Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Tim Harford cuenta, en esta columna, uno de los “más extraños escándalos financieros de los últimos años”: la venta de un seguro que paga un crédito a cargo de un consumidor cuando éste no puede hacer frente al mismo por enfermedad o desempleo (payment protection insurance PPI). En España, también han dado lugar a una copiosa jurisprudencia los contratos de seguro de vida vinculados a contratos de préstamo, al pretender las entidades financieras – aseguradoras y prestamistas – tirar de las garantías personales (el préstamo tenía fiadores) antes que reclamar(se) a las aseguradoras el pago de la indemnización cuando el asegurado-prestatario fallecía o devenía incapaz de devolver el préstamo.

Hay muchas variedades comerciales en las que se vincula un seguro a un contrato de intercambio de bienes o servicios. En el ejemplo anterior, a un préstamo se vincula un contrato de seguro de vida o de crédito. En el ámbito del crédito al consumo, lo normal es vincular el préstamo al contrato de compraventa del bien de consumo (el automóvil, el electrodoméstico, el viaje). En tal caso, la legislación protege al consumidor garantizándole que podrá oponer al financiador las excepciones que pudiera oponer al vendedor (Ley de Crédito al Consumo).

El préstamo “a riesgo” es uno de los contratos más antiguos que hay. Era la forma habitual de financiar las operaciones comerciales en el comercio marítimo desde la Edad Antigua. En la commenda medieval y en la Carrera de Indias (préstamo a la mar gruesa) de forma que el prestatario sólo había de devolver el préstamo si el barco llegaba sano y salvo del viaje. Y su eficiencia está fuera de duda: el prestamista podía diversificar el riesgo mejor que el comerciante que trasladaba las mercancías, porque el prestamista facilitaba numerosos préstamos de ese tipo y, por tanto, podía compensar las pérdidas – el barco era asaltado por piratas o su mercancía confiscada – con las ganancias de los viajes que llegaban a buen puerto.

En Gran Bretaña, el escándalo derivó del hecho de que muchos contrataban ese seguro sin saber lo que hacían y, sobre todo, sin tener ninguna posibilidad de cobrar la indemnización, porque no se cubrían riesgos realmente existentes. Los bancos británicos se vieron obligados a devolver miles de millones de libras a sus clientes.

Pero la cosa es peor. Estos contratos distorsionan el mercado de préstamosLos márgenes en tales contratos de seguro eran tan elevados que los bancos prestaban a pérdida el dinero (o sea a tipos de interés por debajo de su coste de refinanciación) siempre que los clientes contrataran el seguro de devolución del crédito. Recuérdese la utilización del préstamo hipotecario por los bancos españoles para vender otros productos al cliente. Los tipos hipotecarios en España eran los más bajos de Europa pero los bancos tenían que recuperar lo que perdían con esos tipos de interés tan bajos cargando comisiones en otros productos que no atraían la misma atención por parte de los clientes.

Harford pone el acento en el hecho de que, incluso cuando no eran una simple estafa,

 

contratar este tipo de seguros es una decisión irracional para los consumidores.

 

Veámoslo más despacio. La idea – de Rubin – es que la eficiencia del seguro se encuentra en que pagamos una pequeña cantidad de dinero cuando las cosas nos van bien – y, por tanto, el dinero tiene “poco valor” – para que nos paguen una cantidad grande cuando surge la necesidad de reponer un bien o de hacer frente a unos pagos y, por tanto, cuando el dinero tiene – para nosotros – “mucho valor”. En este diferente valor subjetivo del dinero intertemporalmente es donde reside la eficiencia del seguro. Por tanto, incluso un sujeto neutral al riesgo contrataría un seguro de incendio para su casa y la contratación de seguros es eficiente tanto para los pobres como para los ricos. Los pobres no se aseguran porque, siendo pobres, el dinero “presente” tiene siempre un valor muy elevado (si no tienes dinero hoy, te mueres de hambre) lo que, unido a una tasa de descuento elevada, les lleva a minusvalorar el riesgo.

Pero los seguros que sustituyen a las garantías de los productos no son un buen negocio. Harford pone el ejemplo del seguro que nos cubre el riesgo de que perdamos o nos roben el teléfono móvil o el que nos cubre el riesgo de no poder volar un día determinado y, por tanto, queramos devolver el billete de avión, o los seguros que nos ofrecen cuando alquilamos un coche. ¿Por qué no es eficiente/racional contratar seguros en tales casos? Porque es preferible «autoasegurarnos». Es decir, carece de sentido asegurar los pequeños siniestros ya que podemos imaginar que, si se pierde el móvil o las gafas, tendremos dinero para reponerlos sin que la reposición provoque un descenso significativo de nuestro nivel de consumo.

Es más, como sucede a menudo con el seguro del hogar o con los seguros de asistencia en viaje, las reclamaciones de las indemnizaciones correspondientes – estamos seguros – son muy inferiores a las que podrían hacerse, por lo que esos seguros son, a menudo, puras y simples transferencias de fondos a favor de las aseguradoras. Añádase que es mucho más costoso en términos de costes de transacción reclamar a la aseguradora que comprar un móvil o unas gafas nuevas, y se entiende perfectamente el argumento.

Dice Harford que, no obstante, contratamos este tipo de seguro porque somos irracionales, porque “aislamos los riesgos concretos” y nos “obsesionamos” con ellos:

“tendemos a ver los riesgos aisladamente. En lugar de decirnos a nosotros mismos  <<perder el teléfono móvil reduciría mi patrimonio de toda mi vida en un 0,005 por ciento>>, pensamos lo desagradable que sería tener que volver a pagar por el teléfono móvil el precio que pagamos ya”.

Debo decir que Harford tiene razón en lo que se refiere al malestar que nos causa pensar en tener que pagar dos veces por un mismo objeto. Hace poco compré dos sofás de “alta gama” (coste 6000 euros) y la vendedora me ofreció un seguro por si la piel– de los sofás se estropeaba (por ejemplo, porque se manchara de grasa o se rajara el cuero) que suponía pagar, por una cobertura de cinco años, ciento cincuenta euros más. Me resistí – es fácil cuando ya has pagado un precio muy elevado por un bien – y no lo contraté. Seguramente no era “value for money”. Veremos ahora por qué.

 

No es que seamos irracionales, que lo somos.

 

Cabría esperar que la competencia entre oferentes eliminara los problemas de irracionalidad y los vendedores que ofrecen estos seguros acabaran desapareciendo del mercado sustituidos por aquellos que incluyen el seguro en la garantía del producto, esto es, como una prestación añadida al contrato de compraventa que permita diferenciarse a los vendedores “de alta calidad” de los de “baja calidad”. De esta forma, el precio de los sofás o de los móviles (sobre los que la competencia ejerce su sanísima presión en beneficio de los que ofrecen el producto al precio más bajo) incluiría el valor de la sustitución del producto en caso de pérdida o de que un accidente lo estropeara.

Pero los seguros tienen un elevado coste de información en su contratación. Son contratos muy ineficientes porque, por el lado del asegurador, éste ha de temer tanto la selección adversa o autoselección (oportunismo del asegurado antes de contratar y al tomar la decisión de contratar el seguro) como el riesgo o azar moral (oportunismo del asegurado tras la contratación) y, para protegerse frente a ambos riesgos – al margen de la protección que brinda la Ley v., por ej., art. 10 LCS – elevará las primas respecto de las que serían suficientes para cubrir los riesgos.

El seguro tiene otro problema de contratación que está en la base de por qué los sistemas de asistencia sanitaria totalmente privados producen resultados insatisfactorios: los aseguradores pueden delimitar el riesgo cubierto y hacerlo de forma no transparente, de manera que la competencia no garantiza que los consumidores elijan racionalmente a los aseguradores que ofrecen “lo que quieren” los asegurados al menor precio posible. Si la comparación entre dos préstamos es relativamente sencilla una vez que todos los prestamistas han de publicitar como TAE el tipo de interés o la comparación entre dos automóviles es sencilla una vez que la marca y la reputación asociada a ella “asegura” la calidad, la comparación entre dos seguros es muy costosa. Imagínese un seguro de asistencia sanitaria que cubra determinadas pruebas diagnósticas pero no otras; que tenga franquicia para determinadas prestaciones pero no para otras; que limite el recurso a especialistas de la elección del asegurado pero no de los médicos de medicina general; que cubra determinadas pruebas durante el embarazo pero no otras; que permita elegir hospital o una segunda opinión… Las empresas aseguradoras pueden modificar “el producto” vendido mediante un simple cambio en las cláusulas contractuales que delimitan el riesgo cubierto. Y las “cualidades” del producto son infinitas de manera que productos aparentemente homogéneos no lo son en absoluto. El precio pierde valor como fuente de información para que los consumidores adopten decisiones racionales. O, en términos de algunos economistas, no hay garantía de la justicia actuarial del seguro.

Harford trata de explicar el comportamiento irracional de los consumidores en la contratación de seguros con el argumento del “bombeo de dinero” (money pumping), un conocido argumento que puede formularse diciendo que los empresarios pueden desplumar a los consumidores aprovechando

 

la falta de transitividad en la ordenación de las preferencias de los consumidores

 

Para que los consumidores puedan adoptar decisiones racionales, sus preferencias han de ser transitivas. Por ejemplo,

“una persona que prefiere un pastel a un donut, y un donut a una chocolatina, ha de preferir un pastel a una chocolatina”.

Pero, en función de las circunstancias, las preferencias no son estables y tampoco lo son la ordenación de esas preferencias, de manera que este sujeto puede preferir, en un determinado momento, una chocolatina a un donut o una chocolatina a un pastel aunque le ofrezcan ambos por el mismo precio.

¿Cómo se puede explotar a los consumidores aprovechando la falta de transitividad de las preferencias? Imagínese que, en el ejemplo de Harford, llega un empresario al que llamaremos «Avispado» y le dice a nuestro consumidor que le ofrece un donut a cambio de su chocolatina si el consumidor le da, además de la chocolatina, 1 céntimo de euro. El consumidor acepta, claro porque, para él, el donut vale más que una chocolatina más un céntimo de euro. A continuación, le ofrece un pastel a cambio del donut en los mismos términos. El consumidor acepta y, a continuación, – y suponiendo que ahora el consumidor prefiere una chocolatina a un pastel, le ofrece ésta a cambio de su pastel si el consumidor le paga un céntimo. El resultado es que el consumidor acaba con la chocolatina que tenía al principio y ha pagado, sin embargo, al avispado una cantidad de dinero. Y el ciclo puede repetirse. El consumidor es cada vez más pobre porque “se ha obsesionado” con satisfacer una necesidad – una preferencia – momentánea que es incoherente con las preferencias estables y transitivas de un consumidor racional.

El argumento, para ser convincente, requiere que se den varias circunstancias. Una de ellas es que parte de las preferencias no sean “visibles” cuando el consumidor toma la decisión (que prefiere el pastel a la chocolatina no es visible, pero que prefiere el donut a la chocolatina, sí). Otra es la riqueza del consumidor y su aversión al riesgo como hemos visto y, en fin, la tercera es que el consumidor no recuerde “que ya ha estado en esa situación” y qué decisión adoptó entonces. Este último presupuesto se ve fácilmente si se imagina al consumidor y al avispado realizando las tres transacciones de forma consecutiva e inmediata. No podría, obviamente, engañar al consumidor. Además, como la propia esencia del seguro demuestra, el valor de los bienes para los consumidores – el valor subjetivo – no tiene por qué ser estable. Un abrebotellas vale menos para un consumidor en sus horas de trabajo – donde no tiene botellas de vino que abrir – que en su casa. Y ese abrebotellas vale más cuando el consumidor puede adquirir un gran vino a un precio bajo encontrándose de viaje que cuando está en su barrio. Como dice algún autor si las transacciones que ofrece el Avispado al consumidor son 

“tres eventos separados e independientes que ocurren en momentos temporalmente distantes, ninguno de ellos ha de tener necesariamente influencia en los otros.. en el mundo real, la gente actúa secuencialmente, no simultáneamente… y la gente, simplemente, cambia de opinión”.

Es más, el “avispado” sería un creador de mercado (market maker) de la misma forma que lo es el que proporciona liquidez en un mercado bursátil o que lo es, en el fondo, una compañía de seguros dispuesta “a comprar” los riesgos a los que están sometidos sus clientes cobrándoles un precio diferente según el momento en el que los clientes perciban que el nivel de riesgo ha aumentado o disminuido de forma que les conviene o no asegurarlos.

Por tanto, el problema no es el de la falta de transitividad de las preferencias de los consumidores y el hecho de que éstas no sean estables. El problema es que, 

 

las circunstancias en las que se celebran este tipo de contratos no garantiza, ni de lejos, que los consumidores adopten decisiones racionales,

 

precisamente, porque se elevan los costes de comparar la oferta con otras disponibles en el mercado. Concluye Harford 

“Dada nuestra ansiedad por los riesgos pequeños… una bomba de dinero… tomaría la forma de una póliza de seguro que cubriera un riesgo diminuto. Se vendería conjuntamente con otro producto o servicio y, preferentemente, segundos antes de que el consumidor comprara el producto o servicio (para que el consumidor no pueda incluirlo cuando realiza la comparación con otros productos o servicios – cuando hace el shopping y compara las distintas ofertas existentes en el mercado)”.

En otros términos, el vendedor “crea la ansiedad en el consumidor” (¿y si pierde el teléfono móvil? ¿y si le roban el coche?) y “calma” esa ansiedad en el momento en el que la capacidad mental del consumidor está ocupada con el producto principal – normalmente de mucho mayor valor económico – de manera que no está en condiciones de adoptar una decisión racional ofreciéndole el seguro. Dado que la cuantía de la prima de ese seguro es pequeña en términos absolutos, la aversión al riesgo hará el resto y el consumidor dirá “sí” a la póliza.

¿No es sospechoso que cuando las cajas de ahorro ofrecían estos seguros, las compañías aseguradoras fueran empresas ligadas a la propia caja de ahorros? Un indicio de que estamos ante una explotación por el banco de la asimetría informativa y los defectos de racionalidad de los consumidores es, precisamente, la vinculación entre la aseguradora y el vendedor. Cuando la aseguradora es una empresa del prestamista o del vendedor o hay una vinculación estrecha entre ambas (la aseguradora “diseña” el seguro a petición del vendedor o prestamista), es probable que el seguro sea un producto que “se vende”, no que “se compra”; que las condiciones en las que se emite el consentimiento por parte del consumidor no sean las ideales para adoptar una decisión racional y que esos vendedores poco escrupulosos estén, en realidad, utilizando el seguro como una bomba de sacar dinero de nuestro pozo.

Pero si el problema no es de irracionalidad del consumidor, estamos ante un caso más de los que haremos bien en olvidarnos del behavioural law and economics y aplicar el AED 1.0:

 

Conclusiones

 

  • los seguros son contratos con elevados costes de transacción en su contratación;
  • hay problemas muy graves derivados de la selección adversa y del azar moral;
  • además, la competencia entre aseguradoras no garantiza – por la asimetría informativa que sufre también el tomador del seguro – que los asegurados recibirán la mejor cobertura al mejor precio.

El procedimiento de contratación eleva los costes de información para los consumidores,

  • cuando el seguro se pacta como una condición accesoria de otro contrato y su cuantía es reducida, de modo que
  • el consumidor no tiene incentivos para evaluar la utilidad que extrae del mismo,
  • no puede comparar ofertas al respecto (lo que induce al asegurador a ser «injusto actuarialmente» y, sobre todo,
  • requiere del consumidor una ponderación del riesgo que cubre el seguro, ponderación muy costosa de realizar porque se refiere a la probabilidad de que ocurra un evento futuro respecto de cuya conversión en siniestro (que pierda el móvil, que se manche o se raje el cuero del sofá) el consumidor sólo tiene información muy sesgada y
  • los consumidores son muy “malos” calculando la probabilidad de que ocurran hechos en el futuro como lo demuestran los estudios que indican, por ejemplo, que las personas que más temen un siniestro son, a menudo, las que menos expuestas están al mismo) y el asegurador, sin embargo, dispone de estadísticas fiables 

¿Es raro que se produzcan escándalos como el del payment protection insurance?


 

Foto de Tim Harford: Wikipedia