Por Juan Damián Moreno

A algunos nos pasa con la jurisdicción voluntaria algo parecido a lo que les sucedía a los personajes que describe Orson Welles en Ciudadano Kane, y es que desde aquél pasaje de Marciano en el Digesto, al contraponer la jurisdicción contenciosa a la voluntaria, no sabemos a qué se estaba refiriendo realmente. En este sentido cabría preguntarse si de verdad existe la jurisdicción voluntaria. A tenor del nombre que el legislador asigna a la ley que acaba de publicar en el BOE (Ley 15/2015, de 2 de julio, de la jurisdicción voluntaria), por supuesto que sí, aunque luego no sea tan fácil saber qué hay detrás de ella y si están en ella todos los actos de jurisdicción voluntaria que la doctrina le atribuye semejante naturaleza. En todo caso, hay que darle la bienvenida porque era la pieza que faltaba para completar la reforma de la legislación procesal emprendida hace quince años ¡Ya era hora!

Los particulares, para poder hacer uso de sus derechos, precisan muchas veces del auxilio y la colaboración del Estado para crear o desarrollar las condiciones para poder ejercerlos o hacerlos valer sin necesidad de interponer una demanda judicial contra otra persona, esto es, sin deducir judicialmente una pretensión frente a otra, lo que lógicamente daría lugar al correspondiente proceso que tendría que resolverse a través de una sentencia. Cuando la realización de estos actos se encomienda a los jueces, esta función ha recibido tradicionalmente el nombre de jurisdicción voluntaria.

El legislador afirma que su ley únicamente tiene por objeto la regulación de los expedientes de jurisdicción voluntaria que se tramitan ante los órganos jurisdiccionales, admitiendo por tanto que puede haber otros actos de jurisdicción voluntaria que se tramitan ante otras corporaciones o instituciones, aunque en mi opinión es un contrasentido hablar de actos de jurisdicción voluntaria administrativa, notarial o registral. Pero bueno, esto forma parte del enigma.

Según la ley se consideran expedientes de jurisdicción voluntaria a estos efectos todos aquellos que requieran la intervención de un órgano jurisdiccional para la tutela de derechos e intereses en materia de derecho civil y mercantil, sin que exista controversia que deba sustanciarse en un proceso contencioso. Todo ello evidencia que no disponemos de más criterio con que distinguir un acto de jurisdicción voluntaria de otro que no lo es, que el que nos proporciona la ley.

Pero la tutela a que se refiere la ley no es tal; es un puro espejismo. En sí, la jurisdicción voluntaria no tiene (ni puede tener) por objeto la tutela de los derechos subjetivos sino la realización de actos jurídicos que permitan o faciliten su ejercicio. Sólo en esta medida podría hablarse de tutela. En los actos o expedientes de jurisdicción voluntaria la función de los jueces no tiene contenido jurisdiccional, es decir, su finalidad no es declarar el derecho entre dos partes de forma irrevocable y definitiva sino verificar o crear las condiciones jurídicas para que los sujetos que los promueven puedan modificar sus relaciones jurídicas, constituir estados jurídicos nuevos o garantizar otros de cara al futuro. Por ello, la doctrina mayoritaria ha querido ver en la jurisdicción voluntaria un tertium genus, equidistante y autónomo, respecto la actividad jurisdiccional propiamente dicha; de ahí que se haya dicho que forma parte de la actividad administrativa pública pero circunscrita al derecho privado.

La razón fundamental por la que estos actos se han encomendado tradicionalmente a los jueces se ha debido a las especiales condiciones de idoneidad y preparación para llevarlos a cabo. Pero eso no significa que ésta función no pueda ser llevada a cabo por otro tipo de funcionarios (notarios, registradores, etc.). La contenciosidad, como elemento caracterizador de la jurisdicción, no radica en el hecho de que pueda existir un conflicto de intereses o una diferencia de pareceres, sino en la existencia de un verdadero litigio entre partes susceptible de ser objeto de una decisión por parte de un juez que venga obligado a resolverla como consecuencia del ejercicio de una acción.

Y eso es precisamente lo que viene a regular la Ley de la Jurisdicción Voluntaria, que en esta materia sustituye a la normativa que permanecía vigente en la vieja Ley de Enjuiciamiento Civil. La doctrina mayoritaria ha entendido que la Constitución ha dejado la puerta abierta a que los jueces puedan llevar a cabo este tipo de actuaciones. La Ley de la Jurisdicción Voluntaria regula algunos, los que encomienda a juzgados y tribunales, y deja otros fuera.

Cuando la ley opta por atribuir la realización de un acto de esta naturaleza a un juez en lugar de a otro funcionario no lo hace para que ejercite potestad jurisdiccional alguna, sino porque entiende que está en mejores condiciones de llevarlo a cabo que el resto de los funcionarios. No hay una exigencia constitucionalmente declarada de que determinados actos calificados como de jurisdicción voluntaria deban ser encomendados al poder judicial. Son razones de conveniencia o de oportunidad las que han llevado al legislador a atribuir la realización de estos actos a otros funcionarios.

Más aún, debido a esa tan acusada tendencia en favor de la desjudicialización, lo que se busca es que muchos de los actos que estaban anteriormente atribuidos a los tribunales de justicia se confíen ahora a otros funcionarios y descargar a los jueces de la excesiva carga de trabajo que acumulan. En esto el Gobierno ha actuado como un experimentado centrocampista, repartiendo juego entre la mayor parte de los profesionales del derecho, especialmente a los Secretarios Judiciales (que en breve pasarán a llamarse Letrados de la Administración de Justicia), Notarios y Registradores de la Propiedad.

Lo que caracteriza a esta nueva normativa es que está presidida por el principio de alternatividad, por la que tanto ha apostado nuestro querido compañero Antonio Fernández de Buján. Esto permitirá que en determinados supuestos los particulares tengan la facultad de elegir entre acudir a los Secretarios Judiciales en lugar de hacerlo ante un Notario o un Registrador para tramitar la actuación en la que estén interesados.

El legislador ha actualizado también la normativa contenida en la gran mayoría de actos que ya se encontraban regulados en el Código civil, en el Código de Comercio, en la Ley de Registro Civil, en la Ley de Notariado, en la Ley Hipotecaria, en la Ley del Contrato de Seguro, en la Ley de Sociedades de Capital, en la Ley de protección patrimonial de las personas con discapacidad y en muchas otras leyes mercantiles de carácter sectorial; en este aspecto bien puede decirse que es una ley ómnibus y que afectará mucho más al Derecho Civil y al Derecho Mercantil que al Derecho Procesal.

Una de las características de esta nueva ley es que incorpora una serie de reglas de procedimiento que son prácticamente una réplica o un sucedáneo de un procedimiento jurisdiccional y, desde este punto de vista, mucho más reforzado que el anterior en cuanto a las garantías de los intervinientes. En este sentido, la ley llega a difuminar tanto los contornos que sirven para trazar la línea que separa a la jurisdicción voluntaria de la contenciosa que parece un proceso jurisdiccional más. Confiemos en que esto no sirva de pretexto para convertir a la jurisdicción voluntaria en alternativa a la jurisdicción simplemente porque el procedimiento de jurisdicción voluntaria pueda ser más sencillo, rápido y barato que el proceso civil. De momento que sepamos, el sistema público no dispone de otra manera de hacer valer jurisdiccionalmente los derechos frente a otras personas más que a través del proceso.

Esperemos que sea quien sea quien lleve a cabo esta función lo haga ejerciendo una función pública de manera objetiva y desinteresada y siendo consciente que su función es prestar un servicio al ciudadano; no en juzgar. El proceso, y su inseparable compañera de viaje, la cosa juzgada, siguen siendo el único medio de obtener certeza en las relaciones entre particulares cuando de lo que se trata es de pretender la tutela ante los tribunales frente a quien amenaza el ejercicio pacífico de los derechos de los demás.