Por Norberto J. de la Mata

Una de las reformas más llamativas (no sé si importantes) que introduce la Ley Orgánica 1/2015 en el Código Penal es la reformulación del delito de malversación. A ello ya se ha referido en este mismo blog el profesor Nieto insistiendo en la, ahora, punibilidad del “despilfarro no presupuestado”. Es cierto que la redacción del nuevo art. 432.1 CP contempla por fin la sanción de la administración desleal del patrimonio público. Es, quizás, la novedad del Capítulo VII a la que más atención se ha prestado.

Hay otras, claro: la introducción del tipo superagravado para malversaciones superiores a 250.000 euros en el art. 432.3 pfo. 2º, la sorprendente cláusula privilegiadamente atenuatoria del nuevo art. 434, la no menos sorprendente previsión de una malversación impropia para administradores concursales en el art. 435.4º. Además de modificaciones y supresiones en relación con el texto anterior. Es importante también lo que no se recupera, a pesar de que el debate está ahí, del texto anterior a 1995. En especial el antiguo delito de desviación de fondos a otros intereses públicos (art. 397 del Texto refundido de 1973) y la no del todo bien denominada malversación imprudente (art. 395). Pero, veamos,

La nueva figura de administración desleal

¿Va a tener trascendencia? Tengo mis dudas.

  • De entrada estamos ante un delito que requiere la constatación de “dolo”, lo que excluye negocios arriesgados, inversiones desacertadas, previsiones equivocadas de costes de ejecución.
  • Habrá que excluir también del nuevo precepto todos aquellos supuestos de “despilfarro presupuestado”: así, la creación de grandes infraestructuras absolutamente innecesarias (pensemos, por ejemplo, en aeropuertos inútiles) o la celebración de eventos faraónicos cuestionables en términos de política social (pensemos, por ejemplo, en recibimientos a autoridades exagerados o en organización de competiciones deportivas cuando menos cuestionables incluso en términos de rentabilidad económica a largo plazo).
  • Y habrá que excluir los casos en que no se constate un perjuicio patrimonial. No una posibilidad de perjuicio. No. Un perjuicio patrimonial concreto. Claro. Según interpretemos este elemento el ámbito de lo excluido será mayor o menor. Pero si seguimos como hasta ahora entendiendo este concepto (de forma equivocada) desde un punto de vista meramente contable, van a quedar fuera del precepto todos aquellos supuestos en que el despilfarro, aun no presupuestado, revierta en lo público, todos aquellos supuestos en que el gasto, con alteración del destino presupuestario establecido, revierta en lo público, todos aquellos supuestos en que simplemente (en realidad no tan simplemente) exista un incumplimiento presupuestario. O sea, todos aquellos supuestos en que, contablemente, no se pueda afirmar que la Administración tenga menos de lo que tenía antes de realizarse la conducta funcionarial a enjuiciar (salvando costes de depreciación, deflación monetaria, etc.). Y, sí, la cosa cambia cuando definimos el patrimonio desde un punto de vista funcional (lo que hasta ahora pocos sostenemos ha de hacerse), ya que en este caso el patrimonio podrá entenderse dañado cuando lo que se tiene no es lo que se tenía que tener, lo que todos, a través de nuestros representantes electorales, habíamos decidido que se tuviera con la aprobación de cada presupuesto por más que en términos contables parezca tenerse lo mismo.

Mucho me temo que la nueva figura de la administración desleal del patrimonio público va a acoger tan solo supuestos de apropiación indebida de fondos públicos (los de siempre) en que no se logra probar su incorporación al patrimonio del funcionario. Supuestos en los que se prueba que falta dinero de la caja, pero que no se sabe muy bien dónde ha ido.

Más aún, en realidad muchos supuestos aparentemente auténticos de administración desleal (no los que se asocian a esa dificultad probatoria de la apropiación) esconden auténticos casos de apropiación indebida. ¿Por qué? Porque el funcionario en vez de directamente sustraer los fondos públicos a su cargo para incorporarlos a su patrimonio, realiza, por ejemplo, una contratación de obra pública (cuestionable en procedimiento, asignación y adjudicación), que es la que permite la salida presuntamente legal de tales fondos, parte de los cuales vuelven a él a través de la correspondiente comisión.

En todo caso, el gran debate, político y jurídico-penal  es si debe sancionarse pura y simplemente la incorrecta ejecución del presupuesto público. No estamos en 1995, época en la que había otras necesidades. En efecto, desde el punto de vista del interés a tutelar, y aceptando que seguimos dentro de los delitos contra el correcto funcionamiento de la Administración pública, es indiferente que el funcionario de turno (de carrera o político) se quede con cien mil euros; que los gaste en bienes o servicios teóricamente públicos pero al margen del presupuesto aprobado, o que los destine al pago de sobrecostes que tenían que haberse previsto y reflejado en el presupuesto inicial.

Lo que necesitamos es un concepto funcional de patrimonio (también del público) abandonando la idea trasnochada del concepto económico-contable del patrimonio. Necesitamos tutelar el correcto control del gasto público y prohibir penalmente el endeudamiento desorbitado, las irregularidades en el gasto; la gestión discrecional injustificada y la la inclusión de previsiones presupuestarias no asociadas a fines concretos.

¿Es esto intervencionismo penal excesivo? Quizá. Pero no estamos ya en la época de las manzanas podridas, sino, como con frecuencia se dice, en la de los cestos podridos. La malversación no puede seguir siendo el delito de la gestora judicial que se queda con cien, mil o diez mil euros; del secretario de un departamento universitario que poco a poco llega a apropiarse de hasta cuatro mil euros. Ésa es la malversación antigua. La malversación actual es la del despilfarro no presupuestado. No sé si la nueva regulación va a dar cabida a todos los supuestos de incorrecta gestión de lo público; los de despilfarro presupuestado sin lógica económica o social. Y creo que así debiera ser.