Por Juan Antonio García Amado

La reciente sentencia 88/2016 de la Audiencia Provincial de Asturias, Sección 4ª, de 26 de septiembre, ha saltado a los medios de comunicación y ha dado que hablar. Dicha sentencia revoca el acogimiento preadoptivo de un menor que nació cuando su madre, de 15 años, estaba tutelada por la Administración por su situación de desamparo.

El caso

Tamara, una adolescente de 14 años, queda embarazada mientras está internada en una residencia para menores. Su madre ha sido privada de la patria potestad sobre Tamara. En 2009 Tamara había sido declarada en situación de desamparo y había quedado bajo tutela del Principado de Asturias.  Con 15 años, Tamara da a luz a Jesús María. La Administración del Principado de Asturias declara en desamparo al recién nacido y asume su tutela y su guarda. El niño permanece en un centro materno infantil y su madre, Tamara, reside en un centro infantil-Juvenil de la Administración. La madre solicita reunirse con su hijo en un solo centro, pero se le deniega. Tamara se atiene un régimen de visita semanal a su hijo y pide que se le aumente. Se desestima su solicitud. La psicóloga de la sección de centros de menores emite informe en el que se indica que Tamara no está en condiciones psicológicas para cuidar debidamente a su hijo. No es consciente de las necesidades del niño y presenta “dificultades emocionales”. Además, no cuenta con real apoyo familiar, pues su propia madre está privada de la patria potestad sobre Tamara.

Cuando el niño tiene año y medio, la Administración comienza los trámites para darlo en acogimiento preadoptivo y las visitas de Tamara son reducidas a una al mes. Tamara continúa mostrando “ausencia de habilidades” para asumir su maternidad. Se decreta el acogimiento preadoptivo de Jesús María. Tamara se había opuesto a tal acogimiento, a través del defensor legal que le ha sido nombrado.

En los meses siguientes los peritos dan cuenta de su evolución positiva y alguno resalta que “no se presenta ninguna deficiencia para el ejercicio de una maternidad responsable”. De cuatro peritos, tres consideran que no hay obstáculo para reintegrar al menor a su núcleo familiar primario. En la exposición de hechos, en la sentencia, se resalta que la Administración en ningún momento manejó más opción que la de separar al niño de su madre, sin que se hubiera intentado, por ejemplo, brindarle auxilio a la madre en el ejercicio de su labor con el niño.

“En esta dinámica –dice la sentencia- se suceden las actuaciones de la recurrente en aras de mantener la relación con su hijo (defensor judicial, recursos y solicitudes…) y las de la Administración que se dirigen a proseguir con la ruptura de la relación madre/hijo en beneficio de la figura de la adopción”.

Es importante resaltar que la patria potestad de Tamara estaba solamente suspendida, pero no había sido oficialmente privada de ella.

El Juzgado de Primera Instancia desestima la oposición de Tamara y dispone que no es preceptivo el asentimiento de la demandante en la adopción del menor, “por hallarse la actora incursa en causa de privación de la patria potestad”. Frente a tal postura, la Audiencia Provincial resaltará que no hay propiamente tal privación, sino suspensión de la patria potestad, y que la mera suspensión no exonera del requisito legal de que la madre dé su asentimiento a la adopción”. En esta sentencia se falla estimando el recurso de apelación formulado por Tamara y se determina que ella no está incursa en ninguna causa de privación de patria potestad, lo que hace necesario su asentimiento para la adopción de su hijo, asentimiento que Tamara había negado. Se deja sin efecto el acogimiento familiar preadoptivo del menor y se ordena su inmediata entrega a la madre.

Razón muy principal de ese fallo, como ya he dicho, es que no existía privación de la patria potestad y era, por tanto, imperativo el asentimiento de la madre para la adopción. Podríamos decir nosotros que si ese era requisito legal y no se cumplió, poco más cabría decir, derecho en mano. Pero en nuestros días la sentencia que no menee unos principios y que no diga que pondera un rato ya no parece una sentencia, sino un ejercicio de infame positivismo y de severa vinculación del juez a la ley. Así que también aquí se da su espacio a tales divertimentos. En verdad no es mi propósito en este comentario entrar en detalles técnicos para los que con seguridad no soy debidamente competente, pero la lectura simple de la sentencia me hace pensar que la adopción no se había constituido válidamente y que de lo que se trata es de si, puesto que se sigue en la etapa de acogimiento familiar, se dan o no las condiciones jurídicamente establecidas para el retorno del niño con su madre biológica.

La AP de Asturias sigue de cerca la doctrina sentada en la sentencia del Tribunal Supremo 565/2009, de 31 de julio, la cual juega con los que llama principios de reinserción del menor en la propia familia y de interés del menor, principios que el art. 172.4 del Código Civil (a partir de la Ley 26/2015, de 28 de julio, artículo 172ter, apartado 4 del Código Civil) eleva a rectores “en materia de protección de menores desamparados”. La sentencia de la Audiencia asturiana usa también, como “canon hermenéutico”, el artículo 2 de la Ley Orgánica 8/2015 de 22 de julio, de Modificación del Sistema de Protección a la Infancia y a la Adolescencia (no aplicable, por su fecha, al caso presente), a tenor del cual

“Se priorizará la permanencia en su familia de origen y se preservará el mantenimiento de sus relaciones familiares, siempre que sea posible y positivo para el menor”.

También se dice ahí que

“Cuando el menor hubiera sido separado de su núcleo familiar, se valorarán las posibilidades y conveniencia de su retorno, teniendo en cuenta la evolución de la familia desde que se adoptó la medida protectora y primando siempre el interés del menor sobre las de la familia”.

Así pues, concluye la sentencia asturiana que en casos como este hay que valorar

“las circunstancias que permitan afirmar la idoneidad de la apelante para asumir el cumplimiento de los deberes inherentes a la patria potestad del menor (…) y ponderar, junto a ello, el supremo interés del menor siendo éste el que se buscaría siempre y por encima de la reinserción familiar”.

Téngase en cuenta que, a partir de ese criterio para el caso extraído de la Ley 26/2015, y pese al lenguaje engañoso que se utiliza, no se está ponderando o valorando qué es lo mejor o más conveniente para el niño, para la satisfacción del interés de una criatura que tiene menos de tres años. Lo que la legislación dice es que las comprobaciones de la evolución positiva de la familia de origen y de que cumple con los mínimos requeridos para hacerse cargo del niño van a fin de cuentas dirigidas a constatar que el retorno del pequeño a esa familia “no supone riesgos relevantes para el menor”.

No se trata, pues, de sopesar, valorar, ponderar o como se quiera decir con un sinónimo o expresión equivalente qué pueda ser lo mejor para el interés del niño, seriamente tomado y ampliamente considerado, sino de apreciar que no se le va a causar un daño al reintroducirlo en la familia originaria. Cuando a un niño se le saca de la familia de acogida, que le ofrece condiciones de todo tipo mejores ahora mismo y a medio y a largo plazo, y se exige nada más que comprobar que no se le daña seriamente con ese cambio, no se le está evitando un perjuicio comparativo ni ponderando con seriedad cuál es su mejor interés, sino que solo se ponen ciertas condiciones para que aquel perjuicio no se torne daño grave para su integridad física o emocional. Va siendo hora de que en derecho nos acostumbremos de nuevo a llamar a las cosas por su nombre, después de esta temporada última de frecuentes escapadas a nebulosos mundos de Jauja; o de Yupi.

La tesis que, a partir de lo ya dicho y un tanto provocativamente, aquí quiero mantener es la de que las decisiones de los tribunales en estos casos, como en la sentencia de referencia, están fuertemente condicionadas por una especia de prejuicio o sesgo favorable a la familia biológica, lo cual lleva a una profunda tergiversación de lo que sea el interés del menor o, al menos, a un oscurecimiento aun mayor de un concepto como ese, ya de por sí evanescente o poroso. Se pretende estar sopesando el interés del menor como criterio fundamentalísimo de la decisión, pero en verdad es el interés de los padres biológicos el que se torna pauta decisiva y solo derrotable cuando resulte patente no que el interés del menor sin duda está de lado de su permanencia en la familia de acogida y mañana adoptiva, sino que el progenitor biológico o los progenitores biológicos están de raíz incapacitados para ejercer su labor paterna o materna.

Cuando esa incapacidad no se aprecia, el interés del menor cede clarísimamente ante el interés de los padres por mantener la patria potestad y la guardia del menor, pero la doctrina jurisprudencial aparenta que eso es lo que en verdad refleja la conveniencia más verdadera y profunda del niño. Tal idea solo se puede aceptar si se da por buena una presunción tácitamente asumida y nunca expresamente cuestionada, la de que para el menor es mejor o de mayor interés crecer con una “mala” familia biológica no radicalmente incapacitada para atenderlo que con una extraordinaria familia que con la que no tiene vínculo genético.

Por supuesto, el problema de fondo está también en definir, más allá de prejuicios o acríticas asunciones, en qué consista el interés de los menores.

Adicionalmente, apunto que esa especie de prejuicio favorable a la base biológica es incoherente con la evolución contemporánea del Derecho de familia y del Derecho de la filiación, cada día más alejados de las concepciones de la familia como familia biológica.

No es cierto que la prioridad para el mantenimiento del niño en la familia de origen se dé a condición de que ello sea compatible con el superior interés del menor. A ese propósito, ya el preámbulo mismo de la mencionada Ley 26/2015 comienza con un rasgo de sinceridad que acto seguido se oscurece (los subrayados son míos):

“Debe destacarse el principio de la prioridad de la familia de origen, tanto a través de la ya mencionada regulación de la situación de riesgo, como cuando se señala, en el nuevo artículo 19 bis que, en los casos de guarda o tutela administrativa del menor, la Entidad Pública deberá elaborar un plan individual de protección en el que se incluirá un programa de reintegración familiar, cuando ésta última sea posible. Este artículo incorpora los criterios que la sentencia 565/2009, de 31 de julio de 2009, del Tribunal Supremo ha establecido para decidir si la reintegración familiar procede en interés superior del menor, entre los que destacan el paso del tiempo o la integración en la familia de acogida”.

Si lo que tiene que prevalecer es el interés superior del menor, hay contradicción clara con el llamado principio de prioridad de la familia de origen,

pues serán múltiples las ocasiones en que tal interés resulte a las claras poco acorde con el retorno a la familia originaria. A no ser, claro, que pensemos que la naturaleza de las cosas o el orden de la Creación hace que nada sea más interesante y positivo para un niño que vivir con sus padres biológicos, aunque salga perdiendo muchísimo en todos los sentidos. No, lo que vemos que se establece, bajo ese paraguas fraudulento de la apelación al superior interés del menor, es una simple exclusión de riesgos graves para el menor en caso de retorno. No es que se mire si retornar le conviene más o no, sino que solo se comprueba si dicho regreso con los padres biológicos no le causa daños graves. Son cosas distintas, y permítaseme ilustrarlo con una comparación.

Si una persona es y previsiblemente va a seguir siendo muy feliz en una gran ciudad en la que ahora vive y lo obligan a volver a su pueblo a estar peor, bajo la única condición de que no le provoque graves trastornos físicos o psíquicos la vida en el pueblo, no se está salvaguardando el “superior interés” de esa persona, sino admitiendo que se le puede perjudicar, sí, siempre que ese cambio que se le impone no le cause determinados daños quizá irreversibles. Que luego nos canten que nada más sano y equilibrado que la dulce vida aldeana nada cambia de la dura verdad de las cosas y del escaso favor que a ese sujeto le han hecho los defensores del bucolismo. Decidir en pro del interés de alguien supone darle prioridad a la opción que más le beneficia, en el más amplio sentido de la expresión, no elegir la que al que decide le parece preferible y con el solo límite de que, aunque sea perjudicial ,no resulte fuertemente dañosa.

En tal sentido, sigue siendo muy poco coherente la dicción, por ejemplo, del art. 19 de la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor, que, tras la modificación introducida por la Ley 26/2015 queda así:

“Serán principios rectores de la actuación de los poderes públicos en relación con los menores:

a) La supremacía del interés del menor.

b) El mantenimiento en su familia de origen, salvo que no sea conveniente para su interés…”.

Al legislador de ahora le gusta estar en la procesión y repicando, o soltar una de cal y otra de arena, y, a la postre, darle satisfacción a todo el mundo mediante la erección de tantos principios como hagan falta, y que luego los jueces se las compongan y ponderen caso a caso. Tomado en serio y sin prejuicios no confesados, la supremacía del interés del menor, si en verdad es interés y es supremacía, no es compatible muchas veces con el mantenimiento en su familia de origen y aunque esta ya no esté ahora incapacitada para las atenciones mínimas o más básicas a la prole.  Y si esa prelación está clara, no se trata de ponderar entre esos dos principios para ver en cada caso cuál pesa más, sino de observar cuál de las opciones en liza es mejor para el niño y de obrar en consecuencia, de manera que el mantenimiento del menor en su familia de origen nada más que habría de decretarse cuando tal sea el interés del menor, no cuando para el menor eso no suponga daño, aunque sí implique perjuicio.

En la práctica jurisprudencial la relación entre esos dos principios funciona exactamente al revés de como aparentemente se dice, el interés del menor se sacrifica siempre que la familia de origen no está considerablemente incapacitada para ejercer los mínimos aceptables de atención y cuidado del niño. Cumplidos esos mínimos por la familia biológica o por el progenitor que dispute el niño con la familia de acogida, se sentencia que el menor debe retornar con esa familia biológica o ese progenitor, aun cuando resulte patente que su vida iba a ser mucho mejor, en todos los sentidos, con la familia de acogida o con la que sería mañana familia adoptiva. A la vista de la jurisprudencia vigente y de sentencias como la que da origen a este comentario, la afirmación que acabo de hacer solo se puede poner en solfa si se parte de que el interés “superior” del menor, el interés supremo y más decisivo del niño, el que marcará su vida y la dicha o desdicha, el futuro mejor o peor que le toque vivir, viene dado por su vida en el seno de la familia biológica o junto al progenitor biológico que lo reclama. Tal biologismo es el que tácitamente determina hoy el contenido y el lugar del llamado principio del interés superior del menor. Pero ese biologismo casa bastante mal con la evolución actual del derecho de familia y con la jurisprudencia imperante en otros ámbitos relacionados con la filiación y el derecho de menores.

De resultas del imperio de la political correctness, no es fácil poner ejemplos con visos realistas sin dar lugar a ataques al autor que sirvan para huir del tema y cuestionar al mensajero. Es decir, cuando al supuesto e impostado progresista se le hace ver su contradicción y lo ranciamente tradicionalista de alguna de sus tesis, ataca normalmente al crítico intentando hacerlo pasar por clasista, sexista, etnocentrista o vaya usted a saber qué cosa misteriosa. Así que aquí procuraré dar las menos facilidades posibles por ese lado y manejaré los ejemplos con un alto grado de abstracción.

El interés del menor

Imaginemos que fuéramos capaces de acordar cuáles son los componentes esenciales del interés del menor. Supongo que debería ser a base de marcar cuáles son los factores que permiten al hoy menor llevar como tal una vida satisfactoria, en lo emocional y en lo material, y que determinan que en su futuro como adulto pueda también ejercer al máximo su autonomía personal y desplegar sus mejores potencialidades como ser humano. Visto por el lado negativo, quiero pensar que no estaremos muchos en desacuerdo en que contra el interés del menor va el que sufra situaciones de grave privación física (hambre, v.gr.), de falta de cuidados básicos que como niño requiere (higiene, vestido…) y de severas carencias educativas y formativas que mañana puedan repercutir en su desventaja social. Algo de esto parece que ha considerado el legislador al disponer fuertes medidas de alejamiento del menor de aquel progenitor que le aplica violencia física o que practica la violencia de género contra el otro progenitor.

Sobre esa base genérica, supongamos ahora que podemos calificar ese interés o básico bienestar del menor en una escala de 1 a 10 y que el mínimo aceptable en el desempeño de la paternidad o maternidad está en 3. Y póngase que con una familia de acogida la puntación sería de 8 y con la familia de origen los puntos son 3. Añádase, para bloquear ciertas posibles consideraciones psicológicas referidas al niño, derivadas del afecto ya establecido con la familia biológica en algunos casos, que el niño del que se trata tiene año y medio y ha convivido durante los últimos doce meses con la familia de acogida. Con ese panorama y en esa situación (repito, con esa situación) parece más que obvio, muy difícilmente discutible, que la más elemental y desapasionada toma en cuenta del interés del menor como prioridad debería llevar a decretar su permanencia con la familia que lo ha acogido.

¿Qué hace la ley, pese a algunas engañosas afirmaciones en los articulados o los preámbulos, y qué hace la jurisprudencia? Dar prevalencia al llamado principio de reinserción en la familia de origen o familia biológica, en detrimento del de interés del menor. Como ya he apuntado, tiene lugar ahí una especie de razonamiento entimemático, cuya premisa oculta indicaría que, por encima de cualquier otra consideración material, social o emocional, lo que más beneficia a la postre a cualquier menor es su inserción en un grupo familiar que sea aquel al que biológicamente pertenece. Lo biológico elevado a suprema pauta valorativa en un tiempo en que, precisamente, la vieja familia biológica y la exaltación del vínculo genético (real o presunto) del niño con su madre y su padre está en crisis radical y viene siendo reemplazada por modelos alternativos de familia que desconectan cada vez más la filiación (como institución jurídica) de la genética. Piénsese en la regulación de la reproducción asistida con donante anónimo (véase la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida); en las posibilidad legal de implantar en una mujer un embrión proveniente de gametos que no son de ella; en la legalización inminente de la maternidad subrogada o en la ampliación también imparable de los supuestos permitidos de adopción, en particular la adopción por parejas del mismo sexo, etc., etc. Y, por cierto, mientras escribía este comentario ha aparecido la noticia de que ya tiene cinco meses el primer niño que genéticamente es hijo de tres progenitores, su madre y dos varones, pues además de los genes de la mujer y el hombre que forman pareja, lleva una pequeña cantidad de ADN de un donante, a fin de evitar el desarrollo de una enfermedad genérica transmitida por la madre.

Para nada pretendo defender aquí que no pueda haber buenas razones para darle esa prioridad a la familia biológica que cumple unas condiciones mínimas en cuanto a posibilidades de atender a su hijo, y entiendo perfectamente que no convenga convertir al Estado en una especie de institución que, so pretexto de velar por el interés o conveniencia de los pequeños, se dedique a arrebatar los recién nacidos a sus familias biológicas menos socialmente integradas, más económicamente desfavorecidas o que vivan bastante al margen de los estándares familiares dominantes. Lo único que pongo en duda es que las políticas al uso y la jurisprudencia que aplica las normas resultantes se muevan en razón de la superior consideración del interés del menor. Para nada. La prioridad la están recibiendo los derechos de los progenitores a vivir con sus hijos, a insertar a sus hijos en su ambiente social, a socializarlos y formarlos según los valores y estándares de su medio respectivo y a no separarse de ellos ni perder sobre ellos sus derechos de patria potestad y custodia, aunque fuera para el niño claramente mejor (según los patrones sociales dominantes) vivir y crecer en otro hogar. En otras palabras y más gráficamente, que un notario de Madrid y el más humilde y menesteroso de los habitantes de León que vive en un barrio periférico y marginal tienen sobre sus hijos el mismo derecho y que el derecho del muy menesteroso no cede ante la pretensión del notario que ha tenido un año en acogimiento al pequeño y que quiere adoptarlo. Como la sentencia de la Audiencia Provincial de Asturias nos recuerda, para esa adopción se necesita el consentimiento del progenitor que no ha sido privado de su patria potestad, y punto. Sin consentimiento no hay adopción y acreditada por el progenitor una mínima capacidad y aptitud para atender a su hijo como hijo, le toca a este tenerlo con él y para él. Ese es su interés y predomina sobre el del menor, ley en mano y por muchos principios que coloquemos luego de adorno.

No afirmo que nada de eso esté mal ni mantengo que no quepan aceptables razones en favor de tal modelo, razones que aquí no pretendo analizar ni someter a escrutinio crítico. Nada más que digo que sería mejor llamar a las cosas por su nombre y dejar de ponerle disfraces a la realidad legislativa y jurisprudencial. No es el interés del menor lo que como decisivo está contando en la práctica legislativa y jurisprudencial, sino que como interés superior está operando, claramente, el de la familia biológica. Hacer pasar por cierto lo contrario, aparentar que se ponderan ambos intereses caso por caso, pero buscando siempre que no resulte el interés real del menor sacrificado es hacernos comulgar con ruedas de molino y hasta hacer escarnio de la noción misma que se usa, la de interés del menor. Triste destino el de tanto principio jurídico principalísimo que se sacrifica impunemente mientras con alegría se cita y se glosa.

Aunque, repito de nuevo, no cuestiono el fondo o las razones de esta ni otras peculiaridades del actual derecho de la filiación en nuestro país y aunque mi postura en general es fuertemente liberal en este tipo de materias, lo que no acabo de comprender es por qué mientras la familia biológica pasa a la historia como base de la institución jurídica familiar, son los menores los que deben pagar el pato y es su derecho el que resiste como último bastión del biologismo o de un rancio “naturalismo” en el derecho de familia.

Concluyo

Como tantas veces me ocurre, mi discrepancia no es propiamente con el contenido del fallo, y tampoco pretendo criticar una jurisprudencia a la que tanto el legislador como las modas doctrinales abocan a enredar con principios, hasta el punto de casi ocultar las verdaderas bases legales de los fallos. Lo que me inquieta es que se esté haciendo de este sector del derecho de menores, y de casi todo el ordenamiento (resta el último asalto, el asalto al Derecho penal, pero supongo que ya falta poco para que se acometa) un guirigay de principios descocados y un carnaval de aparentes ponderaciones. A este paso, acabará siendo más fiable la güija que los tribunales, y no principalmente por culpa de los magistrados y las magistradas.


La foto es de EFE/Miguel Angel Polo, EL PAIS