Por Pablo de Lora

 

¿Qué se reivindica exactamente este 8 de marzo? La lectura del llamado “argumentario” de la «Comisión 8 de marzo del movimiento feminista de Madrid» (casi 30 páginas dividas en secciones tales como “violencias”, “cuerpos”, “fronteras”, “economía”, “huelga laboral, de consumo, cuidados y estudiantil”) muestra una heterogeneidad desconcertante (o quizá no tanto). Algunas proclamas son de un simplismo lacerante (“para que la seguridad se construya desde la libertad y no desde la guerra y el negocio” o que “el desarrollo tecnológico esté al servicio de las personas”); o de una vaguedad abisal (“porque consideramos que lo colectivo facilita la vida”, o la defensa de lo común “a través del apoyo mutuo”); hay propuestas o reivindicaciones contradictorias entre sí (“despatologizar la condición de las personas trans” pero a la vez demandar que puedan acceder a “tratamiento médico”); otras se formulan para un contexto que no parece el de la España contemporánea (“para que podamos decidir en libertad nuestras carreras profesionales”, “para que se reconozcan y garanticen los derechos sexuales y reproductivos” o que “se prohíba legalmente la utilización de tóxicos nocivos para nuestra salud”) o bien no se compadecen con los hechos (“porque la justicia es patriarcal y pone en duda nuestra palabra”); otras tienen en cambio una encarnadura reivindicativa comparativamente muy menor (“que se facilite el proceso de convalidación de estudios obtenidos en otros países”) y muchas, seguramente la mayoría, no pareciera que sean específicas demandas “feministas” (la permisión de la venta ambulante, la prohibición de los CIES, la denuncia de la “biologización” de la psiquiatría, o la reivindicación de un derecho a la libertad de movimientos transfronterizos) o bien resultan “política y moralmente” contestables y contestadas en el seno del propio movimiento feminista o más allá de él: “construir una banca pública”, “cambiar el relato del 12 de octubre, conocido como día de la hispanidad, como un día de memoria y reconocimiento del genocidio sufrido por la población del continente americano” o “sustituir tampones y compresas por la copa menstrual” como una forma de lucha contra el “consumismo”. Y es que detrás de esta plataforma late, sin apenas disimulo, una apuesta política y moral comprehensiva – esencialmente anticapitalista- contra la que muchas mujeres – y por supuesto hombres- podemos razonablemente disentir sin que ello nos haga rechazar el corazón de la reivindicación feminista. Muchas mujeres – y hombres- son además inconformistas con el credo del feminismo hodierno: recelan de las estadísticas siempre selectivas, y frecuentemente asumidas como “causalidad” de los fenómenos de desigualdad, así como de las apelaciones vaporosas a lo “estructural” (violencia, patriarcado, etc.).

Y es que, como señaló Janet Radcliffe-Richards en un libro desgraciadamente poco leído (The sceptical feminist): “Ninguna feminista cuya preocupación emerja de una preocupación por la justicia en general, puede legítimamente permitirse que su único interés sea el avance de las mujeres”; “… el feminismo – prosigue Radcliffe-Richards- depende de principios morales de los que deriva: no puedes argüir que las mujeres son injustamente tratadas sin disponer de principios que son lógicamente previos a tu reivindicación, y el debate sobre esos principios no es un debate feminista”. El feminismo “interseccional”, el que también atiende a las “otras” discriminaciones, no es más que un burdo “patadón y hacia adelante”, una forma de no querer asumir que “hay vida – justicia social y política- más allá del feminismo”.

El feminismo como teoría o movimiento político sigue instalado en una encrucijada antigua, un momento crítico del que dio buen testimonio una conversación fascinante entre Betty Friedan y Simone de Beauvoir allá por 1976: ¿cuál es su fin, el fin del feminismo, una vez que se borran las discriminaciones legalmente amparadas, se garantizan institucionalmente las oportunidades de desarrollo personal, se liberalizan las costumbres sexuales y se despoja al matrimonio y otras instituciones sociales de sus últimas adherencias patriarcales?

Estas preguntas persisten incómodamente, pero para el feminismo actualmente hegemónico, el más capilar y envalentonado, el que informa el “argumentario” de este 8M, ese que pretende construirse como una alternativa política per se (“la revolución será feminista o no será”, se proclama a los cuatro vientos), sobre ese feminismo, digo, pende la amenaza de la esquizofrenia. Y es que no es posible levantarse “esencialista” por las mañanas, enarbolando la bandera de los cuidados, de la “feminización de la política”, de la “perspectiva” singular de las mujeres, de su experiencia única, “no universalizable” (todo ello es muy poco compatible con aquella sabia proclama igualitaria de Simone de Beauvoir: “la biología no es destino”), y acostarse por las noches asumiendo sin ambages la agenda reivindicativa de las personas trans, quienes quieren vivir con una identidad de género solamente dependiente de su propia voluntad y experiencia.

El próximo 8M, y su antesala, debiera ser una ocasión propicia para reflexionar sobre todo ello aunque me temo que, al igual que ocurrió con la convocatoria del año pasado, este 8M se plantea como un gigantesco “photocall” político en el que ya sabemos de antemano que muchas saldrán guapas, hagan lo que hagan y digan lo que digan, y otras horribles, se pongan como se pongan, sea porque “llegan tarde y mal”, sea porque sencillamente no se ponen, porque no quieren comparecer en lo que perciben como una mascarada tramposa.


Pablo de Lora es autor de “Lo sexual es político (y jurídico)”, Alianza Editorial, Madrid (en prensa).