Por María Luisa Muñoz Paredes

Aunque el fenómeno de la economía colaborativa haya crecido sobre todo en los sectores del alquiler y de los transportes, sobre los que se ha escrito y hablado en los últimos años hasta la extenuación, también existe -aunque haya pasado en gran medida inadvertido, también para la CNMC- en el ámbito del seguro, en el que se desarrolla en dos fundamentales vertientes.

Por un lado, a modo de Uber o Airbnb del seguro, han surgido en el mercado estadounidense y en el de distintos países europeos, en un período que no va más allá de una década, plataformas de seguros peer to peer (P2P) que ofrecen servicios complementarios a las aseguradoras e incluso sustitutivos de éstas y que no responden a los esquemas tradicionales, lo que plantea de inmediato en qué medida pueden ajustarse a la regulación del sector. También surge la cuestión, que se formuló ya en nuestro mercado en el ámbito del taxi, de si su actuación supone un acto de competencia desleal frente a las compañías tradicionales, por actuar sin el sometimiento a las normas de control del mercado asegurador que sujeta a estas últimas.

Por otro lado, el desarrollo de negocios a través de plataformas de economía colaborativa, sean del género de actividad que sean, desde alquiler de viviendas al de envíos a través de coches particulares como medio de transporte de cosas alternativo a los servicios de mensajería, da lugar al nacimiento de nuevos riesgos y con ello a la necesidad de su cobertura, a la que podrán acudir las aseguradoras tradicionales, sin duda, pero en una vuelta más de tuerca, también podrá haber seguros P2P de otras plataformas de economía colaborativa.

Ahora me voy a referir al primer fenómeno, que es creciente, aunque en España todavía la presencia en el mercado de las plataformas de seguros P2P sea incipiente, pues es previsible que la marea de la expansión de esta nueva economía en otros sectores acabe arrastrando (no sé con qué fuerza) al seguro, como ha ocurrido ya de una forma clara en otros países (USA, Japón, Alemania, UK, Francia, etc.).

Es más, sería lógico que así fuera por la propia naturaleza de las cosas. El discurso de la economía colaborativa encaja en el seguro como en ningún otro ámbito y el hecho de que unos particulares asuman el rol de cumplir una función similar o auxiliar a la de las aseguradoras no deja de ser un regreso a sus orígenes, aunque con nuevos tintes, resultantes del paso por el tamiz del recurso a las nuevas tecnologías.

El principal problema jurídico que plantean todas las experiencias de economía colaborativa –incluidas las relacionadas con el seguro- es que chocan con la legislación administrativa (en este caso, del seguro), que exige la obtención de una autorización que en la práctica sólo pueden obtener las empresas tradicionales, dotadas de recursos financieros, de una estructura de personal, etc. El ahorro de costes propio de la economía colaborativa (empresas sin sede, sin personal, sin recursos financieros propios) impide cumplir los requisitos exigidos para obtener la autorización administrativa.

A partir de aquí se cruzan acusaciones de competencia desleal. Las empresas tradicionales acusan a las de economía colaborativa de competir en condiciones de ventaja por no cumplir las exigencias legales que ellas tienen que cumplir y que tienen un elevado coste, y las empresas de economía colaborativa acusan a las tradicionales de utilizar esos requisitos “regulatorios” para anularlas e impedir que puedan competir con ellas.

Parece que la respuesta que poco a poco se impone se encuentra lejos de ese maximalismo.

Para empezar, aunque es cierto que hay plataformas de seguros que ofrecen seguros sustitutivos de los tradicionales (Guevara o Hey Guevara en Reino Unido, nació con tal pretensión, aunque ha cerrado muy recientemente por no encontrar financiación), lo cierto es que buena parte de las empresas de economía colaborativa no son prestadores de servicios (de seguros, bancarios, turísticos), sino meros intermediarios, de modo que no están sujetos a los requisitos legales que se exigen a las empresas de seguros, a los hoteles, a los bancos, etc. (v., por ejemplo, la estadounidense Teambrella). Esta idea llevó el 29 de noviembre de 2016 a un Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Barcelona (el Nº 11) a anular una sanción impuesta a Airbnb por la Administración autonómica catalana. El Juzgado entiende que esta empresa no es un operador turístico, sino un simple intermediario, de modo que no se le puede sancionar por no disponer de la autorización administrativa exigida, por ejemplo, a los hoteles.

Otras ejercen funciones auxiliares o complementarias y presuponen la contratación de un seguro ordinario, caso de las que cubren franquicias de seguros de auto, hogar o moto, por lo que no se sitúan en relación de concurrencia con las aseguradoras tradicionales (así, la francesa Inspeer). También es auxiliar la función que cumple la pionera Friendsurance, que opera en Alemania y desde hace apenas dos meses también en Australia (aquí, por ahora, sólo para seguro de bicicletas). Su sistema básico consiste en la formación de pequeños grupos de personas (que comparten el mismo tipo de seguro) que asumen de forma mutual la cobertura de pequeños siniestros, entrando la aseguradora tradicional al quite cuando éstos superan una cierta cuantía. No es de extrañar que en el mercado alemán colaboren con esta plataforma casi noventa aseguradoras.

También hay compañías tradicionales que han reaccionado asumiendo ellas un rol participativo. De hecho, en nuestro mercado, el caso más genuino de plataforma P2P, Sharenjoy, que ofrece microseguros para cubrir el riesgo de no poder disfrutar de un evento de ocio, opera como agente exclusivo de Caser.

La segunda idea que es necesario destacar es que, incluso cuando las empresas de economía colaborativa sí realizan la misma actividad que los operadores tradicionales (es decir, que no se limitan a ser intermediarios), se va reconociendo, cada vez con más frecuencia, que no tienen las mismas características que los operadores tradicionales, de modo que no se les puede exigir la misma autorización. Los jueces saben que si se exigiera esa autorización, se condenaría a muerte a esas empresas, de modo que, analizando sus actividades, las sentencias encuentran razones para no someterlas a los mismos requisitos “regulatorios” (administrativos) que a los operadores tradicionales.

Es lo que ha sucedido en la célebre sentencia de octubre de 2016 sobre la ordenanza de taxis de Chicago, elaborada como juez federal por el profesor Posner. La sentencia confirma la validez de la ordenanza municipal de Chicago, que dota de una regulación diferente, más flexible y distinta de la propia de los taxis, a los vehículos de Uber. Frente a la acusación de discriminación, formulada por los taxistas, la sentencia dice que los dos fenómenos son diferentes y deben recibir una regulación diferente.

Algo parecido acabará sucediendo en el mercado asegurador. Entretanto, quien quiera realizar de forma directa la actividad aseguradora tendrá que obtener la correspondiente autorización administrativa, regulada por la Ley 20/2015, de 14 de julio, de ordenación, supervisión y solvencia de las entidades aseguradoras y reaseguradoras, que exige requisitos financieros y organizativos rigurosos.

Además, existe un segundo control, en la medida en que muchas actividades (conducir, cazar, ser abogado o arquitecto) exigen la contratación de un seguro obligatorio de responsabilidad civil y sólo es válido como seguro obligatorio el que se contrate con una compañía autorizada.

Sin embargo, la mayor parte de las experiencias actuales de economía colaborativa se canalizan como actividades complementarias del seguro tradicional, que no compiten con él, que no pretenden cubrir la exigencia legal de seguro obligatorio y que por ello no exigen la autorización administrativa.