Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

A propósito de Ron Harris, The Transplantation of the Legal Discourse on Corporate Personality Theories: From German Codification to British Political Pluralism and American Big Business, 2006 

 

Introducción: las doctrinas sobre la personalidad jurídica y el planteamiento de la cuestión por parte de Harris

 

Dice Harris que a finales del siglo XIX se produjo un “trasplante” de las ideas sobre la personalidad jurídica desde Alemania – donde se discutieron con más intensidad – a Inglaterra y a los Estados Unidos. El introductor fue, como no, Maitland (de cuya magnífica introducción a la traducción de una obra de Gierke hablaré en otra ocasión). Se refiere Harris a las “teorías formuladas para explicar que los grupos fueran considerados entidades portadoras de derechos y obligaciones”. Y dice que había tres doctrinas en la contienda (v., la detallada exposición de estas doctrinas y su influencia sobre las decisiones de la jurisprudencia norteamericana en Petrin, Martin, Reconceptualizing the Theory of the Firm – From Nature to Function 118 Penn State Law Review 1 (2013)):

  • La primera es la teoría concesional o de la persona ficta. Es la que asociamos con Savigny y considera que la atribución de la condición de persona – ente – jurídica era un monopolio del Estado. La corporación era una “criatura del Estado” tal como la definió el juez Marshall, “un ser artificial, invisible, intangible que solo existe en función del derecho y por efecto de su constitución y registro”. Y, naturalmente, la primera persona jurídica es el propio Estado lo que nos lleva a Hobbes y al Derecho Romano.
  • La segunda – dice Harris – es la doctrina que llama “del contrato, de la agregación o de la asociación”, es decir, los grupos se convierten en personas jurídicas por efecto del acuerdo voluntario de sus miembros. La personalidad jurídica no sería un atributo concedido por el Estado sino producto de la autonomía privada.
  • En fin, la tercera es la de Gierke: las personas jurídicas son organismos, “entes reales”, es decir, fenómenos previos al Derecho. Los grupos humanos preexisten al Derecho y este ha de reconocerlos.

Harris analiza estas doctrinas poniéndolas “a prueba”, esto es, examinando si conducían a resolver de manera diferente los casos ingleses y norteamericanos en los que la doctrina que se siguiera era relevante. El análisis de casos anglosajones tiene especial interés porque el formalismo que caracteriza al common law y el menor peso de un pensamiento sistemático (el Derecho no se concibe como un ordenamiento) deja bien a las claras cuándo la  aplicación de una u otra doctrina o precedente produce resultados razonables y cuándo resultados absurdos. En las corporaciones, veremos que es el caso cuando recordemos un trabajo de Laski sobre la personalidad de las asociaciones y su burla de los resultados a los que conduce la teoría de la persona ficta cuando se aplica a la doctrina  ultra vires; al tratamiento de la responsabilidad empresarial por los accidentes laborales o – como en el caso Taff Vale – a la discusión sobre la personalidad jurídica de los sindicatos obreros y a su legitimación pasiva (si podían ser demandados) por los daños sufridos por el empresario como consecuencia de una huelga de sus miembros.

Al margen, Harris realiza la mejor explicación a la que he tenido acceso del significado de la doctrina “realista” de la persona jurídica, esto es, la que se asocia con Gierke. Al ocuparse de cómo influyó el autor alemán a través de Maitland en el Derecho inglés y – menos – en el Derecho norteamericano, las afirmaciones abstractas sobre la existencia real de una corporación se concretan por comparación con los resultados que se alcanzan si se aplica la doctrina savigniana de las personas ficticias que son criaturas del Estado.

Como se deduce de la clasificación expuesta, Harris coloca, junto a la teoría sobre la personalidad jurídica de Gierke y la de Savigny, una tercera que llama “contractual” que, a mi juicio, no merece ser situada como tal, porque, más bien, se refiere a si la autonomía privada, a través del contrato – o de la constitución de un trust en el caso de los países del common lawpuede crear personas jurídicas. La que llama teoría contractual se ocupa sólo de un aspecto de la teoría de las personas jurídicas (qué actos de los particulares son los que tienen el efecto de crear una persona jurídica) y no puede equipararse a las otras dos. Igual que decimos que la compraventa es un contrato apto para transmitir el dominio (arts. 609 y 1095 CC), debemos decir que el contrato de sociedad o el negocio jurídico fundacional son títulos aptos para generar un patrimonio separado, una persona jurídica. Es un caso más, si se quiere, de adquisición derivativa de la propiedad. Pero, para que se entienda: que Gierke diga que las hermandades o Genossenschaften preexisten a su reconocimiento por el Estado no exige decir que los particulares deben verse liberados de la necesidad de llevar a cabo determinados actos o negocios jurídicos (constituir una asociación, celebrar un contrato de sociedad) formal o informalmente para constituir una Genossenschaft. El Estado estará obligado a reconocer lo actuado por los particulares en ejercicio de su autonomía y por tanto también a reconocer la separación patrimonial y el derecho de los grupos a actuar en el tráfico unificadamente. 

La concepción anglosajona de la personalidad jurídica como una cuestión de actuación unificada de los grupos: la importancia del business trust

 

La aproximación anglosajona a la cuestión de la personalidad jurídica tiene otro interés muy especial. En Inglaterra – y en sus colonias como los Estados Unidos- los patrimonios fundacionales se articulaban a través del trust, y el trust sirvió a las necesidades de separar patrimonios y darles vida eterna o permitir su transmisión también en la vida económica (business trusts). Como ha explicado recientemente Morley, Estados Unidos se pudo “pasar” sin la corporación en su Revolución Industrial porque los empresarios norteamericanos disponían, como los ingleses, del trust. 

el trust – aunque no un sustitutivo perfecto de la sociedad anónima – permitió a los empresarios obtener muchas de las ventajas que las versiones existentes de la forma societaria, incluyendo la responsabilidad limitada, la protección del patrimonio empresarial frente a los ataques de los acreedores de los socios o la denuncia del contrato de sociedad por parte de éstos, el carácter transmisible de las acciones, la legitimación procesal activa y pasiva y un esbozo razonable de los deberes fiduciarios.

Aunque originalmente el trust era una forma de transmitir limitadamente un patrimonio, una vez que el “transmitente” –settlor- y sus herederos vieron protegidos sus derechos frente al “adquirente” – trustee – con acciones de cumplimiento en especie, esto es, que permitían al “transmitente” reivindicar la propiedad incluso frente a terceros que hubieran adquirido del “adquirente”, – trustee – no sólo recibir una indemnización y con preferencia respecto de los acreedores del “adquirente”, el trust se convirtió en un sistema para separar patrimonios. No, como dice Morley, como una alternativa a la corporation, sino como una alternativa a la personalidad jurídica. (Como dicen Hansmann y Mattei: «the business trust simply involves the use of the trust form for the conduct of business on behalf of investors of capital, who become the beneficiaries of the trust»). Ambas, la sociedad anónima y el trust dice Morley permitían “transmitir de manera segura” la propiedad de los bienes que se querían dedicar al desarrollo de una actividad económica por parte de un grupo de inversores a un sujeto jurídico distinto de cada uno de los inversores. La diferencia está en el origen legal de la corporación frente al origen jurisprudencial del trust. Lo que Morley no explica es que, si la forma de separación patrimonial elegida era el trust, seguía siendo necesario un contrato entre los inversores (normalmente pero nola constitución de una partnership o una company no “incorporada”) que adquirían las acciones emitidas por los trustees. Que, formalmente, no se considerara al fondo entregado en trust una persona jurídica es irrelevante (“a common law trust was never a distinct juridical personality”). El concepto jurídico de personalidad jurídica no había aparecido ni siquiera en el lenguaje jurídico inglés ya que no aparecería hasta bien entrado el siglo XX precisamente por influencia alemana donde se hablaba de personas jurídicas desde el siglo XVII.

Por tanto, los business trusts no pueden compararse con las sociedades anónimas porque no son categorías homogéneas. Los trusts han de compararse con otras formas de separar patrimonios. De hecho, en Inglaterra y los Estados Unidos, el trust sirvió como estructura patrimonial de las partnerships y de las unincorporated companies del mismo modo que la Gesamthand sirvió de estructura patrimonial de la sociedad colectiva en Alemania. Una sociedad que ostenta un patrimonio en trust, era un sucedáneo casi perfecto de una corporation cuya personalidad jurídica fuera reconocida por el Estado. Como se verá a continuación, esta separación “disuelve”, además, la Theoriestreit entre la tesis savigniana y la gierkiana y hace, en general, más tratables todos los problemas que plantea la separación de patrimonios y la función que la separación patrimonial cumple en la Sociedad. Pero, aún más, hace innecesario – lo que expondré en otra ocasión – distinguir entre personas jurídicas y patrimonios separados como hace buena parte de la doctrina italiana, distinción que, cada vez más claramente, ha abandonado la doctrina alemana al reconocer que la Gesamthand es una forma de personalidad jurídica, esto es, que la comunidad germánica es una persona jurídica y que la distinción con las personas jurídicas en sentido del BGB alemán – que tiene su origen en la disputa entre las doctrinas señaladas -, no es correcta porque, de nuevo, supone confundir los aspectos contractuales con los aspectos reales.

Separación patrimonial y unificación del grupo

 

Este predominio del trust para separar patrimonios ha conducido a que la concepción de la personalidad jurídica en el common law esté muy ligada a la idea de unificar grupos de individuos de modo que, a menudo, se define a la persona jurídica como un grupo unificado. Es decir, se dice que un grupo tiene personalidad jurídica reconocida si el Derecho permite al grupo actuar como si fuera un solo individuo. Gregory A. Mark, en un comentario al trabajo de Harris define personificación, precisamente, en estos términos (pero podrían encontrarse miles de citas semejantes):

… la personificación consiste en concebir un cuerpo organizado de individuos como una persona, una persona jurídica o una entidad jurídica, de modo que pueda ser tratado por el derecho como si fuera un individuo y no como una amalgama de individuos afines al Estado soberano.

En mi opinión, no corresponde a la institución de la personalidad jurídica permitir que un grupo de individuos pueda actuar como si fueran una sola persona. Para eso – que es una exigencia del respeto por los poderes públicos del derecho de asociación – basta con los mecanismos de la representación (y, en el seno del grupo, con mecanismos que permitan a los miembros del grupo dar instrucciones al representante, esto es, adoptar acuerdos) que se ponen en marcha con la celebración del contrato de sociedad. Basta, en otras palabras, con que los que forman el grupo puedan organizarse para adoptar decisiones y dar instrucciones al individuo o individuos que actuará en nombre del grupo. Es decir, la actuación unificada de un grupo de individuos es una cuestión, si se quiere, contractual, que pertenece al Derecho de Contratos mientras que la cuestión de la personificación jurídica pertenece al Derecho de Cosas.

Para lo que hace falta reconocer personalidad jurídica es para que ese grupo pueda constituir un patrimonio – fondo común – separado del patrimonio individual de sus miembros y pueda introducirlo en el tráfico, esto es, se puedan imputar créditos y deudas (por tanto, el representante común pueda dar crédito y tomar dinero a crédito por cuenta de ese fondo común) y adquirir y enajenar bienes o derechos que pasarán a formar parte o dejarán de formar parte de ese fondo o patrimonio común. El representante común y los miembros mediante la adopción de acuerdos son los mecanismos de gobierno de ese patrimonio, esto es, la organización acordada por los miembros (porque la corporación tiene base asociativa) para tomar decisiones en relación con dicho fondo común. Hay, pues, personalidad jurídica siempre que hay un patrimonio separado y organizado. Y tal ocurre en el caso del trust, naturalmente.

En definitiva, si no se separa la cuestión real – el fondo común y separado – y la cuestión contractual – el gobierno de ese fondo común –, no se puede dar cuenta de las personas jurídicas que carecen de base personal como son las fundaciones y los trusts o las sociedades unipersonales. Pero, aún más relevante: precisamente porque el patrimonio se ha separado del único patrimonio que nace organizado – el patrimonio de cada individuo, de cada hombre o mujer – es necesario dotarlo de una organización, es decir, de un mecanismo para tomar decisiones sobre dicho patrimonio y aplicarlo a los fines para los que se constituyó en el tráfico jurídico, esto es, en la vida social.

En este sentido, es fundamental la aportación de Henry Hansmann & Reinier Kraakman, The Essential Role of Organizational Law, 110 YALE L.J. 387 (2000) según la cual lo esencial de la personalidad jurídica es la capacidad para separar los activos individuales de los que pertenecen a la sociedad. La crítica de Petrin (pp 41-42) a estos autores – la separación patrimonial entre la sociedad y los socios no es completa – puede orillarse sin dificultad porque no se sigue de la concepción patrimonial de la personalidad jurídica que la separación patrimonial deba eliminar cualquier comunicación entre el patrimonio social y el de los socios u otros participantes en el gobierno de la compañía. Tal «comunicación» está generalizada en el ámbito del Derecho Patrimonial entre patrimonios que se consideran distintos. De hecho, de delimitar qué patrimonios responden de una determinada deuda va, en buena medida, el Derecho de la Responsabilidad. De hecho, Petrin reconoce después – p 44 – que «el reparto de activos y la responsabilidad limitada son las funciones centrales de la empresa». Mi discrepancia con Hansmann y Kraakman es muy limitada: (i) la responsabilidad limitada no me parece esencial para la concepción correcta de la personalidad jurídica y (ii) es preferible hablar de patrimonio a hacerlo de activos ya que hablar de activos impide explicar la capacidad de las personas jurídicas para ser sujeto de imputación de derechos  y obligaciones en la medida que aunque los créditos puedan considerarse activos, las deudas no pueden considerarse así. Por el contrario, al concebirse como patrimonios separados y organizados, pueden atribuírseles con naturalidad derechos y obligaciones de carácter patrimonial tal como hace el art. 38 CC. Hablar de activos aproxima en exceso y (iii) hace más difícil distinguir la copropiedad de la personalidad jurídica.

Un poco de Gierke y los «pluralistas»

 

Si Savigny trató de salvar a las instituciones intermedias entre el individuo y el Estado de la Revolución francesa poniendo a las asociaciones en manos del Estado, Gierke tratará de salvarlas considerándolas previas al Estado en el marco del nacionalismo alemán, por lo que el Estado nacional no tiene más remedio que preservarlas y reconocerlas. Al fin y al cabo, “el Estado no es diferente de otras asociaciones de derecho público inferiores como los municipios y las corporaciones”. Era una forma de oposición al individualismo liberal y de salvar a las empresas pequeñas frente a los crecientes grandes conglomerados industriales. De ahí, y tras la guerra francoprusiana, Gierke evolucionará hasta convertirse en un estricto conservador defensor de Bismarck y el Kaiser. Y, en relación con la codificación, de los grandes terratenientes prusianos (junkers). Pues bien, toda la ideología antiliberal y nacionalista de Gierke no se trasplantó. Maitland era un historiador y teórico del Derecho y no estaba interesado en esos aspectos de las ideas de Gierke. Pero – nos dice Harris – los discípulos de Maitland – “los pluralistas”, si lo estaban. Los pluralistas (entre los que destaca Laski) querían

crear un espacio entre el estado y el individuo para lo que podían compartir las ideas tempranas de Gierke, no las de su madurez. Su idea de la asociación era muy parecida a la de Gierke. Una asociación tiene existencia propia distinta de la de sus miembros… vida propia… dinámica, motivaciones, objetivos propios y espíritu de grupo. Los grupos son análogos a los organismos. Tienen existencia real. Su existencia es previa y va más allá del Derecho. El Derecho debe reconocer las asociaciones y sus derechos

Para esta corriente doctrinal, pues, el florecimiento de las asociaciones contribuía al bien común, de manera que el Derecho debía reconocerlas y protegerlas. Era una posición liberal. El objetivo era controlar el poder del Estado, reconocer la autonomía de las asociaciones y limitar la interferencia del Estado en ellas: “El Estado debería estar en pie de igualdad con otras asociaciones. La sociedad ideal del futuro de los pluralistas políticos era una red de asociaciones voluntarias”.

Laski y la crítica a la doctrina de las asociaciones como personas fictas

 

Harold Laski, The Personality of Associations, 1901 refleja bien esta posición: los grupos humanos se personifican en el lenguaje ordinario (“Eton… is not six hundred boys, nor a collection of ancient buildings”). Laski somete a una crítica contundente la doctrina de las asociaciones “como criaturas del Estado” – la doctrina de la concesión – y da concreción a la doctrina gierkiana siguiendo, como discípulo que era, los pasos de Maitland. Empieza por señalar que hay personas jurídicas – él utiliza el término asociación –

que, técnicamente al menos, no son corporaciones (quiere decir que no han sido constituidas mediante un contrato de sociedad por un grupo de personas). El trust, que Maitland nos enseñó a entender como algo tan típicamente inglés, proporciona cobertura a muchas de ellas bajo su amplísima techumbre. Y el contrato, como ocurre con los clubes, permite explicar mucho y con la ayuda de un poquito de ficción no necesitamos tener miedo de la teoría. Una poderosa iglesia en Escocia es un trust, no una corporación”

Y muchas otras instituciones no se distinguen por su capacidad jurídica, continúa Laski, pero sí en su forma. Y la falta de autorización estatal como exige la doctrina de la concesión no impide su reconocimiento. El derecho no tiene más remedio que reconocerlas (“the life of the state would be intolerable did we recognise only the association which has chosen to accept the forms of the law”).

A continuación, critica la doctrina de la concesión sobre la base de que los tribunales, para atender a las necesidades prácticas, han tenido que dejarla de lado. Se refiere, en primer lugar, a la antigua exigencia de que se usara el sello de la corporación como requisito para imputar el acto a la corporación (una versión hiperformalista de la necesidad de actuar en nombre de la compañía para que ésta quedara vinculada por los actos de los socios – expendere nomen – ) y, sobre todo, la doctrina ultra vires. Como es sabido, esta doctrina reza que, dado que la corporación es creada por un acto del rey o del parlamento, lo es  “para un objetivo específico” por lo que “debe ajustarse a ese objetivo”, esto es, tiene su capacidad limitada y los actos realizados por sus administradores que vayan más allá, carecen de efectos, son ultra vires. (v., Hansmann y Pargendler que explican que, si la sociedad se había constituido para explotar una infraestructura monopolística – un puente, una carretera de peaje – «La doctrina ultra vires no sólo aseguraba a los socios que sus aportaciones se destinarían a los destinos elegidos por ellos, sino también reducían la posibilidad de utilizar las rentas de la actividad respecto de la que la sociedad ostentaba derechos monopolísticos para subvencionar otra actividad que tenía una distribución diferente de los beneficios entre los accionistas de la empresa» lo que explica también que en sociedades con este objeto, fuera frecuente la regla de reparto igualitario del derecho de votos, esto es, no una acción – un voto sino un accionista – un voto ya que de esa forma se hacía más difícil que nadie se hiciera con el control de la infraestructura y la explotara tratando de maximizar los beneficios en perjuicio de los usuarios de la misma, interesados en que el peaje por su uso se mantuviera bajo).

Laski dice que, en efecto, la doctrina protege a los propios socios (“alguien que entrega una cantidad de dinero a una compañía de ferrocarriles espera que no se emplee en un negocio pesquero”) pero que “resulta manifiestamente injusta” para los que se relacionan con ellas, esto es, no protege a los terceros que se relacionan con ellos porque la falta de poder de los administradores sociales les es oponible a pesar de que “los terceros han sufrido un error causado por la compañía que debía conocer que estaba actuando ultra vires”. Además, genera muchas situaciones dudosas que atentan contra la seguridad del tráfico, de modo que, al final, los tribunales “se ven obligados a abandonar la doctrina de la capacidad especial”. Los tribunales han tenido que admitir que 

“una persona, ya sea un grupo personificado o un ser humano, actúa como su personalidad lo amerita… y la corporación, siendo una entidad real, con una personalidad que es autocreada, y no creada por el estado, debe asumir la responsabilidad de sus acciones».

Cita Citizens’ Life Assurance Co. v. Brown, donde el juez dijo que 

«una vez que se acepta que las sociedades anónimas sean consideradas como personas, es decir, como principales que actúan por medio de agentes y representantes, es difícil entender por qué las doctrinas ordinarias de la representación y de la responsabilidad por los actos de los empleados no se aplican a las sociedades anónimas en la misma medida que a las personas físicas ordinarias»… En ese caso, es evidente que el daño ha sido causado por una conducta del agente y que el principal se reduce a un mero fondo del que se puede obtener una indemnización adecuada».

Obsérvese cómo la personificación sirve a la determinación del patrimonio responsable del tort. Laski argumenta con gran brillantez la responsabilidad de las personas jurídicas por los daños causados por su patrimonio con el ejemplo de los accidentes de trabajo. Laski lo plantea en término de análisis coste/beneficio por parte de las empresas. Habrá muchas, suficientemente “antisociales” como para aceptar que se produzcan ocasionalmente accidentes antes que soportar los gastos de poner en marcha un sistema completo de medidas de seguridad. “La vida humana, argumentarán, es barata, la seguridad de la maquinaria, cara”. Pero si se admite que una corporación pueda hacer este cálculo – continúa – está admitiéndose que una corporación pueda ser considerada culpable y castigada al pago de una multa “y si la multa es suficientemente elevada, podemos estar seguros de que no infringirá las normas de seguridad de nuevo”. Añade que la alternativa – a sancionar a la corporación, en realidad, al patrimonio separado – no puede ser sancionar a un

“pobre empleado de la corporación que ha actuado en interés y beneficio de su principal, un empleado que, como dijo Maitland es el <<criado de un desconocido Loquesea>> Porque si ese Loquesea carece de voluntad, ¿cómo puede haber contratado y designado al empleado para que actúe por su cuenta y nombre en primer lugar? Porque seleccionar implica ponderar cualidades humanas y ponderar es propio y característico de una mente humana”.

Laski ve en la corporación un ex pluribus, unum donde la unidad resulta de “las interacciones” de sus componentes y añade que el Derecho tiene que reconocer las personas jurídicas creadas voluntariamente por los particulares a través de un contrato porque no hacerlo es simplemente ridículo:

«Para el común de los mortales suena extraño decir que la Iglesia Católica, la Compañía de Jesús, el Standard Oil Trust – las personas más fundamentalmente unificadas que uno puede imaginar – carecen de voluntad de grupo porque el Estado no las ha bautizado  pronunciando ciertas palabras mágicas… esto suena divertido pero es muy dudoso que sea buen derecho». 

Laski finaliza diciendo que

«una corporación es simplemente un cuerpo organizado de hombres actuando como una unidad, y con una voluntad que se ha unificado a través de la unicidad de su propósito».

Se comprueba, pues, que la “interpretación” de Maitland y sus discípulos de la doctrina gierkiana es funcional y práctica y, a la vez, que su aproximación a la cuestión se realiza a través del problema de la actuación unificada de los grupos sociales aunque no deja de entreverse que, en realidad, quieren resolverse problemas de responsabilidad patrimonial.

Parece que los “pluralistas” británicos no tuvieron mucho éxito en los EE.UU. Harris dice que los estudiosos de los grupos sociales en este país desarrollaron la teoría de los grupos de interés en lugar de una teoría de las corporaciones. Los norteamericanos

No veían las teorías corporativas como la clave de los problemas sociales y políticos. No encontraron particularmente útil la teoría de las entidades reales. Bentley y sus contemporáneos no estaban interesados en las características jurídicas del grupo. No veían al grupo en términos de personalidad. Un grupo era una reunión de individuos que actuaban con el fin de avanzar hacia objetivos comunes, sin crear una nueva entidad. El comportamiento del grupo era más decisivo que su forma de organización o estatus jurídico. La agrupación a menudo con el único objetivo de promover algún interés específico de sus miembros pero no afectaba a otros aspectos de sus vidas. Los grupos no tenían alma. La idea de una verdadera personalidad de grupo no servía a este punto de vista del sistema político.

Si he reproducido este párrafo es sólo porque refleja bien que el problema que te interese determina, a menudo, la concepción de una institución. La personalidad jurídica – su carácter patrimonial – no interesaba a Bentley y sus contemporáneos porque no estaban tratando de resolver problemas de responsabilidad patrimonial de los grupos sino de analizar cómo los grupos lograban hacer prevalecer, en competencia con otros, sus intereses en la acción colectiva.

La responsabilidad de los sindicatos

 

En Inglaterra, la doctrina gierkiana quedó reflejada en los pleitos que los empresarios interpusieron contra sindicatos tras una huelga (una discusión semejante tuvo lugar en Alemania dada la reluctancia de los sindicatos a inscribirse en registros públicos como asociaciones lo que dio lugar a la doctrina que reconoció personalidad jurídica a las «asociaciones no inscritas» en contra del tenor literal expreso de la ley que exigía la inscripción como requisito para el reconocimiento de personalidad jurídica).

Una empresa ferroviaria demandó al sindicato por los daños sufridos por la huelga y el sindicato se defendió diciendo que no podía demandar ni ser demandado. (TaffVale Ry. Co. v. Amalgamated Soc’y ofRy. Servants, [1901] 1 AC. 426,434 reporting the opinion from the second appeal, Judge Farwell now delivering judgment for the Lords). 

El juez Farwell en primera instancia dijo: aunque una corporación y un individuo o individuos son las únicas entidades reconocidas por el common law para demandar o ser demandados, el legislador puede otorgar a una asociación de individuos, que no es ni una corporación, ni una sociedad, ni un individuo, la capacidad de poseer bienes y actuar a través de agentes; y dicha capacidad, en ausencia de una previsión expresa en sentido contrario, implica la correlativamente necesaria responsabilidad de sus bienes por los actos e incumplimientos de dichos agentes.

Y dice Harris que 

Aunque esto puede parecer un razonamiento basado en la teoría de la concesión, está basada de hecho en la doctrina realista de las personas jurídicas. Una vez que una entidad, como un sindicato, actúa en el tráfico como una persona jurídica, puede ser demandado. Puede ser demandado no porque el Estado así lo estableciera, sino porque actúa en el tráfico como tal (corporate manifestations).

En apelación, sin embargo, se negó la legitimación pasiva del sindicato, pero la House of Lords (el mismo juez que había actuado en primera instancia fue el ponente), casó la sentencia de apelación y añadió a la argumentación inicial que si no permitimos a las asociaciones lícitamente constituidas (como eran los sindicatos obreros a finales del siglo XIX) ser demandadas, generaríamos un riesgo moral elevadísimo porque grandes patrimonios tendrían derechos pero no responsabilidad. Y añadió que la interpretación correcta de las leyes que legalizaban un tipo de asociación era que la asociación – la “criatura del derecho” – “tenga los mismos deberes y su patrimonio esté sujeto a las mismas responsabilidades que las que las normas generales impondrían a un particular que desarrollara la misma conducta”. Añade Harris que “la equiparación de las asociaciones a los seres humanos individuales es una de las expresiones más profundas de aceptación de la doctrina realista de las personas jurídicas”, de modo que, aunque no hicieran uso de la doctrina gierkeana, expressis verbis, los jueces ingleses estaban utilizándola en términos prácticos. Dice Harris 

El recurso a la teoría de la concesión probablemente llevaría a la conclusión que debido a que el Estado, en la Ley de Sindicatos, no atribuyó positiva y expresamente personalidad jurídica a los sindicatos, éstos no son corporaciones y por lo tanto no pueden ser demandados. El recurso a la doctrina realista, por otro lado, llevaría a la conclusión opuesta, esto es, que dado que los sindicatos se comportan como asociaciones, son de hecho, asociaciones a todos los efectos y pueden ser demandadas.

Es decir, la mera existencia del sindicato, siendo una asociación permitida por la ley, supone su capacidad para demandar y ser demandado. Creo que Harris exagera. Al fin y al cabo, el legislador británico se había pronunciado expresamente por la legalidad de los sindicatos, de manera que no constituye un desarrollo demasiado osado del derecho afirmar que si una ley reconoce a una asociación como lícita, el reconocimiento implica, de suyo, que tiene personalidad jurídica en el sentido de nuestro art. 38 CC.

En la discusión norteamericana – cuenta Harris – participó nada menos que el futuro juez Brandeis. En los casos Coronado Coal Co., el abogado del sindicato de mineros dijo ante el Tribunal Supremo que la situación legislativa era diferente en Inglaterra y en los EE.UU. porque en Inglaterra, una ley del parlamento había “legalizado” los sindicatos aunque no les hubiera concedido el estatuto corporativo, lo que no ocurría en los EE.UU., por tanto, los sindicatos, en cuanto “grupo de personas” cuya personalidad no había sido reconocida no podía ser demandado para exigirle una responsabilidad indemnizatoria por daños extracontractuales («A group of individuals is not liable to be sued in tort unless it constitutes a person in law.»). Las compañías mineras alegaron que el sindicato tenía un fondo enorme y que debía responder: 

aunque tiene vastos fondos entregados por sus asociados a los directivos del sindicato para que los gestionen sus delegados para que se utilicen en el desarrollo de su actividad y que, como ocurre en el presente caso, pueden ser empleados exclusivamente por medios ilícitos y con el propósito ilícito de aplastar a los que se ponen en su camino, se afirma sin embargo, que estos mismos vastos fondos no se pueden destinar a cubrir los daños que hayan causado, por el mero hecho de que el sindicato haya decidido no constituirse como una corporación registrada 

Obsérvese cómo la cuestión de la existencia del grupo unificado que actúa como si fuera un individuo a través de los mecanismos de gobierno y representación no se discute pero sí se discute si el grupo unificado tiene personalidad jurídica, esto es, si tiene un patrimonio separado del de sus miembros con el que deba responder de los daños causados por los miembros y directivos del sindicato. Porque si no hay separación patrimonial, el empresario debería demandar, uno por uno, a los mineros que hubieran causado los daños.

Lo que el Tribunal Supremo aceptó es que los fondos puestos por los afiliados a disposición de los órganos de gobierno del sindicato constituían un fondo común – un patrimonio separado – y, por lo tanto, que el sindicato podía ser demandado como tal. Aunque, naturalmente, no lo dijo así. Más bien, utilizó argumentos “realistas” para luego apoyarse en los artículos 7 y 8 de la Sherman Act que, a los efectos de la aplicación de la prohibición de conductas colusorias, permite demandar a los que las realicen y sean “corporations” o “association”. Tan amplios términos se explican porque los cárteles tenían lugar, a menudo, a través de sociedades que no se registraban como tales, esto es, eran partnerships. Un análisis, pues, de la ratio de la norma llevaba a afirmar la posibilidad de demandar a un sindicato puesto que hacer una huelga implica un elevado grado de coordinación entre los empleados de una empresa y, por tanto, entra dentro de los acuerdos in restrain of trade que la Sherman Act quería reprimir. Harris piensa, por el contrario que la sentencia se explica porque se equipara “associations” con personas a efectos de una acción indemnizatoria. En todo caso, concluye Harris, la discusión se plantea en esos términos porque la Sherman Act es previa al inicio de dicha discusión en los EE.UU.

La doctrina contractual de la personalidad jurídica no es un tertium genus

 

El análisis del carácter corporativo de las ciudades tiene algún interés. En primer lugar porque, hay que recordarlo, las ciudades son las corporaciones por excelencia históricamente. Y Roma, la primera ciudad – corporación de la historia. En segundo lugar, porque en el Nuevo Mundo, la fundación de las ciudades o de las colonias en general era, en ocasiones, un acto de un funcionario real – como en la América española y en el caso de Virginia o Massachussetts que fueron constituidas por decisión real – y, en ocasiones, producto de un acuerdo voluntario. Dice que tal es el caso de algunas ciudades de Rhode Island, donde los colonos decidían autónomamente constituirse en ciudad aunque, más adelante, el Estado restringiera su autonomía. Dice Harris que el autor que ha estudiado estas ciudades en el siglo XIX norteamericano “combina la teoría contractual de la corporación con la teoría real” porque “el origen” de estas ciudades “es contractual” pero el desarrollo “posterior creaba entidades reales”. En realidad, concluye Harris, la tesis de esos autores es historia inventada porque en el siglo XIX no había ninguna duda ya de que los municipios eran parte de las administraciones públicas. Hay que remontarse a la Edad Media para encontrar pueblos o ciudades constituidos voluntariamente pero “incorporados” mediante la concesión real de fueros.

Este caso demuestra que la clasificación tripartita de las teorías que he expuesto más arriba no es correcta en el sentido de que la doctrina contractual no es un tertium genus respecto de las otras dos (la de la ficción o concesión y la realista) porque se refiere, sólo, a la cuestión de la constitución. Si la constitución es libre, estamos en la doctrina realista. Si la constitución requiere de la concesión estatal, estaremos en la doctrina de la concesión.

Al mismo tiempo, este caso permite mostrar cómo esas “teorías” en realidad son bastante incompletas. Porque se limitan a dar cuenta exclusivamente de si los particulares tienen derecho a formar patrimonios separados – creando un fondo común para avanzar los objetivos del grupo o apartando un fondo para destinarlo a un fin determinado como sucede con el fondo dotacional de una fundación – o si la formación de patrimonios separados requiere de la intervención del Estado. Esta cuestión es de la mayor importancia y muy relevante, por ejemplo, para la modificación de las reglas de gobierno de ese patrimonio (si se requiere autorización estatal en la constitución, habrá de obtenerse también para modificar las reglas de gobierno) o para dibujar el régimen de la representación o el alcance de la responsabilidad personal de los gestores del patrimonio separado. Pero no explican muchas otras cuestiones relevantes. Por ejemplo, cuándo se constituye – se produce la separación entre el patrimonio de los socios o del fundador y el patrimonio separado – o cuándo se extingue el patrimonio separado.

Gierke y la sociedad anónima

 

Y ¿qué ocurre con la sociedad anónima? Dice Harris que a Gierke no le interesó la sociedad anónima. Y se entiende bien por qué: no se veía como una Genossenschaft, una agrupación de personas sino como la bomba de capitales que era. Y es verdad que la sociedad anónima estuvo a punto de concebirse como un tipo de fundación. La posibilidad de invertir en muchas sociedades anónimas a la vez no encajaba con la concepción de los grupos humanos como comunidades de vida y trabajo que tenía Gierke:

“en la clasificación de Gierke, las sociedades anónimas eran hermandades basadas en la propiedad, distintas de las hermandades económicas basadas en las personas (mutuas de seguros y bancos cooperativos, cooperativas de viviendas, de consumo, y de trabajo asociado) y de las no económicas”.

El trasplante a Gran Bretaña, además, no era necesario. Los ingleses habían hecho la revolución industrial sin la sociedad anónima y lograron acumular capital y gobernar su empleo eficientemente a través del trust y de la partnership y las unincorporated companies. Las grandes empresas, por su parte, fueron debidamente autorizadas por el Parlamento y fue en Inglaterra donde primero se autorizó de forma general la constitución libre de companies y donde también se limitó la responsabilidad de los socios. No había, pues, “demanda” para una teoría de la personalidad jurídica de estas sociedades dice Harris. En cuanto a Estados Unidos, véase esta entrada.

Epílogo

 

Lawrence Mitchell escribió, en la misma revista, una severa recensión del trabajo de Harris en lo que al Derecho de Sociedades de Estados Unidos se refiere. Según Mitchell, la teoría ha sido irrelevante para explicar la evolución de tal derecho: la “adopción de la doctrina de la existencia real en el mundo de los negocios en los EE.UU. se expica, simplemente, porque era irrelevante. Quizá lo fuera por razones fiscales o por razones constitucionales, pero la teoría tuvo muy escaso impacto en el Derecho de Sociedades”. Pero Mitchell no es convincente. Que las doctrinas académicas no expliquen la evolución del derecho norteamericano no es nada raro. No es su objetivo. Su objetivo es dar cuenta racional de dicha evolución. ¿Por qué admitió el Estado de New Jersey la posibilidad de sociedades holding, esto es, de que una sociedad fuera accionista de otra? Si el legislador lo tuvo que “legalizar” es porque la legislación previa prohibía que una persona jurídica fuera socia de otra. Pero se necesita alguna teoría para explicar la prohibición previa. Mitchell dice que, aunque la teoría savigniana de la concesión lo explica – en el corporate purpose y, por tanto, en el poder de los administradores no se incluía expresamente la posibilidad de adquirir acciones en otras sociedades -, una explicación más sencilla es que los norteamericanos veían con reticencia a todas las corporaciones a causa de su conexión con los monopolios en tiempos de la colonia (cita el caso Gibbons v. Odgen que es el que afirma la competencia del Estado federal para regular el comercio interestatal). Pero esta explicación no vale nada porque es demasiado genérica. Hasta el siglo XIX, todas las autorizaciones de constitución de sociedades mercantiles llevaban aparejado el otorgamiento de algún derecho monopolístico, desde las compañías de comercio con las Indias, a la constitución de bancos pasando por las de explotación del asiento de esclavos o infraestructuras como canales, ferrocarriles o carreteras. De modo que esa conexión entre la sociedad anónima y derechos monopolísticos “prueba demasiado” y no explica específicamente por qué no se permitían las sociedades holding. La razón es que la idea de que las sociedades eran criaturas del Estado cuya capacidad de obrar venía limitada por la autorización regia o parlamentaria que permitió su constitución impedía atribuirles la capacidad para concurrir a la constitución de otra sociedad. Naturalmente, si la doctrina del corporate purpose se mantuvo es porque era funcional para la Economía a la que se aplicaba y se utilizó, naturalmente también, para controlar el poder de los empresarios que perseguían el monopolio. Pero no hay una conexión necesaria entre esta doctrina y el monopolio hasta el punto de que, estoy casi seguro, un lector moderno encontrará muchas dificultades para ver la relación entre el monopolio y que una sociedad pueda ser accionista de otra sociedad. La progresiva equiparación de las personas jurídicas a las personas naturales – que, es probable que en Estados Unidos haya llegado demasiado lejos – sólo se explica con una – mala – teoría de la personalidad jurídica detrás. Lo que dice Mitchell de los cambios en la legislación societaria de New Jersey es iluminador: en 1893, se modificó la ley para permitir que cualquier corporación creada bajo el Derecho de Nueva Jersey pudiera “poseer acciones” en sociedades del Estado o de cualquier otro Estado y que podían votar con esas acciones como si fueran “personas naturales”, esto es, como podría hacerlo un individuo que fuera el titular de las mismas. “Con esto se pretendía dejar claro que las corporaciones podían votar las acciones que poseían y de la manera en que ahora entendemos que pueden hacerlo las sociedades para controlar a sus filiales”. Es obvio que esta evolución legislativa indica una equiparación progresiva de las personas corporativas con las personas físicas. Lo que se ha olvidado es que el legislador se limitaba a equiparar a ambos fenómenos en lo que se refiere a la cualidad de propietario de un activo. Nada más. Sin una buena teoría detrás, es imposible darse cuenta por qué tal equiparación es conveniente y saludable para el bienestar social y por qué considerar a las sociedades anónimas titulares del derecho a la libertad de expresión no lo es. Que haya explicaciones políticas o sociológicas (Mitchell viene a decir que la liberalización de las reglas sobre valoración de las aportaciones no dinerarias en los EE.UU vino provocada por la “ola de fusiones” que hubo a comienzos del siglo XX y en la que las adquisiciones de empresas se pagaron en acciones. Para poder hacerlo, los administradores necesitaban amplia libertad en el número de acciones que podían entregar a cambio de los activos. Se formaron enormes conglomerados controlados por una sociedad holding) no significa que eso sea una teoría jurídica de legitimidad o ilegitimidad de la valoración reglada o discrecional de las aportaciones. Lo propio con la doctrina ultra vires o con la responsabilidad de las entidades no registradas. Y tampoco es necesario – ya lo dijo Keynes – que los jueces resuelvan los casos exponiendo explícitamente las teorías que aplican. Los jueces interpretan los contratos y aplican teorías sin conciencia de que lo están haciendo. Son luego los estudiosos los que racionalizan las decisiones judiciales encajándolas en un modelo teórico. El trabajo de Laski que he resumido más arriba es una prueba de esta forma de análisis.


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