Por Enrique Gandía

Ante el incumplimiento definitivo del deudor, el acreedor cuenta esencialmente con dos remedios de carácter alternativo: resolver el contrato o exigir el cumplimiento específico de la obligación. Además, tanto si opta por uno como por el otro, siempre puede pedir el resarcimiento de los daños y perjuicios que ese incumplimiento le haya ocasionado (art. 1124 CC).

Pues bien, cuando lo que se incumple es una obligación de dar una cosa específica que el deudor sigue pudiendo entregar, es muy fácil distinguir entre acción de cumplimiento (art. 1096 I CC) y acción resarcitoria (arts. 1101 y ss. CC), dado que una y otra tienen presupuestos claramente diferenciables. En efecto, para pedir la ejecución in natura de la obligación, el acreedor sólo debe probar la existencia del crédito, recayendo en el deudor la carga de acreditar la no subsistencia de la obligación, bien porque ha habido cumplimiento (art. 1156 I CC) o bien porque la cosa se ha perdido o destruido sin su «culpa» (luego volveremos sobre este concepto) y, por tanto, ha quedado liberado (arts. 1156 II y 1182 CC). En cambio, si lo que quiere es que se le resarzan los daños padecidos, tendrá que demostrar, en primer lugar, la existencia de esos daños, pero, además, el dolo o la culpa del deudor y la relación de causalidad. Podemos decir, por tanto, que la acción de cumplimiento se da siempre que hay incumplimiento, mientras que la indemnización de los daños es una pretensión accesoria y contingente que está sujeta a la concurrencia de requisitos adicionales.

Ejemplo: A vende a B una pintura de Giuseppe Amisani por tres millones y medio de euros (3.500.000 €), que el comprador quiere poner en el salón de su casa. Vencido el plazo y negada la entrega, B podría demandar a A exigiendo la ejecución en especie de la obligación, es decir, que se le ponga posesión del cuadro, empleando para ello los apremios precisos y recurriendo incluso al auxilio de la fuerza pública si fuese necesario (art. 701 LEC). Pero lo que no podría hacer es pedir el resarcimiento de daños, puesto que el incumplimiento no le ocasionó ningún perjuicio (más allá de no haber obtenido la cosa, que no es en sí misma un daño). Cuestión distinta es que B fuese un tratante de arte que, tras comprar el cuadro, hubiese apalabrado su reventa a un tercero por cuatro millones de euros (4.000.000 €) y que ese negocio se hubiera frustrado precisamente por la falta de entrega de A. Ahora, además del cumplimiento específico, B podría exigirle a A medio millón de euros (500.000 €) en concepto de lucro cesante, siempre y cuando consiguiese acreditar la realidad del mismo (según la regla general del art. 217.2 LEC).

Sin embargo, el asunto se complica cuando la entrega de la cosa deviene imposible para el deudor. En este otro supuesto, el acreedor ya no podría pretender el cumplimiento in natura y, si no le interesa resolver el contrato, tendría que conformarse con recibir el equivalente dinerario de la prestación (el llamado «cumplimiento por equivalente» o «por sustitutivo», como se lee en alguna sentencia). Pero, en tal caso, ya no está tan claro que ese equivalente dinerario (la aestimatio rei) sea algo distinto de la indemnización de daños. Y no lo está por dos razones: la primera es que el objeto de la prestación se ha transformado en un bien (el dinero) que comparte la misma naturaleza que el objeto del resarcimiento; y la segunda es que, al menos en apariencia, ambas pretensiones (cumplimiento e indemnización) presuponen la «culpa» (= negligencia) del deudor.

La debilidad de lo primero como argumento es evidente, aunque lo segundo requiere un poco más de explicación. Conforme al artículo 1182 del Código civil, la obligación que consiste en entregar una cosa determinada se extingue cuando esta se pierde o destruye sin culpa del deudor y antes de haberse éste constituido en mora. Luego, en sentido contrario, la obligación no se extingue y el deudor no se libera si la cosa se perdió por su «culpa». Y si tenemos en cuenta, después, que «el obligado a dar alguna cosa lo está también a conservarla con la diligencia propia de un buen padre de familia» (art. 1094 CC), contamos ya con todos los mimbres para construir la aestimatio rei como una partida más (el «daño mínimo» se dice en ocasiones) del id quod interest. En efecto, podría pensarse que si el acreedor está obligado a «resarcir» el valor de la cosa perdida o destruida es porque fue negligente al conservarla e incurrió, por tanto, en responsabilidad contractual (arts. 1101 y ss. CC). En consecuencia, tratar de distinguir el cumplimiento por equivalente de la indemnización de daños y perjuicios sería un puro artificio conceptual carente de relevancia práctica (o, peor aún, constituiría un medio para obtener el resarcimiento obviando «las condiciones imprescindibles en la estimación de toda pretensión indemnizatoria», como dice Sánchez Castro, «El cumplimiento por equivalente: ¿un modo de evitar los requisitos imprescindibles en toda pretensión indemnizatoria?», ADC, 2010, p. 1733, vid. aquí una recensión coincidente del Prof. Alfaro).

A pesar de todo, creo que lo más correcto es mantener ambas cuestiones separadas, porque, en puridad, continúan estando sujetas a presupuestos distintos. En concreto, y en contra de lo que pudiera parecer a simple vista, la «culpa» (= negligencia) sigue siendo irrelevante a la hora de pedir el cumplimiento también cuando éste sólo resulta posible por equivalente. La confusión viene de que, a menudo, se pasa por alto que el artículo 1182 del Código civil emplea el término «culpa» en un sentido distinto al que lo hacen los artículos 1094 y 1101 (este último habla, en concreto, de «negligencia»). Cuando el primero de estos preceptos dice que la obligación se extingue si la cosa se pierde o se destruye sin «culpa» del deudor, no se está refiriendo a la falta de diligencia prestable o negligencia, sino al «hecho propio» (vid. art. 798 I CC) o simple imputación (o autoría) material de la desaparición sobrevenida de la cosa al deudor (vid. al respecto el magistral estudio de BADOSA, F., La diligencia y la culpa del deudor en la obligación civil, Bolonia [Publicaciones del Real Colegio de España], 1987, pp. 863 y ss.; y un resumen del propio autor en ID., «Artículo 1183», en Paz-Ares [et al.] [dirs.], Comentario del Código civil, tomo II, Madrid [Ministerio de Justicia], 1991, pp. 257 y ss.). Es decir, que el deudor no se libera cuando en la conservación de la cosa ha puesto la diligencia de un buen padre de familia, sino sólo cuando su pérdida o destrucción no ha sido causada directa o indirectamente por él. En otras palabras, el deudor corre con el riesgo de una eventual imposibilidad sobrevenida de realización específica de la prestación que se derive de todo hecho que le sea objetivamente imputable.

Ejemplo: A, residente en Palma de Mallorca, heredó de su tío una fabulosa colección de libros jurídicos alemanes del siglo xix, cuyo valor de mercado ascendía a un total de veinte mil euros (20.000 €). Pero, como no era particularmente bibliófilo y tenía poca idea acerca de lo que había heredado, accedió a vendérselo a un particular alemán por un precio de cinco mil euros (5.000 €), pactándose que el pago se haría al contado y que la entrega tendría lugar al cabo de ocho meses, cuando el comprador fuese de veraneo a las Baleares. Durante todo ese tiempo, A guardó los libros en el desván de su casa envueltos en plástico, a resguardo del sol y de la humedad de la isla, como hubiera hecho cualquier hijo de vecino. Sin embargo, un conservador experto habría sabido —supongámoslo así— que el papel empleado en la Alemania del siglo xix se torna quebradizo con una humedad relativa excesivamente baja, y que la mejor forma de evitar su deterioro es mantenerla a un nivel constante de entre el setenta y el setenta y cinco por ciento. Así las cosas, cuando el comprador se presentó en el domicilio de A y éste fue a buscar los libros para entregárselos, se encontró con la desagradable sorpresa de que la mayor parte de las páginas se habían «petrificado», y nada más abrirlos quedaron literalmente reducidas a polvo.

En estas circunstancias, ¿cuánto dinero tendría derecho a recibir el adquirente: los cinco mil euros (5.000 €) que pagó o los veinte mil (20.000 €) que valía la colección? Si seguimos la tesis de que el cumplimiento por equivalente está sujeto a los mismos presupuestos (daño, culpa y relación de causalidad) que la indemnización de daños y perjuicios, deberíamos concluir que el vendedor tan sólo debería restituir el precio, esto es, los cinco mil euros (5.000 €). En efecto, desde este punto de vista, A habría actuado sin «culpa» (= negligencia) al destruir la cosa, puesto que se comportó con la diligencia de un buen padre de familia (art. 1094 CC), de manera que la obligación se habría extinguido (art. 1182 CC) y no debería indemnizar daño alguno (arts. 1101 y ss. CC). Tan sólo tendría que restituir lo cobrado, esto es, los cinco mil euros (5.000 €), dado que, en los contratos sinalagmáticos, el riesgo de la contraprestación cae por regla general del lado del deudor. Ahora bien, si entendemos que la perpetuatio obligationis no está sujeta a los mismos requisitos que la indemnización de daños y perjuicios y, en particular, que es independiente de la culpa (= negligencia) del deudor, llegaríamos a la conclusión contraria (y a mi juicio más acertada): como la destrucción de los libros es materialmente imputable al deudor (al margen de cualquier infracción de un deber de diligencia), esto bastaría para considerar que la cosa se perdió por su «culpa» (= hecho propio) (art. 1182 CC) y, por lo tanto, aquél estaría obligado a satisfacer al acreedor la aestimatio rei, o sea, los veinte mil euros (20.000 €) que valía la colección. Aunque, eso sí, como el vendedor obró diligentemente (i. e. sin culpa = negligencia), el comprador no podría reclamar un eventual lucro cesante, en caso de que, por ejemplo, tuviera ya acordada la reventa de los libros con un tercero.

Como vemos, la culpa entendida como falta de diligencia, que —por regla general— ha de concurrir en la exigencia de responsabilidad, carece de relevancia a la hora de pedir el cumplimiento por equivalente. Y esto no tiene importancia sólo en el plano material —como pone de manifiesto el ejemplo anterior—, sino también y sobre todo en el procesal, porque, como hemos dicho al principio, el acreedor que ejercita una acción de daños y perjuicios —en principio (cfr. arts. 1563 y 1769 II CC)— tiene que probar esa negligencia como elemento constitutivo de su pretensión (art. 217 LEC), en tanto que aquel otro que entabla una acción de cumplimiento (por equivalente), sólo debe acreditar la existencia de la obligación, desplazándose sobre el deudor la carga de su extinción por causa no imputable (art. 1183 CC). Además, quien pretende la reparación de los daños tiene que acreditarlos y cuantificarlos, con las dificultades prácticas que eso comporta (piénsese, sin ir más lejos, en las que presenta la tasación del daño moral), mientras que para pedir la aestimatio rei basta con justificar el valor de mercado de la prestación devenida imposible.

No hay, pues, buenas razones para considerar que el cumplimiento por equivalente y el resarcimiento de daños y perjuicios son la misma cosa, como sin embargo hace la mayoría de la doctrina y buena parte de la jurisprudencia (si bien es verdad que, muchas veces, se afirma que estamos ante un resarcimiento sometido a una serie de requisitos especiales —subsidiariedad, daño in re ipsa y carácter objetivo— con lo que, al final, todo se reduce a una cuestión puramente semántica…).

Nota bibliográfica:

Como en el texto, y a favor de la distinción: además de Badosa, obs. cits., E. Llamas, Cumplimiento por equivalente y resarcimiento del daño al acreedor, Madrid [Wolters Kluwer], 2020, passim, y los autores citados por éste en pp. 54 y ss.

En contra, además de Sánchez Castro, que aporta abundante jurisprudencia en un sentido y otro: F. Capilla, La responsabilidad patrimonial universal y el fortalecimiento de la protección del crédito, Cádiz [Fundación Universitaria de Jerez], 1989, p. 52; con dudas, Ángel Carrasco, Derecho de contratos, 3.ª ed., Cizur Menor [Civitas – Thomson Reuters], 2021, pp. 1171 y 1172; Luis Díez-Picazo, Fundamentos de Derecho civil patrimonial, vol. II, 6.ª ed., Cizur Menor [Civitas – Thomson Reuters], 2008, p. 781; José Luis Lacruz (et al.), Elementos de Derecho civil, tomo II, vol. 1, 5.ª ed., Madrid [Dykinson], 2013, p. 163; Fernando Pantaleón, «El sistema de responsabilidad contractual (materiales para un debate)», en ADC, 1991, pp. 1054 y 1955; Rafael Verdera, El cumplimiento forzoso de las obligaciones, Bolonia [Real Colegio de España], 1995, pp. 208-213; etc.

Y en sentido contradictorio, Encarna Cordero y M. Jesús Marín López, Derecho de obligaciones y contratos en general, 6.ª ed., Madrid [Tecnos], 2022, que en un sitio dicen que «técnicamente es más correcto calificar [el cumplimiento por equivalente] como acción de resarcimiento de daños» (p. 303), pero en otro afirman que «[l]a indemnización por daños no es cumplimiento por equivalente», y que «lo correcto es considerar que son instituciones distintas, sujetas a un régimen diferente» (p. 389).


Imagen: Giuseppe Amisani, Katia.