Por Gabriel Doménech Pascual

Para viajar a Lleida en tren desde Valencia (y viceversa) hay que transbordar en Tarragona. Se trata de un transbordo un tanto peculiar, porque para efectuarlo no basta simplemente con cambiar de andén, sino que hace falta recorrer los 15 kilómetros que separan la estación de Tarragona, sita en la homónima capital de provincia, de la de Camp de Tarragona, ubicada en los términos municipales de La Secuita y Perafort.

El traslado puede hacerse por varios medios, pero la única opción razonable para la gran mayoría de los pasajeros es el taxi, que típicamente tarda en completar el trayecto algo más de veinte minutos. El viaje es agradable, aunque la ida suele venir acompañada de una dosis variable de estrés. Como consecuencia del deplorable estado en el que se encuentra el corredor mediterráneo, los viejos trenes procedentes de tierras valencianas casi nunca son puntuales, lo que provoca que el riesgo de perder el enlace a Lleida sea relativamente elevado. La vuelta resulta mucho menos emocionante, pues los flamantes trenes de alta velocidad que llegan a Camp de Tarragona desde Madrid pasando por Lleida lo hacen casi siempre con una puntualidad suiza.

El paseo en taxi tiene también otra particularidad reseñable: tanto a la ida como a la vuelta, los usuarios vienen a pagar el doble. Han oído bien. Por cada carrera que hacen, pagan dos. La causa de este insólito «dos por uno» es bien sencilla. El artículo 22.1 de la Ley catalana del taxi establece que:

«Los servicios interurbanos de taxi, con carácter general, han de iniciarse en el término del municipio de expedición de la licencia del vehículo o en el del municipio de expedición de la autorización de transporte interurbano, en caso de que esta autorización haya sido expedida sin la previa licencia municipal. A este efecto, debe entenderse, en principio, que el origen o inicio del transporte tiene lugar donde los pasajeros son recogidos».

Este precepto legal implica que el servicio entre las estaciones de Tarragona y Camp de Tarragona sólo puede ser prestado por taxistas autorizados por el municipio de Tarragona, mientras que la carrera en sentido inverso queda reservada a los taxistas de La Secuita o Perafort. Ello significa que, después de haber hecho el referido trayecto, los primeros no pueden recoger a un pasajero en Camp de Tarragona para llevarlo a Tarragona (o a Reus, o a Salou o a cualquier otra población), sino que están obligados a volverse con el taxi vacío al término municipal tarraconense, para poder recoger allí a un nuevo usuario. Y a los taxistas de los municipios vecinos les pasa sustancialmente lo mismo. Una vez han llegado a Tarragona, no pueden recoger allí a otros pasajeros, sino que deben volverse con el taxi vacío a su municipio de origen para poder prestar un nuevo servicio.

Es cierto que el artículo 23 del mismo texto legal prevé que:

 «El departamento competente en materia de transportes puede establecer áreas territoriales de prestación conjunta u otras fórmulas de coordinación intermunicipal en las zonas donde hay interacción o influencia recíproca entre servicios de transporte de distintos municipios, de manera que la ordenación adecuada de los servicios trascienda a los intereses de cada uno de los municipios comprendidos en el área, de conformidad con las condiciones que se determinen por reglamento».

Pero, salvo error nuestro, la Administración catalana no ha hecho uso de esta posibilidad al objeto de eliminar aquí las barreras territoriales que impiden la libre prestación de los servicios de taxi.

Salta a la vista que esta regulación genera unas enormes ineficiencias. Los costes variables en los que hay que incurrir para circular entre las dos estaciones prácticamente se duplican. Repárese en el combustible necesario, el desgaste de los vehículos, la polución ambiental que éstos engendran, el tiempo que los conductores pasan al volante, la congestión del tráfico, etc. De otro lado, al impedir la libre prestación de servicios, se desestimula la competencia y, eventualmente, se propicia que aumenten los tiempos de espera de los usuarios en los lugares donde hay una menor oferta de taxis. Esta limitación resulta singularmente perniciosa en aquellas zonas geográficas donde son muy frecuentes los viajes interurbanos, como es precisamente el caso de la que aquí estamos considerando.

No sorprende en absoluto, por ello, que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia haya denunciado la absurda «compartimentación» del mercado del taxi que resulta de esta regla, vigente no sólo en Cataluña, sino también en otras Comunidades Autónomas (véanse los resultados preliminares de su Estudio sobre los nuevos modelos de prestación de servicios y la economía colaborativa, pp. 141 y ss.).

Y no le falta razón. Resulta sumamente difícil encontrar alguna razón que justifique dicha regla. Uno podría pensar que con ella se facilita el ejercicio por parte de las Administraciones competentes de sus funciones de vigilancia del mercado y, a la postre, se asegura el cumplimiento de las normas jurídicas que lo regulan. Sin embargo, las eventuales dificultades que a estos efectos pueden surgir si un turismo desarrolla su actividad en más un término municipal o incluso en más de una Comunidad Autónoma pueden resolverse cabalmente mediante mecanismos de cooperación entre las autoridades implicadas y, en cualquier caso, no tienen, a nuestro juicio, la entidad suficiente para compensar las referidas ineficiencias.

La clave se encuentra, seguramente, en que la referida fragmentación es necesaria para asegurar la efectividad de una de las reglas esenciales de la ordenación jurídica del taxi en España: la restricción cuantitativa de la oferta de esta modalidad de transporte. La limitación del número de taxis que puede operar en cada término municipal, así como la competencia que se otorga al correspondiente Ayuntamiento para fijar dicho número, podrían verse burladas si no existieran barreras territoriales para la prestación de estos servicios, máxime cuando las autoridades de los municipios vecinos pueden ser demasiado «generosas» al fijar sus propias restricciones. El problema, sin embargo, es que tampoco parece que exista justificación alguna para semejante numerus clausus (en este post no vamos analizar esta cuestión con detalle, pero puede verse al respecto lo que señalamos aquí).

Lo cual no quita que haya una explicación, claro. Nos aventuramos a sostener que la persistencia de la regla obedece a los mismos factores por los que todavía perduran las referidas restricciones cuantitativas. Los operadores del sector han conseguido capturar a las autoridades competentes, al objeto de que éstas mantengan una regulación que favorece claramente sus intereses, en detrimento de los de los consumidores. Han logrado que la oferta de taxis y las tarifas que han de pagar los usuarios se acerquen mucho más a los que fijaría un monopolista que a los que existirían en un mercado competitivo. De resultas de todo ello, la mayor parte de los sobrecostes derivados de la mentada compartimentación se repercute en las tarifas que pagan los usuarios en general y, por lo tanto, es soportada por el conjunto de ellos.

En efecto, si los sobrecostes no se reflejaran en las tarifas y, como consecuencia, la prestación del servicio no fuera rentable para los taxistas, éste no se estaría prestando. La hipótesis de la repercusión resulta verosímil también en atención a los abundantes argumentos teóricos y evidencias empíricas que sugieren que las autoridades encargadas de fijar dichas tarifas y el número máximo de taxis han sido en buena medida capturadas por los empresarios del sector, en perjuicio de los usuarios. Nótese que los taxistas forman un grupo provisto de mayor capacidad y más fuertes incentivos que sus antagonistas para presionar a dichas autoridades a fin de que éstas establezcan una regulación favorable a sus intereses. Repárese, asimismo, en que el número de licencias se ha mantenido constante en España durante las últimas décadas, a pesar de que nuestra población se ha incrementado considerablemente, mientras que las tarifas han ido aumentando en más de un punto porcentual anual por encima del índice general de precios al consumo (véase el citado Estudio de la CNMC, pp. 109 y ss.). Otro indicio de la captura es el hecho de que, en España, al igual que en otros muchos países, el precio que en el mercado secundario se paga por licencias de taxi, fruto de la capitalización de las rentas monopolísticas generadas por la limitación de acceso al mercado­, es relativamente alto. Este precio, como es obvio, termina trasladándose a las tarifas pagadas por los usuarios, que han de ser lo suficientemente elevadas como para que los adquirentes de las licencias puedan amortizarlo.

Y cabe razonablemente pensar que los taxistas tampoco tienen los incentivos económicos suficientes para influir sobre las autoridades locales y autonómicas competentes a fin de que éstas eliminen las referidas barreras territoriales, mediante el establecimiento de áreas de prestación conjunta. De un lado, porque los beneficios que para estos transportistas se derivan de la creación de tales áreas no son muy elevados, habida cuenta de que los sobrecostes resultantes de la regulación actual acaban siendo trasladados a las tarifas pagadas por los pasajeros. De otro lado, las autoridades competentes no están seguramente dispuestas a imponer de manera coactiva dichas áreas, si los taxistas de alguno de los municipios afectados se oponen a ello, lo cual es probable que suceda. Téngase en cuenta que la fragmentación territorial del sector favorece especialmente a quienes prestan sus servicios allí donde la oferta de taxis es más escasa. Y bien puede ocurrir que los réditos que para ellos se desprenden de esta mayor escasez excedan de los sobrecostes que les supone la fragmentación, por lo que tenderán a resistirse a su eliminación.

En fin, lamentablemente, no da la impresión de que las cosas vayan a cambiar por causas endógenas. Ninguno de los actores que en este sector ha venido jugando un papel relevante parece estar por la labor. Seguramente hará falta que algún factor externo rompa el persistente e indeseable equilibrio en el que actualmente nos encontramos.


 

Foto: Lluis Millán, Diari de Tarragona