Por Jesús Alfaro Águila-Real

Cuando hace mucho tiempo escribía sobre condiciones generales y sugería que era una mala idea que la gente leyera la letra pequeña de los contratos, el consejo sonaba algo escandaloso pero estaba basado en lo que los economistas nos decían acerca del comportamiento humano racional. Entonces decía que eso no significaba que no tuvieran sentido normas como las de los artículos 4 y 5 de la Ley de Condiciones Generales que obligan al predisponente a entregar un ejemplar de éstas al consumidor, a más tardar, en el momento de la celebración del contrato. Decía entonces que el significado de la adhesión del consumidor a las condiciones generales tenía valor, pero no el valor de consentimiento contractual que los teóricos tradicionales le atribuían (lo que les impedía, a continuación, justificar el control del contenido de las mismas). Decía más o menos que

La adhesión a unas condiciones generales o cláusulas predispuestas

principles of… significa tres cosas (al margen de que… refleja, simultáneamente, el consentimiento del consumidor a la celebración del contrato). En primer lugar, al “adherirse”, el consumidor se da por enterado de la existencia de condiciones generales aplica­bles al contrato; en segundo lugar, toma conocimiento de cuáles son éstas y puede disponer de ellas durante la vida del contrato si, como disponen las normas legales, tiene derecho a exigir la entrega de un ejemplar del clausulado; por último, y esto es lo menos obvio, la adhesión puede interpretarse razonablemente como una “autorización” del consumidor al empresario para que establezca -en las cláusulas predispuestas- regulaciones equivalentes al Derecho supletorio. Escribimos “autorizar” entre comillas porque las condiciones predispuestas, como su nombre indica han sido redactadas antes de que el adherente “autorice” al predisponente a hacerlo. Pero debe entenderse en sentido figurado. El cliente, con su adhesión, acepta que sea el predisponente el que reglamente las relaciones (porque el empresario puede proporcionar la regulación contractual a menor coste que el consumidor y, por tanto, sería irracional que tal labor se asignara al consumidor), pero, dado que no va a controlar lo que el predisponente haya hecho (leyéndolas, discutiéndolas y negándose a firmar el contrato en su caso), éste, de acuerdo con las exigencias de la buena fe, está obligado a incluir en dichas cláusulas predispuestas exclusivamente aquella regulación que la otra parte, de haberlas leído y discutido, habría aceptado. Y, por tanto, sólo será válida aquella regulación que sea conforme con el derecho supletorio, es decir, con el Derecho aplicable cuando las partes no han pactado nada. La razón es fácil de exponer: dado que tal regulación sería la aplicable a falta de pacto hay que entender que es la que podría aceptar el adherente, de forma que su contenido no afecta a su decisión de contratar. Piénsese que cuando un individuo celebra un contrato y no regula específicamente una cuestión es porque supone que la regulación legal supletoria será “razonable” y porque sus efectos sobre el valor que para él tiene el objeto del contrato serán despreciables. Usando una expresión que nos parece afortunada, el Derecho dispositivo supletorio reproduce las “expectativas normativas de las partes de un contrato”.

Luca Enriques ha publicado un post en el Blog de Oxford en el que se sorprende que los legisladores sigan creyendo que la obligación de formular un folleto informativo a cargo de los emisores de valores dirigidos al público inversor – a los minoristas – protege de alguna forma significativa a éstos. Como los adherentes, dice Enriques, los inversores minoristas no leen el folleto. De manera que cabe preguntarse por qué, cuando alguien quiere vender al público acciones u obligaciones tiene que embarcarse en producir y publicar un folleto, tarea engorrosa y muy costosa en términos económicos. Nos dice Enriques, sin embargo que eso no significa que la obligación legal carezca de cualquier sentido. Tiene tres.

El sentido de la obligatoriedad del folleto informativo

El primero es que el folleto “publica” la información sobre los valores emitidos en un solo acto y pone la información a disposición de cualquiera, de manera que los que negocian profesionalmente con valores (y que toman las decisiones de adquirirlos o no por cuenta de los inversores minoristas que participan a través de instituciones de inversión colectiva) puedan preciar adecuadamente los valores ofertados. Estos inversores profesionales sí tienen incentivos para leer el folleto, incluso, leer entre líneas ya que si descubren algo que no es obvio para cualquier otro lector del folleto, podrán adoptar una decisión de comprar o no comprar más racional. Los inversores minoristas que decidan acudir personalmente a esas ofertas resultan así protegidos por la labor de los inversores profesionales. Pueden subirse a la espalda de éstos y viajar gratis. De ahí la importancia que tiene que, cuando una emisión – como la de las acciones de Bankia o las de las preferentes – se dirige a los inversores minoristas, haya un tramo dirigido a los inversores institucionales. Como no es racional que los minoristas inviertan en adquirir y procesar la información (porque su inversión es de muy reducido tamaño y los costes de aquello son relativamente muy elevados), se reducen los costes de transacción si los profesionales son los que invierten en ello). De ahí también, que el Supremo tenga un buen argumento para distinguir, en el caso de las acciones de Bankia, entre inversores minoristas e inversores institucionales en cuanto a aceptar la existencia de un vicio del consentimiento (rectius, responsabilidad por folleto) en la suscripción de tales acciones.

La segunda función que cumple la obligación de formular un folleto se corresponde con la segunda que nosotros atribuíamos a la adhesión: que los inversores puedan saber, después de haber adquirido las acciones, qué información dio el emisor y, en su caso, poder demandar al emisor por haber difundido en el mercado información falsa, incorrecta o incompleta.

Y la tercera función es la de excluir del mercado a los emisores de más baja “calidad”, los vendedores de humo o de parcelas en el cielo (lo que hace inevitable pensar en que se sometieran a un control semejante los programas electorales de los partidos políticos). De hecho, esta es la finalidad atribuida, por ejemplo, a la exigencia de un capital mínimo en la constitución de sociedades o al propio proceso de constitución mediante la inscripción en un registro público de las sociedades.

A partir de ellas, Enriques saca las oportunas

Conclusiones para la regulación del folleto

La primera es que no se establezcan precios distintos para los inversores institucionales y los inversores minoristas ya que, en tal caso, los inversores minoristas descontarían fuertemente que pueden ser “engañados” ya que se les está pidiendo a ellos un precio más elevado que a otros por la misma mercancía. Naturalmente, en sentido contrario, no permitir tal diferenciación de precios reduce los incentivos de los inversores profesionales para analizar la información proporcionada por el emisor, pero esta reducción de los incentivos parece asumible si tenemos en cuenta que, igual que los accionistas significativos en relación con el control de los administradores, los inversores profesionales actúan en su propio interés al examinar tal información. La competencia entre ellos, al igual que la competencia entre los productores de cualquier otro bien o servicio beneficia a los consumidores y les impide retener todas las ganancias de su inversión. En otros términos, un mercado competitivo entre inversores profesionales les impediría llegar a un acuerdo con el emisor para obtener, todos ellos, el mismo y más bajo precio que los inversores minoristas. De todas formas y como recuerda Enriques, es ya una buena práctica consolidada en nuestros mercados que el precio deba ser el mismo para inversores institucionales y para inversores minoristas.

La segunda sugerencia es menos obvia: que el contenido de los folletos se corresponda con la información útil para los inversores profesionales. Es menos obvia porque, en la cabeza de un regulador ingenuo, como en la cabeza de un legislador ingenuo de las condiciones generales de la contratación, el texto del folleto debería ser comprensible y tener el contenido útil para el inversor minorista. Pero la sugerencia de Enriques tiene todo el sentido. No queremos que el consumidor ni el inversor minorista lea las condiciones generales o el folleto. Queremos que otros lo hagan por él y se lo den “masticado” cuando éste lo necesite. De tal conclusión, el autor extrae una sugerencia regulatoria: no hace falta obligar al emisor a incluir un resumen del folleto (art. 27 LMV) ni a exigirle que detalle los riesgos, ni a obligarle a publicarlo en una forma determinada, ni siquiera a imponerle la lengua en la que el folleto ha de ser publicado.

Es discutible incluso – nos dice Enriques – que sea necesaria la aprobación administrativa del folleto por parte del órgano público que vigila los mercados. No establecemos, por seguir con el símil, una obligación de aprobación previa de las condiciones generales como requisito para que un empresario pueda utilizarlas en el tráfico. Si hay compradores sofisticados para los que la información es relevante, los emisores la proporcionarán voluntariamente.

La propuesta de Enriques tiene, a su favor, un argumento añadido: la aprobación administrativa crea una apariencia de regularidad y “bondad” de los valores emitidos que constituye una falsa promesa al público. El público en general tenderá a creer que si se ha aprobado por la CNMV, no pueden perder el dinero invertido. Y esa es una promesa evidentemente falsa pero que no puede evitarse que los consumidores acepten como verdadera. Y lo que es peor, los vendedores de tales valores (los bancos que ofrecen el producto a los inversores minoristas) lo utilizarán, sin duda, para reflejar la honestidad de su oferta y, lo que es aún peor, los políticos se verán impelidos a rescatar a esos inversores si, a posteriori, se revela que los valores eran un producto peligroso. Un papel más protector del inversor minorista para la CNMV es el de advertir a éstos de la presencia en el mercado de emisores deshonestos, como lo hacen, regularmente, cuando advierten la presencia en el mercado de un operador no autorizado y, sobre todo, como lo hacen cuando hay una emisión que no ha sido supervisada por ella. Si la CNMV se concentrara en suministrar información al mercado sobre emisores poco escrupulosos mas que en la labor de revisar los folletos, quizá su contribución al bienestar general sería mayor. Porque de lo que estamos bastante seguros es que esta contribución cuando de revisar folletos se trata, añade poco valor y reduce, a menudo, el valor informativo de los folletos con sus exigencias de estandarización.

Como siempre, no hay comidas gratis, y Enriques concluye recordándonos que preparar el folleto cuesta entre un millón y tres millones de euros lo que expulsa del mercado las emisiones de reducido tamaño. Y eso no significa que tales emisiones no tengan lugar, significa simplemente que los que apelan al ahorro público utilizarán otras vías menos eficientes (necesariamente porque su elección era la de hacer una emisión en el mercado de valores) para lograr el capital que necesitan. Y estas otras vías no garantizan una mejor protección de los inversores minoristas. Piénsese, solo, en las dificultades para aprobar una regulación liberal del crowdfunding. Estas barreras a la entrada en los mercados de financiación de las empresas sólo favorecen a los incumbentes y perjudican el crecimiento económico elevando el coste del capital sin proteger a los inversores minoristas, como siempre que ocurre cuando el legislador distorsiona los incentivos de los particulares que, también como siempre, tratan de minimizar los costes de transacción.