Por Alfonso García Figueroa

iura non sunt multiplicanda sine necessitate

 

El pasado miércoles el Senado aprobó la proposición de Ley remitida por el Congreso para el reconocimiento de derechos al Mar Menor. Durante el procedimiento parlamentario, que tuvo lugar por iniciativa popular, se formularon diversas objeciones de diversa contundencia (vid. e.g. el veto de Vox desde el grupo mixto) Algunas son muy atendibles. Por ejemplo, el difícil encaje del reconocimiento de derechos de la naturaleza en nuestro Derecho y nuestra tradición jurídico-política, la ausencia de precedentes en nuestra legislación o la posible instrumentalización partidista de la causa, así como la posible sumisión de los seres humanos al “dominio de la ecología” (ibid.). Otros quizá lo sean menos. Por ejemplo, se adujo en algún momento que una entidad como el Mar Menor no puede gozar de derechos, porque no puede asumir obligaciones. Sin embargo, esta objeción no parece decisiva. Se han reconocido derechos a los animales a pesar de no poder asumir obligaciones y cualquier ser humano en estado vegetativo mantendría ciertos derechos a pesar de no poderse obligar a nada. A mayor abundamiento, los derechos pueden ser atribuidos no solo a personas físicas, sino también a personas jurídicas y nadie pone hoy el grito en el cielo por ello. Se trata de un contraargumento (este último) que ya empleaba hace muchos años Christopher Stone en su célebre y seminal defensa de los derechos de la naturaleza a principios de los años setenta.

 

Argumentos pragmáticos

En términos muy generales, la experiencia nos ha enseñado que existen al menos dos líneas de defensa de los derechos de la naturaleza: la pragmática y la ecoteológica. De acuerdo con la primera, la atribución de derechos a la naturaleza se justifica porque permite asegurar mejor la protección del medio ambiente. Es muy habitual entre los defensores de los derechos de la naturaleza que, en sus réplicas a los escépticos, acaben por apelar in ultimum subsidium al argumento puramente pragmático y contrafáctico de que la Naturaleza estaría más desprotegida si tales derechos no fueran paulatinamente reconocidos. El presupuesto de ese argumento consiste, más allá de los incómodos problemas fundacionalistas o fundamentistas, en que el reconocimiento de derechos a la Naturaleza contribuirá en todo caso a su mejor protección, lo cual, como veremos, no es necesariamente así, ni mucho menos.

Y sin embargo, la propia impulsora de la iniciativa popular que ha dado lugar a esta norma, la profesora de filosofía del Derecho en Murcia, Teresa Vicente, insiste en una variación sobre este argumento cuando funda la necesidad de reconocer derechos al Mar Menor en la ineficacia de las normas anteriores que concebían la naturaleza como un objeto y no somo un sujeto de derechos. A mi modo de ver, se trata de un argumento muy endeble. No podemos defender los derechos de un bien por el mero hecho de que el Derecho no haya sido eficaz en su protección o porque su aplicación no haya dado lugar a los frutos deseados. Esa lógica podría llevarnos a reconocer los derechos de las casas que son “okupadas”, porque la actual normativa no ha conseguido detener las llamadas “okupaciones” o declarar que mis datos personales deben ser titulares de derechos, porque no son adecuadamente garantizados cuando navego por internet. Sin embargo, en este plano pragmático, tras la estrategia retórica general de reconocer derechos a la naturaleza con el fin de transmutar este objeto pasivo de protección en sujeto de derechos pareciera latir una virtualidad marginal y una correcta intuición.

Su virtualidad marginal consiste en que la fundamentación pragmática de los derechos de la naturaleza sí ha sido viable en algunos casos. Por ejemplo, en el famoso caso de Te Urewera (Nueva Zelanda), donde el recurso a los derechos de la naturaleza fluidificó la controvertida ‘traducción’ de ciertos conceptos ingleses al maorí en los tratados suscritos entre la Corona británica y los jefes maoríes a propósito de ese espacio (vid. Tănăsescu, M., Understanding the Rights of Nature. A Critical introduction, Transcript, Bielefeld, 2022: 75 ss.). En tales casos, quizá pudiera verse así en los derechos de la naturaleza una virtualidad hermenéutica en contextos interculturales.

En cuanto a la correcta intuición, es obvio que en nuestra cultura de los derechos, el reconocimiento de derechos implica un incremento muy notable de su grado de protección. Sin embargo, como subrayaré algo más adelante, asumido que a la protección de la naturaleza le beneficie transformar su defensa en una cuestión de sujetos y no de objetos; en una cuestión de derechos y no de políticas de protección, cabe sin embargo subjetivizar la protección del medio ambiente de otra manera, sin necesidad de crear nuevas entidades más o menos extravagantes como los derechos del Mar Menor o de tantos otros lagos, lagunas, ríos, acuíferos, desiertos, cordilleras, ecosistemas y aun el entero cosmos o Pacha Mama, como se ha venido haciendo.

Desde mi punto de vista, el mayor riesgo que supone la sustitución de la fundamentación de la protección de la naturaleza de corte antropocéntrico (basada en el interés de los seres humanos) por una fundamentación ecocéntrica (basada en el interés del medio ambiente como sujetos de derechos) es doble. El primero es que el eco-centrismo presupone una cosmovisión eco-teológica, que no cabe imponer a los ciudadanos desde un Estado no confesional. El segundo es que tales iniciativas pueden en última instancia relativizar oblicuamente los derechos fundamentales de los seres humanos. Sería un corolario de una tesis más general, sostenida insistente y persuasivamente entre nosotros por Francisco Laporta en numerosos escritos y, según la cual, la proliferación de derechos redunda en la progresiva devaluación de su significado.

Y pudiera parecer una consecuencia improbable que el reconocimiento de derechos a la naturaleza redundara en perjuicios para los seres humanos; pero no podemos olvidar que algunos ecologistas extremos (calificados oportunamente a veces como “ecofascistas”) se permiten formular abiertamente juicios inhumanos amparados en tal ecocentrismo. Estoy pensando en el caso del ecologista finés, Pentti Linkola, quien, preguntado sobre los atentados del 11-M en Madrid el año 2004, respondió: “Every act, which disrupts the progress of Earth’s life destroying Western culture is positive«.  En otras palabras y pese a las apariencias, la estrategia de promover derechos de la naturaleza no es a coste cero, porque no tiene lugar en la nada, sino en un sistema normativo y porque las consecuencias de una transformación de tal calado incide de forma evidente sobre los derechos de los seres humanos de maneras difíciles de prever. Desde mi punto de vista, tiende a obviar estas consideraciones incluso la tan ponderada y conciliadora posición en nuestro país de Javier Díaz Revorio (“Derechos humanos y derechos de la naturaleza: a la búsqueda de un fundamento común”, en Díaz Revorio, F.J. y González Jiménez, M. (dirs.) 2020, Interculturalidad, derechos de la naturaleza, paz: valores para un nuevo constitucionalismo, Tirant lo Blanch, Valencia, pp. 115-158).

Entiéndaseme. En ningún caso afirmo que no sea necesario reforzar la protección del medio ambiente. Lo que no creo necesario para preservarla convenientemente es recurrir al reconocimiento de derechos de tal entidad tan vagamente delimitada. Entre otras cosas, insisto, existen modos alternativos de proteger la naturaleza de no menor eficacia, sin necesidad de reconocerle derechos de manera extravagante y podemos hacerlo al mismo tiempo que se subjetiviza su protección, es decir, al mismo tiempo que la protección de la naturaleza se beneficia de la especial consideración de la que gozan los derechos en la vigente “cultura de los derechos”. Cabe sostener, en fin, que la protección de la naturaleza es cosa de sujetos y no de objetos, de derechos y no de fríos expedientes administrativos, sin necesidad de multiplicar entidades jurídicas sin necesidad. Es decir, conviene atender a un principio de sobriedad normativa (si puedo llamarlo así) y que quizá pudiera expresarse así, con venerables resonancias: iura non sunt multiplicanda, sine necessitate.

Y después de todo, este camino que refiero de subjetivizar adecuadamente la protección del medio ambiente ya se ha recorrido y trae causa, como subraya Consuelo Alonso  en su obra La protección de la dimensión subjetiva del derecho al medio ambiente (Thomas Reuters/Aranzadi Cizur Menor, 2015, pp. 72 ss.) en las aportaciones de Lorenzo Martín Retortillo, quien ya en los años ochenta propuso vincular la protección del medio ambiente a ciertos derechos fundamentales, formulando una estrategia que a la postre sería seguida por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por tanto, en una cultura de los derechos parece buena idea tratar de reforzar la protección de un bien tan importante para los seres humanos como el medio ambiente convirtiéndola en cuestión de sujetos de derechos, pero la subjetivización de su protección a través de los derechos puede hacerse a través de la protección de los derechos fundamentales de las personas. Por ejemplo, el derecho a la intimidad, al libre desarrollo de la personalidad, a la salud, a la integridad física, etc. requieren en muchas ocasiones que se proteja la naturaleza para garantizarlos. Y la proporcionalidad exige, también para el legislador, que una medida potencialmente restrictiva de ciertos derechos (de los seres humanos) sólo sea adoptada cuando no exista otra alternativa menos onerosa para estos y esta alternativa, como vemos, existe: la “ecologización de los derechos fundamentales” o (desde el otro ángulo posible) la “humanización del derecho al medio ambiente”.  Subjetivicemos, en suma, la protección de la naturaleza, pero hagámoslo bien.

Y es importante porque la experiencia nos demuestra que la atribución de derechos a la naturaleza no solo no ha redundado necesariamente en su mayor protección, sino que ha sido, en algunos casos, contraproducente. Por ejemplo, el reconocimiento de derechos a la Pacha Mama en el art. 71.1 de la Constitución ecuatoriana de 2008 (“La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”) ha servido de hecho para promover el extractivismo por parte de poderosas compañías mineras en perjuicio de los mineros tradicionales e indígenas. Si se quería hacer un guiño al feminismo con la evocación de la Pacha Mama o de Gaia (Gea), en cambio ha servido para interpretar que la femenina Tierra está ahí para nutrirnos y ¿qué mejor que extraer de ella tales nutrientes? Si se quería dignificar  a los “indígenas” (significado vacío donde los haya) y ofrecerles una “inyección de autoestima” (como sugiere Pavani en su Prólogo a Estupiñán et al. 2019, La Naturaleza como sujeto de derechos en el constitucionalismo democrático, Universidad Libre, Bogotá, 2019, p. 25), en cambio han sido precisamente ellos, quienes han quedado argumentativamente preteridos frente a una Constitución como la de Montecristi, que presuntamente habría hecho suyas sus reivindicaciones al tiempo que son, en muchos casos, incapaces de cumplir las exigencias administrativas y de todo tipo para desarrollar una minería más artesanal o natural. Otras experiencias históricas, como la del reconocimiento de derechos al Ganges, han demostrado que iniciativas aparentemente bienintencionadas pueden encubrir intereses espurios. En el caso indio fue la defensa de los intereses de la minoría hindú. En el caso ecuatoriano, se han advertido ciertos vínculos de los defensores de la Pachamama con lobbies transnacionales, que poco tienen que ver con los indígenas que dicen proteger y mucho con las élites intelectuales y económicas de esos países andinos. A veces, en definitiva, el ecologismo puede devenir fácilmente en ecopopulismo.

 

Argumentos eco-teológicos

En cuanto a la fundamentación eco-teológica, quizá pueda considerarse la dominante y queda ilustrada seguramente por la citada Constitución ecuatoriana de 2008. El origen remoto de esta fundamentación se halla en el movimiento de la Earth Jurisprudence o Wild Law impulsado por Thomas Berry, a quien, por cierto, se suele caracterizar no solo como activista del ecologismo, sino también como “poeta” y aun “profeta”.

En este punto, la fundamentación ecoteológica de un derecho de la naturaleza se basa falazmente en una infracción de la llamada Ley de Hume. Como es bien sabido, según la Ley de Hume, de juicios descriptivos (e.g. la naturaleza existe) no pueden derivarse juicios prescriptivos (e.g. la naturaleza debe existir). Y sin embargo, es lo que propone en última instancia Thomas Berry (un derecho a la existencia de la naturaleza, que también inspira, por cierto, la protección del Mar menor). Lo que vienen a sostener estos planteamientos es que la naturaleza tiene el derecho a existir porque existe, lo cual no resulta ser una fundamentación bien formada, salvo si se presuponen premisas adicionales de orden teológico o metafísico. De manera apenas sorprendente, la vinculación de la existencia con los derechos en el pensamiento cristiano me parece bien ilustrada en la Encíclica Laudato Si , donde el Papa Francisco afirma que “(t)odo el universo material es un lenguaje del amor de Dios” (§ 89) y lamenta que, debido a su extinción y “por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia, ni podrán comunicarnos su propio mensaje” (§33), para seguidamente concluir: “No tenemos derecho” (negritas mías). También el pasaje del Génesis (1.31) invocado en el § 65 vincula teológicamente existencia y valores: “Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno”. En suma, la existencia (ser) comporta en sí un valor (deber ser) mediante una cobertura teológica.

En su preámbulo, la proposición de Ley también incurre en la infracción de la Ley de Hume con toda franqueza cuando afirma in fine:

“se debe ampliar la categoría de sujeto de derecho a las entidades naturales, con base en las evidencias aportadas por las ciencias de la vida y del sistema tierra. Estas ciencias permiten fundamentar una concepción del ser humano como parte integral de la naturaleza, y nos obliga a afrontar la degradación ecológica que sufre el planeta tierra y la amenaza que eso conlleva para la supervivencia de la especie humana”.

Esta afirmación deriva un juicio prescriptivo (se debe ampliar la categoría de sujeto de derecho a las entidades naturales”) de juicios descriptivos (“las evidencias aportadas por las ciencias de la vida y del sistema tierra”). Sólo una cobertura eco-teológica y mística puede aquí añadir las premisas normativas que faltan, puesto que la ciencia no puede proporcionar por sí sola razones morales alternativas a la fundamentación antropocéntrica para sostener que la naturaleza deba tener derechos.

Desde este punto de vista, el problema del planteamiento eco-teológico es que desemboca en un eco-iusnaturalismo que nos devuelve a la Edad media y quizá más propiamente a una suerte de iusnaturalismo cosmológico en el que se enaltecen las leyes de la naturaleza, de la fisis, hasta convertirlas en un nuevo derecho natural travestido de ecologismo. El propio proyecto sobre el Mar Menor parece reconocerlo de nuevo en su art. 2.2.a., de berryanas resonancias cuando afirma que el Mar menor tendrá

derecho a existir y a evolucionar naturalmente: el Mar Menor está regido por un orden natural o ley ecológica que hace posible que exista como ecosistema lagunar y como ecosistema terrestre en su cuenca. El derecho a existir significa el respeto a esta Ley ecológica, para asegurar el equilibrio y la capacidad de regulación del ecosistema ante el desequilibrio provocado por las presiones antrópicas procedentes mayoritariamente de la cuenca vertiente”.

Esta ‘ley ecológica’ es elevada en este texto a ‘ley natural’, en el sentido de ius naturae, de ‘ley moral’ de manera no muy distinta a la ley natural (fisis) que Antígona atribuía a los dioses por oposición a la ley positiva de Creonte, el nomos.

Tal ‘Ley ecológica’ resulta vaga bajo esa formulación. ¿Qué significa? Si la ley ecológica es una ley de la naturaleza, cabe distinguir dos conceptos de naturaleza, siguiendo a John Stuart Mill (“La naturaleza”, en id., Tres ensayos sobre la religión, trad. G. López Sastre, Trotta, Madrid). En un primer sentido (llamémosla “naturaleza 1”), se trata de todo lo que sucede o podría suceder. Es el “nombre para el modo, en parte conocido por nosotros y en parte desconocido, según el que todas las cosas ocurren”, decía Mill. En un segundo sentido (llamémosla “naturaleza 2”), es lo que no ha sido creado por el ser humano. Forma parte de la naturaleza 2, por tanto, todo lo no artificial. La naturaleza 2 es así el resultado de restarle al cosmos todo aquello causado por el ser humano.

Volvamos entonces al citado art. 2.2.b. Si la ley ecológica hace referencia a las leyes que rigen la naturaleza 1, entonces carece de sentido regular la naturaleza. Suceda lo que suceda, será producto de la naturaleza (los seres humanos con nuestros defectos también somos un eslabón en la cadena de causalidades del Universo). Si, en cambio, la ley ecológica hace referencia a la naturaleza 2, entonces tal ley nos obligaría a excluir toda intervención de los seres humanos. En tal caso (si se está afirmando que debe dejarse a la naturaleza 2 el destino de la laguna), entonces los seres humanos deberían abstenerse de interferir en su desenvolvimiento (y eso incluye dejar de dictar leyes que lo regulen o preserven). Sin embargo, salvo palmaria contradicción performativa, eso no puede ser lo que pretenda una legislación conservacionista que exige necesariamente la activa participación de los seres humanos a lo largo de todo su articulado. ¿Para qué entonces esta normativa contradictoria que afirma los derechos de la naturaleza 1 para luego privarle de ellos antropocéntricamente? ¿Para qué una normativa que promueve la sacralización de la naturaleza 2 para luego manosearla con normas humanas, demasiado humanas? Da la impresión de que la fundamentación eco-teológica  del eco-centrismo está llamada a incurrir en serias contradicciones y la fundamentación pragmatista no le va a la zaga a la hora de incurrir en incoherencias. Finalmente, la naturaleza como sujeto de derechos es un concepto muy poco natural y sí muy susceptible de ser apropiado por las ideologías y por los gobernantes populistas. No es de extrañar su éxito en la coyuntura actual.


* Este texto avanza algunas de las ideas esenciales de mi ponencia al congreso sobre nuevos derechos humanos que el profesor Pedro Serna dirigirá en La Coruña entre los días 13 y 15 de octubre de 2022.

Foto: Julio de Miguel