Por Juan Damián Moreno

Lo que constituyó un medio para proteger la actividad parlamentaria es visto hoy como un privilegio que para lo único que sirve es para garantizar la impunidad de quien se favorece de esta condición o a quien se le otorga esta condición precisamente para favorecerle. Por esa razón, no sólo ha habido ya varias formaciones políticas que se han propuesto suprimirlos o reducirlos, sino que, como sabemos, formó parte de las seis condiciones que le puso Ciudadanos al Partido Popular para alcanzar un acuerdo de investidura.

En plena exaltación de las virtudes de la democracia parlamentaria, los redactores de la Constitución no encontraron mejor fórmula que la de hacer recaer esta función en el Tribunal Supremo, en el entendimiento de que sería el que menos intromisiones sufriría en caso de tener que enjuiciar a un Diputado, Senador o a un miembro del Gobierno, esquema que, con toda probabilidad a raíz de la exigencias de los partidos nacionalistas, se reprodujo igualmente en los distintos Estatutos de las Comunidades Autónomas para atribuir el conocimiento de las causas contra los miembros de sus respectivos gobiernos a los Tribunales Superiores de Justicia.

El aforamiento se ha justificado tradicionalmente por la necesidad de proteger la dignidad de la función frente a los actos de perturbación para los que la deesempeñan en el ejercicio de sus atribuciones. Va indisolublemente unido a la inmunidad y que hace que sea preciso, por ejemplo en el caso de Diputados y Senadores, la previa autorización de la Cámara respectiva para poder dirigir una acción en su contra (suplicatorio).

De ahí, que el aforamiento afecte a sus titulares mientras lo son; como reiteradamente ha declarado la jurisprudencia el fuero va unido al cargo, de modo que despliega su eficacia desde que se accede a él hasta que se cesa en el mismo. En consecuencia puede referirse a hechos cometidos con anterioridad a su elección o designación y desde luego no es renunciable, por mucho que su titular encuentre moralmente reprochable el aforamiento o simplemente no se fíe del tribunal que vaya a tener que juzgarle en el supuesto de que hubiera méritos para ello.

En principio el aforamiento no debiera tener ninguna incidencia en el resultado del proceso. Cualquier juez o tribunal debería ser capaz de enjuiciar un caso con idénticas condiciones de imparcialidad, y si existe el delito, el desenlace debería ser semejante. Por lo tanto, la existencia de un aforamiento no conculcaría el principio de igualdad, porque de lo contrario sería que el tribunal no fue lo imparcial que debió ser.

Mis compañeros Juan Luis Gómez Colomer e Iñaki Esparza en su voluminoso «Tratado jurisprudencial de aforamientos procesales» entienden que el problema surge esencialmente con ocasión de la indubitada falta de confianza de quienes pertenecen a las escalas más altas de los poderes del Estado que temen que cualquier juez de instrucción pueda llegar a investigarles; otros en cambio, como los impulsores de la moción que el pasado 29 de marzo se debatió en el Senado a instancias del PSOE, lo hacen por las suspicacias que tanto ciudadanos como políticos tienen hacia el Tribunal Supremo o hacia los Tribunales Superiores de Justicia.

Tras estas propuestas está la sospecha más o menos fundada de que los tribunales a quienes se les atribuye el conocimiento de estas causas van a ser más tolerantes con ellos que con cualquier otro ciudadano. La suspicacia se acrecienta con el retorcido juego que los interesados hacen de su prerrogativa. Las renuncias a los cargos que dan lugar al aforamiento son constantes, algunas inducidas y otras revestidas de una honrosa pero delatora inculpación.

En otros casos, son los políticos quienes a lo mejor prefieren renunciar a su acta para poder ser enjuiciados por jueces más próximos a su lugar de residencia creyéndolos más condescendientes.

El Tribunal Supremo tuvo que salir al paso a este tipo de situaciones y concluir que en las causas con aforados la resolución judicial que acuerda la apertura del juicio oral constituye el momento en el que queda definitivamente fijada la competencia del tribunal, aunque con posterioridad a dicha fecha se haya perdido dicha condición.

La solución que se baraja es eliminar los aforamientos. ¿Todos? ¡No! Si no recuerdo mal, la mayoría de las asociaciones judiciales opinan que los aforamientos que se refieren a los jueces están plenamente justificados ya que según dicen lo que en realidad garantiza el aforamiento es un principio de equivalencia de rango y consideran por tanto que lo desproporcionado sería que a un juez lo enjuiciara otro de categoría inferior.

Es pues comprensible que ante la situación generalizada de casos de corrupción, la opinión pública, conmocionada, intuya con razón que los políticos se atrincheran tras el aforamiento para protegerse. Y más aún, que se alarme ante número de personas aforadas que hay en nuestro país en comparación con el resto de los países de nuestro entorno cultural. Se entiende pues la irritación ciudadana.

No hay duda que hay que pasar el rastrillo a la arena de los aforamientos y podar donde haya que podar, especialmente el que ampara a los dirigentes de las Comunidades Autónomas, y eliminar los fueros especiales allí donde no tienen justificación, como los que se refieren por ejemplo a los componentes del Tribunal de Cuentas o del Consejo de Estado, y todos aquellos que están dispuestos para el conocimiento de acciones civiles.

No será fácil: la reforma debe llevar aparejada la modificación tanto de la Constitución como de los correspondientes Estatutos de Autonomía y de la Ley Orgánica del Poder Judicial y desde luego siempre a condición de que se aborde simultáneamente una reforma del proceso penal que no lleve a la instrumentalización política de los tribunales.

Si no se reforma el proceso penal, los aforados que dejen de serlo se encontrarán a merced de un sistema judicial que no protege adecuadamente a los ciudadanos y menos aún a quienes están más expuestos a la inquina y la maledicencia. El Tribunal Constitucional ya alertó de esta cuestión y defendió el aforamiento como mecanismo para precaverse contra los efectos de las llamadas querellas políticas (STC 22/1997).

Ni siquiera el suplicatorio llegó a servir de garantía frente a una imputación. Hace años hubo que reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para permitir el ejercicio del derecho de defensa de los aforados ante los jueces de instrucción antes de que existiera un acto de inculpación formal por parte del Tribunal Supremo o, incluso, llegar a permitir el subterfugio de admitir, en tanto no se produjese la imputación formal, la declaración voluntaria del aforado a fin de garantizarle el derecho a poder despejar las sospechas que una denuncia ha podido generar frente a él (art. 118 bis LECrim).

La merecida mala fama de la que se ha hecho acreedora la clase política no puede llevar a quienes nos gobiernan a la necesidad de tener que aceptar sin más que cualquier actuación penal dirigida contra ellos está justificada. Lo digo en obsequio de todos aquéllos que acaban de recibir su acta y que tienen derecho a desarrollar sus funciones parlamentarias con el sosiego y la tranquilidad que exige el normal desempeño del cargo.

Como recordaba en una entrada anterior, hay que tener en cuenta que con nuestro actual sistema procesal cualquier ciudadano puede convertir a otro en sospechoso y lograr que un juez lo coloque en la condición de investigado. Podríamos encontrarnos con que nadie quiera asumir el riesgo de desempeñar un cargo público de naturaleza representativa. En mi opinión, por lo tanto, las dos reformas habrían de ir de la mano. Y por supuesto habría que asumir democráticamente las consecuencias del gran paso que se va a dar, no vaya a ser que haya que volver a revisar el sistema de aforamientos luego de haberlo cambiado.

Vincular la eliminación de los aforamientos con la corrupción es poner en un serio aprieto al poder judicial. Conviene ser conscientes de que suprimir los aforamientos trae consigo ni más ni menos que el reconocimiento implícito por medio de la ley de que dentro de los tribunales del Estado hay unos que son más independientes que otros. Y me pregunto si no habría sido conveniente un pronunciamiento de los jueces sobre este asunto.

Por eso, más importante que todo ello sería, tal como al parecer algunos están intentando, revertir la política romerorobledista de vasos comunicantes que han llevado los partidos políticos con y entre jueces y asociaciones judiciales, surgida de hábitos moralmente poco saludables, a fin de que los ciudadanos recuperen la confianza en el poder judicial.

Con ello se evitaría en parte que la gente siguiera pensando, como en la alegórica representación que El Bosco hace en El carro de heno, que el aforamiento fuera el mejor lugar del mundo donde a cualquier político le gustaría estar.

Esta debería ser la condición de la condición que a la condición se hace.


 

Imagen: El carro de heno. El Bosco. Museo del Prado