Por José María Rodríguez de Santiago

Las sorpresas de la nueva regulación

(la primera y segunda parte)

Entre la acumulación de material normativo conocido que el jurista del Derecho administrativo encuentra en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas (LPAC), sobresalen algunos preceptos que le sorprenden a primera vista; y provocan la reacción de contrastar con curiosidad y sorpresa la nueva redacción con la antigua, si es que la había. Ya se ha aludido en este blog al art. 37.2 LPAC, que literalmente dispone la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos contrarios a reglamentos (¿?). Pero hay más ejemplos.

El deber de colaboración de los ciudadanos

Una de las cuestiones que ha suscitado las críticas más duras hacia la nueva LPAC es la regulación del denominado deber de “colaboración de las personas” (pueden verse, por ejemplo, los comentarios de José María Baño aquí y aquí). La regulación anterior no planteaba especiales problemas en la medida en que todo quedaba remitido a la legislación especial: “los ciudadanos están obligados a facilitar a la Administración informes, inspecciones y otros actos de investigación solo en los casos previstos por la ley” (art. 39.1 Ley 30/1992).

El art. 18.1 LPAC convierte aquella remisión inocua en un deber general supletorio de colaboración de mucho alcance y muy poco definido:

“Las personas colaborarán con la Administración en los términos previstos en la Ley que en cada caso resulte aplicable, y a falta de previsión expresa, facilitarán a la Administración los informes, inspecciones y otros actos de investigación que requieran para el ejercicio de sus competencias, salvo que la revelación de la información solicitada por la Administración atentara contra el honor, la intimidad personal o familiar o supusieran la comunicación de datos confidenciales de terceros (…)”.

En concreto, hay dos problemas muy relevantes que quedan sin regular en el precepto: quiénes son las personas a las que alude la norma y a quién se refiere la información que puede pedir la Administración. ¿Está cualquier ciudadano obligado a dar a la Administración la información que tenga sobre un concreto interesado al que se está investigando? Nótese que el precepto no dice “los interesados colaborarán con la Administración”, sino “las personas”. Por otra parte, ¿la información que pide la Administración ha de referirse a actividades propias de quien es requerido a aportarla, o también incluye las informaciones relativas a terceros?

No se puede ventilar en una línea un juicio sobre la constitucionalidad del precepto. Pero, desde luego, su apariencia no es la propia de la forma de regular las obligaciones de los ciudadanos en el clásico Estado liberal de Derecho: la definición legal concreta y caso por caso de las intervenciones estatales en la libertad del individuo. Y no el establecimiento de deberes legales generales de contornos amplios y difusos.

El contenido del expediente administrativo

Una opinión muy crítica me merece también la definición del expediente administrativo contenida en el art. 70 LPAC; o, mejor dicho, la delimitación de lo que el precepto entiende que no forma parte del expediente administrativo: información auxiliar o de apoyo, ficheros y bases de datos, notas, borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones internas, juicios de valor, etc. (art. 70.4 LPAC).

El alcance de esos términos es tan poco preciso (¡juicios de valor!) y son tantos los conceptos de lo que no forma parte del expediente que el precepto puede convertirse, sin dificultad relevante, en una autorización para expurgar parte de la documentación con la que se ha trabajado para decidir, de forma que no llegue al conocimiento del propio interesado o del órgano judicial ante el que se impugna una resolución administrativa algo que a la Administración le resulta comprometedor por algún motivo.

En general –permítaseme aquí este tono coloquial-, con ciudadanos que no son terroristas ni blanqueadores de dinero, una Administración que quepa calificar como decente no debería nunca poder decir: “tengo una información sobre ti de la que no vas a enterarte”, o “en tu caso se ha emitido un juicio de valor que no te digo”.

El inicio del plazo de prescripción de la acción para reclamar responsabilidad del Estado legislador por incumplimiento del Derecho de la Unión Europea

También provoca una cierta sorpresa y perplejidad la regulación del plazo de prescripción de la acción para reclamar responsabilidad del Estado legislador por incumplimiento del Derecho de la Unión Europea. La nueva regulación de esta acción constituye una de las novedades más relevantes de la LRJSP (art. 32), que, por cierto –en mi opinión-, plantea algunos problemas desde el punto de vista del principio europeo de equivalencia (en comparación con el régimen de la acción para pedir indemnización por daños derivados de la aplicación de una ley declarada inconstitucional). Se hizo referencia a esto en este blog. Pero no quiero centrar ahí la atención, sino solo en el aspecto regulado en el art. 67.1 (tercer párrafo) LPAC, según el cual el plazo general de prescripción de un año de la acción de responsabilidad por daños derivados de la actividad estatal, en este caso, se computa a partir de la publicación en el Diario Oficial de la Unión Europea de la sentencia que declare la contrariedad de la norma española al Derecho de la Unión Europea.

Esta regulación provoca sorpresa porque es doctrina jurisprudencial reiterada del TJUE que la declaración de responsabilidad estatal por infracción del Derecho de la Unión no puede hacerse depender de una previa declaración de la contrariedad a ese Derecho de la ley estatal por parte del mencionado Tribunal [por todas, STJ (Brasserie du Pechêur/Factortame, asuntos acumulados C-46/93 y C 48/93) de 5 de marzo de 1996, ap. 95]. A diferencia de lo que sucede con la declaración de inconstitucionalidad de una ley (monopolizada por el Tribunal Constitucional) y la acción de daños derivada de la aplicación de esa ley, el juez nacional ordinario, cuando ha de pronunciarse sobre una reclamación por daños derivados de la aplicación de una ley supuestamente contraria al Derecho de la Unión, puede –en ejercicio de una facultad que está fortísimamente desconcentrada- analizar y resolver en primer término la cuestión de si, en efecto, dicha ley incumple ese Derecho supranacional. Esto también había sido ya destacado muchas veces por la doctrina.

En definitiva, la LPAC elige como dies a quo del plazo de prescripción de un año el de la producción de un evento (la publicación de una STJUE en el DOUE) que no tiene por qué existir. Es imaginable el caso de que el juez nacional, ante la necesidad de pronunciarse sobre si una ley española vulnera el Derecho de la Unión a los efectos de conceder o no una indemnización reclamada por daños derivados de su aplicación, plantee la cuestión prejudicial (art. 267 TFUE). En ese caso también carece de sentido el dies a quo seleccionado por el legislador, porque –como es obvio- la STJUE se publicará después de que la reclamación se haya formulado, mientras se tramita el proceso ante el órgano judicial nacional que tiene como objeto pronunciarse sobre la existencia o la inexistencia de ese derecho a ser indemnizado.

En estas circunstancias, en ocasiones no quedará más remedio para el intérprete y aplicador de la norma que buscar otro dies a quo. Su identificación dependerá seguramente de los concretos intereses en juego en el caso concreto. Con mucha prudencia se propone aquí reflexionar sobre si pudiera considerarse como fecha a partir de la cual computar el plazo la de la sentencia firme desestimatoria de un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, en el que se hubiera alegado la infracción del Derecho de la Unión (art. 32.5 LRJSP) que pretende hacerse valer también en la acción de responsabilidad. La existencia de esa sentencia desestimatoria sí que es un requisito para que pueda surgir el derecho a la indemnización.

Una conclusión sobre la forma de legislar

Yo no considero que esta Ley sea un buen ejemplo de cómo debe legislarse. Un código de este calado hubiera requerido –como ya se ha dicho- de tiempo, esfuerzo y ambición para identificar problemas necesitados de reforma, debatirlos en profundidad y encontrar fórmulas regulativas adecuadas. Esta Ley es, además de un símbolo de cómo se legisla en España, una manifestación –también se ha hecho referencia a esto- de la irrelevancia de la academia del Derecho administrativo en la elaboración de grandes leyes reguladoras de la actividad de la Administración. Desde luego, esa falta de comunicación entre las instancias administrativas redactoras de los textos destinados a convertirse en leyes y los profesores de Derecho administrativo puede calificarse como una anomalía, con independencia de cuáles sean sus causas.


Imagen: El festín de Baltasar, Rembrandt