra petardos y se los regala a su hijo, menor de edad, el cual los reparte entre sus amigos, también menores. La venta de tales petardos, llamados también “carretillas”, está prohibida a menores. Uno de esos días festivos, a eso de las cuatro de la madrugada, un niño de 11 años, Lorenzo, hallándose en una discoteca en compañía de un grupo de amigos de aproximadamente su edad, se pone a manipular y prender alguno de esos petardos mientras lleva varios más en el bolsillo. Explota el petardo que tenía en la mano y el fuego hace que estallen también los que había en el bolsillo, con lo que se prenden las ropas del menor y se producen las lesiones por las que los padres de Lorenzo reclaman. Queda probado que los padres de Lorenzo no estaban presentes y habían permitido al niño acudir sin vigilancia a la fiesta, y también que hubo una defectuosa manipulación del petardo por el niño, quien, pese a las advertencias de sus compañeros, no lo arroja lejos cuando ya lo tiene en la mano prendido y a punto de estallar.

En nombre del menor y por los daños físicos y psíquicos por este padecidos como consecuencia de tales hechos sus padres demandan a Alfredo, el guardia que los había comprado para dárselos a su hijo, quien a su vez se los pasó a la víctima del daño, Lorenzo. Tanto el Juzgado de 1ª Instancia como la Audiencia Provincial de Toledo condenan a indemnizar, aunque en cantidad distinta y con variantes técnicas que en este comentario podemos dejar de lado, como la que afecta al carácter solidario o no de la deuda de los responsables. Lo que nos importa observar es cuáles son los mecanismos de imputación o distribución de la responsabilidad por el daño en este tipo de procesos en que se aplican los arts. 1902 y siguientes del Código Civil.

Si en un auditorio no contaminado por la presencia de expertos preguntáramos

quién o quiénes han causado el daño

en cuestión, las lesiones del menor, es muy probable que la respuesta muy mayoritaria fuera que se los causó el propio niño por su osada manera de jugar con los petardos. Si al mismo auditorio interrogáramos sobre quiénes son los responsables de que al chaval le haya ocurrido esa desgracia, muy posiblemente contestarían muchos que los padres, pues qué pinta una criatura de once años a las cuatro de la mañana en una discoteca y tirando petardos. Los tribunales, en cambio, normalmente considerarán, en un caso como este, que el responsable, o al menos uno de los responsables, a efectos de indemnización, es Alfredo, el guardia municipal que los adquirió para su hijo, y argumentarán, como aquí se hizo, que por su oficio debía saber que la venta de ese tipo de petardos está prohibida a menores, por lo que él, por un lado, estaba vulnerando la intención o el espíritu de dicha norma permisiva al comprarlos para su hijo y, por otro, obró negligentemente al dárselos a este.

La tesis no excesivamente original que mantengo es que la institución de la responsabilidad civil por daño extracontractual es un puro

mecanismo de asignación o distribución de costes,

de los costes de ciertos daños resultantes de nuestras interacciones sociales. La doctrina repite de siempre que han de darse tres elementos: una víctima del daño, que es quien padece el daño, quien lo sufre, sea dicho daño del tipo que sea (físico, psíquico, moral, económico…), el daño mismo, consistente en alguna clase de pérdida, perjuicio o sufrimiento, y el causante del daño, el que con su acción u omisión lo produjo. Hay un cuarto elemento consistente en la culpa o dolo del causante del daño, si bien no es en todo caso  un requisito ineludible para la atribución de responsabilidad.

En el caso que estamos viendo se trata de responsabilidad por culpa, a tenor del art. 1902 del Código Civil, en combinación con el 1903, en su caso. La pregunta que nos importa es esta: puesto que Alfredo es declarado responsable del daño padecido por Lorenzo, el niño, al estallarle los petardos de la forma antes descrita, ¿debemos entender que Alfredo es causante del daño y que por eso le toca responder y, por tanto, indemnizar?

Tradicionalmente, al hablar de los elementos que han de concurrir para la imputación de responsabilidad, la doctrina insiste en que tiene que haber un autor del daño, alguien que con su conducta lo haya causado. Esto obviamente quiere decir que del daño no se puede declarar responsable a cualquiera, como pueda ser el camarero que estaba sirviendo los gin-tonics en aquella discoteca en la que se produjo el accidente. Como hay que decidir quién carga con el mochuelo o, más elegantemente expresado, de cuenta de quién van los costes del daño, ese criterio de la causalidad sirve para señalar al responsable, al que debe pagar: responde por el daño el que lo causó. A tenor de las sentencias en este caso, incluida la del Tribunal Supremo que comentamos, el responsable es Alfredo por ser el causante (aunque no causante único) de esa desgracia.

A mi modo de ver, lo del vínculo ineludible entre causación y responsabilidad es un auténtico mito doctrinal, un viejo esquema que se repite acríticamente en los tratados y la jurisprudencia y que sirve para encubrir la verdadera naturaleza de la responsabilidad por daño extracontractual: la de ser un mero sistema normativo de imputación de costes. La prueba de que ello es así y de que es “ideológico” o pura ficción lo del nexo causal necesario es que ni todo el que causa responde, ni todo el que responde ha causado. No es este el momento para argumentar esta tesis por extenso, así que me pararé nada más que en la muestra más sencilla.

No todo el que responde ha causado,

pues uno de los supuestos más comunes de responsabilidad es por omisión. Cuando alguien responde por su conducta omisiva, es decir, cuando la obligación de indemnizar se carga a alguien por no haber hecho algo que debía haber hecho, hay responsabilidad sin causación. El responsable por omisión no responde por lo que con su acción causó, pues su conducta consistió en un no hacer y del no hacer no se sigue causalmente, materialmente, ninguna consecuencia. El responsable omisivo responde no por lo que con su hacer causó (no hizo nada), sino por no haber causado con su hacer. No responde por lo por él causado, sino por no haber hecho algo que hubiera sido o podido ser causa de lo debido, desencadenante de un curso causal alternativo que no tuviera entre sus consecuencias el daño acontecido.

Veámoslo al hilo de este mismo caso. Nos dirá el Tribunal Supremo que no sólo Alfredo es responsable del daño por lo que él hizo (comprar los petardos y dárselos a su hijo), sino que también lo son los padres de Lorenzo. ¿Por qué? Por no haber cumplido con su deber legal de vigilancia y cuidado de su hijo. Los padres de Lorenzo son responsables no por lo que hicieron (no hicieron nada), sino por lo que no hicieron (vigilar a su hijo, evitar que anduviera con petardos, no dejarlo estar a su aire con los amigos a esas horas de la noche). Los padres de Lorenzo no responden por lo que causaron, sino por las no haber hecho lo que era su deber hacer y que, si hubieran cumplido, tal vez habría evitado el accidente. Toda responsabilidad por omisión es responsabilidad por incumplir un deber jurídico de (intentar) evitar, no es responsabilidad por lo hecho, sino por no haber hecho lo debido. No hay causalidad ahí, salvo como metáfora o en sentido figurado e impropio.

Volvamos a nuestra pregunta esencial. ¿Responde Alfredo porque causó? Su responsabilidad sería por acción, no por omisión. Por tanto, no está excluida la causación propiamente dicha. Si Alfredo no hubiera comprado los petardos prohibidos para menores y no se los hubiera entregado a su hijo, ciertamente la desgracia no habría sucedido. Hay un encadenamiento causal entre la acción de Alfredo y el resultado final, el accidente que da lugar al daño para Lorenzo. Al hablar de encadenamiento de causas (si Alfredo no hubiera comprado los petardos no se los habría dado a su hijo, en cuyo caso este no se los habría entregado a su amigo Lorenzo, en cuyo caso este no habría encendido uno mientras tenía los otros en el bolsillo, en cuyo caso no se habría tenido lugar la explosión) nos topamos con la llamada teoría de la equivalencia de condiciones o teoría de la conditio sine qua non. Según ese punto de vista, causante es todo aquel que ha puesto un eslabón en esa cadena de causas sucesivas, de manera que si quitamos ese eslabón de un causante, el daño no se habría ocasionado. En efecto, desde este punto de vista Alfredo es causante, pues si no hubiera hecho lo que hizo, no habría pasado lo que al final pasó.

Pero, así vistas las cosas, también es causante el quiosquero que le vendió a Alfredo los artefactos. Y la madre de Alfredo por haberlo traído al mundo, pues es obvio que si Alfredo no hubiera nacido no habría comprado los petardos ni habría tenido un hijo al que dárselos, etc., etc. Llegamos al absurdo fácilmente. Por eso dicha noción puramente material o física de la causalidad no funciona ni ha podido funcionar jamás como base de la imputación de responsabilidad por daño. Tanto la doctrina como los tribunales han tenido que recortar la idea de causación y seleccionar de entre los causantes cuáles responden y cuáles no. Para ello han tenido que diseñar nociones puramente jurídicas de causa, como las llamadas causa eficiente, causa próxima y otras que no se analizarán ahora. De tal manera,

la causa deja de ser un vínculo de naturaleza empírica y se convierte en un criterio de imputación de responsabilidad.

Cuando se dice que no puede haber responsabilidad sin causación del daño por el responsable, lo que en realidad se está asumiendo es que no puede haber imputación de responsabilidad sin un criterio normativo que sirva de base para tal imputación. No se responde porque se causó (entonces también tendría que responder el quiosquero), sino porque el sistema jurídico selecciona esa causación como relevante, de entre otras muchas causas o eslabones causales. Ahí vemos el aludido carácter ficticio o “ideológico” de la doctrina en este campo, en que se adopta un lenguaje fisicalista, si así se puede decir, para disfrazar lo que es una pura pauta normativa. Al afirmar que paga el que causó y porque causó, se oculta que en realidad se está decidiendo quién tiene que pagar, de entre los que causaron o, incluso, de entre lo que no causaron (caso de la omisión). Bajo una apariencia de relaciones empírico-causales entre acontecimientos se disfraza lo que no son más que parámetros normativos de asignación y distribución de costes. Es el sistema jurídico, es el legislador y/o son los jueces quienes deciden quién es más justo o conveniente que pague por el daño, víctima incluida entre quienes pueden cargar con los costes. Por eso no habrá doctrina y jurisprudencia coherente mientras no se pase de la muy engañosa teoría naturalista o fisicalista que se nos presenta, a una claramente normativista. No es la naturaleza empírica ni es la “naturaleza de las cosas” la que determina de cuenta de quién debe ir el daño, son las normas las que lo disponen. Se trata de decisiones normativas que son tales en sus mismos presupuestos. Porque de carácter normativo es la noción de daño, la de causa, la de causante y hasta la de víctima.

Cuando se trata de responsabilidad subjetiva, culposa, el asunto es más fácil. De entre todos los que causaron se selecciona como responsable nada más que a aquel que obró dolosa o negligentemente. Los demás no importan. Por eso aquí el quiosquero no cuenta, porque él no tiene culpa, aunque haya causado, aunque su acción de vender los petardos sea causa de la causa de la causa. Lo que sucede es que en el lenguaje jurídico ordinario, el de doctrinantes y jueces, se confunden constantemente los términos y se mezclan causas y culpas, como si las causas fueran culpas y las culpas fueran causas. Por eso se dice a veces, por ejemplo, que la culpa de la víctima rompe el nexo causal, o se confunde concurrencia de culpas con concurrencia de causas o se afirma que la ausencia de culpa excluye la causación.

Más complicado resulta cuando se trata de supuestos de responsabilidad objetiva, donde la culpa no concurre como condición para responder. Volvamos al ejemplo del producto defectuoso que provoca un accidente. En la cadena causal está el fabricante, pero también, hacia atrás, su mamá, y, hacia adelante, el transportista que llevó el producto de la fábrica al almacén o de este a la tienda, entre otros muchos. Por eso en dicho campo han tenido que desarrollarse teorías del riesgo como base de la imputación de responsabilidad, teorías que justifican que responda el que realiza una actividad que crea un riesgo potencial y de dicha actividad obtiene beneficio, aunque sea beneficio perfectamente legítimo.

Vamos con la sentencia de una vez por todas. Es uno de tantos ejemplos del lenguaje equívoco y figurado, de la oscuridad conceptual reinante y del cultivo de las ficciones para mantenerse fiel a una tradición doctrinal. Para empezar, dice que los hechos que se relatan, los del caso, “plantean una cuestión relacionada con la causalidad objetiva”.

¿Qué será eso de la causalidad objetiva?

¿Hay alguna causalidad que no sea objetiva? ¿Existen la causalidad subjetiva o la causalidad metafísica? Lo que se está planteando es si, además de responder Alfredo, en su caso, deben considerarse responsables los padres del menor por culpa in vigilando.

Lo que se busca es cómo aplicar pautas de distribución de responsabilidad entre distintos sujetos, materialmente causantes o no. Si se habla ahí de “responsabilidad objetiva” es por un problema de contaminación expresiva y de mala asimilación conceptual. El problema está en que, por influencia de la doctrina penal alemana, se están recibiendo los llamados criterios de imputación objetiva, que son criterios normativos de imputación de responsabilidad y que sirven, precisamente, para, por un lado, recortar a los responsables de entre los materialmente causantes y, por otro, para en algunos casos imputar responsabilidad a los materialmente no causantes. Eso por un lado, como explicación del extraño uso de la expresión “causalidad objetiva”.

Se está entremezclando causación con culpa.

Se dice en la sentencia que necesariamente “debe determinarse quiénes lo han producido (el daño), para saber a quiénes debe imputarse”. No es exactamente así. Ni se trata de ver solamente quiénes propiamente han sido causantes ni se trata de ver a todos los causantes como posibles responsables. Se está dirimiendo si se imputa a los padres de Lorenzo una parte de la responsabilidad, pero esos padres sólo habrán causado en sentido jurídico o figurado, no en sentido propio, ya que su comportamiento fue omisivo, consistió en no vigilar a su hijo. Y, en segundo lugar, no se busca a todos los causantes, sino a todos los que obraron, activa u omisivamente, con culpa, pues estamos ante un caso de responsabilidad subjetiva o por culpa y se trata de que respondan todos los que para el derecho sean culpables, tengan culpa. Una vez imputada la culpa, la causalidad juega un papel absolutamente secundario.

Sigue el desfase entre la realidad normativa y la expresión cuando se lee en la sentencia que “La primera conclusión es que la falta de vigilancia del menor contribuyó a la causación del daño”. La falta de vigilancia por los padres los hace culpables o co-culpables del daño por no haber hecho lo que pudiera haberlo evitado, pero no los convierte en causantes del daño, salvo que admitamos de una vez por todas el divorcio entre la noción empírica y la noción jurídica de causación. A los padres no se les va a imputar responsabilidad por causar, sino por no haber hecho lo que jurídicamente era su deber: velar por el niño para que ni se cause daño ni se lo cause a otro. Son culpables por la infracción de un deber legal, no por lo que causaron. Y no olvidemos que muchas normas jurídicas obligatorias no tienen como consecuencia asociada a su incumplimiento una sanción propiamente dicha, sino que dicho incumplimiento tiene como efecto justamente el de poder servir de base a una imputación de responsabilidad, como obligación de indemnizar o de asumir costes de un daño.

A Alfredo se le imputa responsabilidad como causante, sí, puesto que está en la cadena causal, pero como causante culposo. Por eso él responde y el vendedor de los petardos no. De su proceder se dice que fue negligente porque él debía saber que esos petardos estaban prohibidos para los menores. ¿Lo sabría realmente? Debería haberlo sabido, no hace falta probar si conocía o desconocía, si era consciente o no. Se le imputa la culpa por su particular estatuto como guardia urbano. Su profesión, se dice, “implicaba su conocimiento de la norma que prohibía esa venta”. Una especie de presunción iuris et de iure. En realidad, si bien lo pensamos, no hubo ninguna venta ilegal, pues los petardos los adquirió Alfredo y él era mayor de edad. Seguramente no hay tampoco una norma que prohíba que un adulto regale esos petardos a un muchacho, y menos a su hijo, o que este se los dé a un amigo. Lo que se mantiene, seguramente con razón, es que hubo imprudencia de Alfredo. Y por eso responde.

¿Y los padres de Lorenzo? Leamos de la sentencia: “la conducta de los padres demandantes en nombre del menor debe considerarse asimismo concurrente a la producción del daño, porque dada la edad del menor, 11 años y las obligaciones de guarda y custodia que corresponden a los padres, las circunstancias en las que se produjo el accidente llevan a esta Sala a considerar que sin esta dejación de funciones, el daño no podría haberse producido, y ello en virtud de los criterios de responsabilidad objetiva”.

¿Se podría haber producido el daño en cualquier caso?

Con certeza no podrá saberse nunca. Podrían los padres haber estado muy cerca del niño y vigilándolo y, sin embargo, este podría haberles ocultado los petardos y haberlos sacado y prendido de pronto. O podría haberse escondido en el baño u otro lugar para hacerlo. Pero los padres responden por no haber estado haciendo lo que debían y que podría haber evitado el daño, aunque no es seguro. Es la infracción de ese deber de guarda y custodia legalmente establecido el que los hace culpables y, por ende, responsables. La sentencia no lo expresa, pues, adecuadamente. No es que, como dice, si los padres no hubieran hecho dejación de funciones “el daño no podría haberse producido”, sino que podría no haberse producido. Es más, si se hubiera producido, bien porque el niño actuó por sorpresa, bien porque se escondió para su fechoría, etc., los padres iban a responder igualmente, casi con seguridad. ¿Por qué? Porque la responsabilidad por culpa se les iba a imputar en cualquier caso (tal vez por no haberle registrado los bolsillos, o por haberlo dejado de la mano en algún momento…), pues en casos así la culpa del responsable se presume, igual que el valor a los soldados. Nuevo argumento a favor del carácter normativo de la culpa como base de la responsabilidad.

La tercera responsabilidad es la del propio menor.

Dice la sentencia:

“Debe entenderse (…) que no puede descartarse la contribución del propio menor en la producción de su daño, ya que ha sido considerada probada la conducta negligente de dicho menor y, además, no puede excluirse que tuviera capacidad para entender el manejo de los petardos, dado que no era la primera vez que los utilizaba”.

El menor sí que es un causante sin paliativos, el causante inmediato. Pero en términos estrictamente jurídicos el menor no puede considerarse responsable aunque sea causante. Precisamente la responsabilidad de los menores va con cargo a sus padres, tutores o guardadores, de acuerdo con el art. 1903 del Código Civil. ¿Entonces qué imputación de responsabilidad hay aquí? Pues hay un magnífico ejemplo de que la imputación de responsabilidad es imputación de costes. En la proporción en que el menor es causante-“responsable”, no tiene derecho a percibir indemnización por el daño que ha sufrido.

Los equívocos conceptuales habituales se mantienen hasta el final: “al no excluirse la negligencia de los padres ni de la propia víctima, estos contribuyeron causalmente al daño”. Que siga pareciendo que nada más que responda el que causa. Manténgase la ficción aunque solo sea por caridad con la doctrina heredada y para que no tengamos que reescribir los manuales.