Por Juan Antonio Lascuraín

 

Peor para la teoría del delito.

En España ha hecho fortuna una frase que se atribuye al profesor Zugaldía, uno de nuestros primeros defensores de la responsabilidad penal de las personas jurídicas: “Si la responsabilidad penal de la persona jurídica no encaja con la teoría jurídica del delito, peor para la teoría jurídica del delito”. Lejos de una mera boutade, creo que la afirmación pone el dedo en la llaga de una pregunta mal formulada. Lo importante no es que esta nueva responsabilidad encaje en nuestros conceptos teóricos, en nuestro relativamente asentado modelo de comprensión del delito, edificado sobre la conducta individual. Este modelo no es sino un modelo prescriptivo en pos de la justicia. El delito no es una acción típica, antijurídica y culpable (ATAC), formulado cada uno de estos elementos de determinado modo, sino que debe serlo para ser justo, para respetar los valores y principios de nuestro ordenamiento. Dicho de otro modo: el delito no es una ATAC, sino que debe serlo como una forma de ser justo, sin que de ello se derive que sea la única manera de serlo.

La pregunta es entonces si este esquema de justicia orientado a la responsabilidad individual nos vale para la responsabilidad penal de las personas jurídicas. O qué nos vale del mismo. Porque si no vale, o no vale del todo, porque no vemos una conducta humana individual o porque no vemos capacidad psíquica de comprensión de la ilicitud del hecho, por ejemplo, la respuesta no debería ser un “no puede ser”, un “no es justa”, sino más bien “no es justificable por esta vía”. Pero si no queremos tomar el rábano por las hojas deberíamos elevarnos a nuestros criterios de justicia y preguntarnos si la responsabilidad penal de las personas jurídicas es justa conforme a los mismos, y no, sin más, si se adapta a una cierta elaboración de tales criterios y a su concreción en ciertos requisitos para la pena, sí, pero pensando en comportamientos individuales. Y es que aquí se trata de otra cosa: de atribuir responsabilidad a un grupo de individuos que se relacionan entre sí de forma reglada y compleja para administrar un patrimonio.

 

¿Cuándo es justa una norma penal?

En realidad, es esta una pregunta muy cotidiana que subyace en el debate ciudadano ante cualquier propuesta de reforma penal orientada a crear nuevos delitos o a aumentar las penas. La verbalización suele ser la de “queremos penas más justas”; “queremos penas más eficaces”. La justicia se proclama aquí como eficacia en la protección de lo justo; en la prevención de conductas que se entienden injustas. Es la cuestión de la justicia como eficacia para un estado de cosas a su vez justo. Por recordar algunos debates más o menos recientes en España, demandas de justicia de este tipo son las de la tipificación expresa de la violencia de género; las de la previsión de prisión permanente revisable para, entre otros delitos, los casos más graves de asesinato; o la del delito de abandono de lugar del accidente de tráfico, que se acompañó de una expresiva campaña #porunaleyjusta.

En cualquiera de los ejemplos anteriores, en el debate de la justicia de la modificación del Código Penal han surgido los contraargumentos relativos a la justicia como eficiencia. El fin puede ser loable pero los costes de la intervención, excesivos, que hacen que desde el punto de vista valorativo no merezca la pena – no sea justa – la intervención, cosa que solemos medir con nuestros principios (que es con lo que medimos nuestros valores). No hace falta irse a los extremos ejemplos de la pena de prisión a las madres de los terroristas o de la amputación de manos para los ladrones. En los casos anteriores de demandas de justicia como eficacia se han opuesto contundentes argumentos de injusticia como ineficiencia. Así, se ha alegado que los tipos de violencia de género con contrarios a la igualdad si no contienen un elemento de dominación; a la prisión permanente revisable se le afea que sea indeterminada, inhumana y opuesta al mandato de resocialización; y al delito de abandono del lugar del accidente de tráfico – que presupone que no hay una situación de desamparo y de necesidad de socorro (art. 382 bis CP) -, la vulneración del derecho del sujeto a su defensa y a la presunción de su inocencia en su vertiente de no poder ser compelido a aportar pruebas contra sí mismo.

 

Tesis

En lo que sigue me propongo sostener que la responsabilidad penal de las personas jurídicas es justa. Por eso esta entrada se llama “Elogio de la responsabilidad penal de las personas jurídicas”. Y es justa en las dos vertientes de justicia antes reseñadas: es eficaz y no es ineficiente.

La responsabilidad penal de las personas jurídicas es justa porque es eficaz para una situación justa, para la protección de bienes justos. Sirve para el mantenimiento de nuestro sistema económico, severamente amenazado, insuficientemente protegido por nuestros resortes penales tradicionales en relación sobre todo con los delitos de empresa. Si quiere verse así, la introducción de pena para las personas jurídicas es una reforma “progresista”.

Y es justa porque no es ineficiente: porque no tiene mácula esencial de ineficiencia. Ciertamente, como se verá, presiona el principio de culpabilidad en su vertiente de personalidad de las penas, de identidad entre agente individual del hecho lesivo y sujeto individual efectivamente penado – relación que impone el valor de la dignidad de las personas -. Pero esa presión, si el sistema de imputación es adecuado, como intentaré demostrar, no afecta al núcleo esencial del principio y en cambio procura importantes réditos de justicia en el primero de los sentidos (justicia como eficacia).

 

La responsabilidad penal de las personas jurídicas es eficaz.

Vamos con lo primero: con el déficit de prevención al que puede subvenir la responsabilidad de la empresa misma. Ese déficit fue ya magistralmente puesto de manifiesto por B. Schünemann en los años 80 del siglo pasado y es el fruto de una combinación de factores de aliento al delito y de ineficacia de la prevención penal individual en los delitos de empresa.

Como ha sido teorizado desde la criminología, una característica de las empresas como colectivo en materia de cumplimiento, en general y penal, es precisamente cierta inclinación potencial al incumplimiento. No se trata obviamente de un déficit moral de los empresarios, sino de que la competitividad propia de un sistema de libre mercado hace que las empresas tiendan al ahorro de costes o a la maximización de beneficios, y que en ello les vaya su propia pervivencia. Existe la constante tentación de deshacerse de los residuos tóxicos vertiéndolos al río, de no colocar redes de seguridad en los edificios en construcción, de sobornar a un funcionario para obtener un contrato público. Y en la organización interna de la empresa, en un mundo con escasez de puestos de trabajo, existe una segunda y también constante tentación: la de cada empleado de hacer lo posible para resultar bien visto por su empleador, incluso, llegado el caso, con trampas en favor de la empresa. Para mantener el puesto de trabajo o ascender a un puesto mejor.

Ante este panorama, y si partimos ahora de un esquema clásico de responsabilidad penal individual por acción, la empresa no tiene suficientes alicientes para disuadir los delitos individuales que se comenten en su beneficio, los incumplimientos penales que le favorecen. Si el vertido contaminante no es detectado, mejor para la empresa. Si lo es, peor para el individuo que lo haya ordenado o realizado. La empresa quedará solo sujeta a una reparación de los daños producidos que podrá serle rentable si se tiene en cuenta la probabilidad de que no sean detectadas.

La manera natural de combatir estos delitos es la responsabilización individual por acción u omisión. Esa responsabilización es extremadamente garantista por lo que supone para el honor y la libertad de los ciudadanos implicados. Y en ese garantismo, que elegimos, que asumimos – piénsese por ejemplo en la regla BARD (beyond any reasonable doubt), de que solo puede darse por cometido un hecho lesivo si resulta probado, no convincentemente, no preponderantemente, sino plenamente, más allá de toda duda razonable -, se nos escapa mucha prevención, sobre todo en ámbitos donde se suman varios comportamientos individuales, como es el de la empresa, donde hay numerosas escisiones entre decisión y acción y numerosos solapamientos entre prohibiciones y mandatos. Sabemos que se dio un curso de riesgo gravemente irregular pero no está claro quién lo desató, ni quien lo dejó de controlar, ni qué sabía el agente o el omitente. Es más, tenemos a veces la sensación de que los elementos probados del delito no se constatan en un solo comportamiento activo u omisivo de alguien, sino que solo es posible reconstruirlos con la constatación fragmentaria de lo que hicieron, parcialmente, y sabían, parcialmente, varias personas.

 

Remedios insuficientes

Esta complejidad, y cierta tendencia judicial, práctica, a acumular las responsabilidades penales hacia abajo en el seno de la empresa, fuera de los núcleos decisores, han tratado de ser combatidas dogmáticamente con éxito, pero con éxito limitado, con la responsabilidad individual por omisión y con la responsabilidad individual del representante. Como resulta conocido, en esencia, el resultado se puede imputar también objetivamente a quien teniendo un deber especial de garante no hizo lo razonablemente posible para evitarlo si con tal actuación debida hubiera evitado el resultado (art. 11 CP). Y como resulta conocido también, es posible una extensión de la autoría de los delitos especiales a quien actúe como representante del sujeto especial, que bien puede ser una persona jurídica (art. 31 CP).

La tendencia a residenciar la responsabilidad penal

hacia las bajas instancias de la jerarquía de la empresa, resultante de la técnica legal de descripción del supuesto de hecho típico, puede tener consecuencias fatales para el efecto preventivo de las normas de Derecho Penal y de Derecho Administrativo sancionador, porque muy a menudo el órgano inmediato de ejecución se da cuenta solo insuficientemente de las consecuencias de su propio modo de actuación, a causa de la división del trabajo y de la canalización de información en la empresa; porque dicho órgano solo tiene una pequeña fuerza de resistencia frente a una actitud criminal de grupo – es decir, frente a usuales prácticas irregulares de la empresa -, a consecuencia de su vinculación al establecimiento, a consecuencia de la notoriamente alta disposición a la obediencia del hombre en el sistema jerárquico, y a causa de la evidente técnica de neutralización «pero si yo solo actúo de un modo altruista en interés de la casa»; y finalmente porque los miembros inferiores de la organización de la empresa son fungibles en un alto grado, de modo que la dirección de comportamientos a través de normas penales solo puede conseguir una efectividad limitada” (Schünemann, ADPCP, 1988).

Que en estas estructuras dogmáticas, justas en cuanto tiendes a atribuir preventivamente a cada uno lo suyo, se haya avanzado mucho, no significa que se haya avanzado suficientemente en la lucha contra la impunidad de los delitos de empresa: en la justicia como eficacia. Reitero lo ya avanzado: en estructuras complejas como las empresas no siempre va a ser fácil recopilar con plenas garantías los datos que fundamentan una plena imputación objetiva y subjetiva del hecho. Plenas garantías, lo subrayo ya, que proceden de la amenaza de la pena de prisión y de la mácula que al honor supone el reproche individual. De nuevo con Schünemann (ADPCP, 1988):

El que la criminalidad de empresa pueda ser combatida con suficientes perspectivas de éxito con las posibilidades de responsabilización de miembros particulares de la misma […] es una de las más importantes y a la vez más difíciles cuestiones del moderno Derecho Penal económico. A favor de su negación, o al menos de un extraordinario escepticismo en su respuesta, hablan toda una serie de argumentos de peso: en primer lugar, la inviolable vigencia del principio de culpabilidad y del principio in dubio pro reo en la punición del autor individual; en segundo lugar, los modelos de explicación psicológico-colectivos de la criminalidad de grupo, que parecen sugerir también una medida colectiva de sanción; en tercer lugar, la concepción dominante en la doctrina de una notoria dificultad de prueba en el ámbito de la criminalidad de empresa, y en cuarto lugar, finalmente, el reducido efecto preventivo del Derecho penal en las organizaciones jerárquicas «tabicadas» por una moral propia”.

 

La responsabilidad colectiva, al rescate

El paso siguiente era la responsabilidad colectiva: el paso siguiente en la escalera de la justicia como eficacia. Si al final la persona jurídica no es sino un complejo grupo de relaciones personales formalizadas (una perspectiva distinta es la que ve la persona jurídica como un patrimonio con agencia), se puede atribuir a ese grupo el deber de organizarse para evitar sus externalidades más lesivas. El mensaje es: conforme a tus pautas organizativas, organízate para que desde tu actividad – desde tu empresa – no se desarrollen conductas individuales lesivas para otros y favorables para ti. Y, si esto va a ser un deber penal, para evitar caer en la indefinición, y en el consiguiente riesgo de inconstitucionalidad, voy a dibujar legislativamente las pautas esenciales de ese deber y voy a confiar en su razonable desarrollo jurisprudencial.

¿Qué significa esto y qué se consigue con esto?

Lo primero que merece la pena subrayar es que la atribución de este deber penal a la persona jurídica hace que su quiebra, su injusto, sea un injusto de desorganización. Es un delito de descontrol cuya gravedad constatamos si efectivamente se produce un delito individual, que opera así como una condición objetiva de punibilidad. El delito de la persona jurídica es un delito de mera conducta; si se quiere, el delito de ser mal policía de los suyos.

Es tentadora la idea de ver esto mismo desde la participación omisiva de la persona jurídica en el delito individual. Este enfoque, que puede ser fructífero para asentar algunos límites de la propia responsabilidad de la persona jurídica – por ejemplo, en materia de conductas individuales que lo sean de participación y no de autoría resulta demasiado limitativo desde la opción eficacista del legislador, y puede condenarnos a la casilla de salida. Tal cosa sucedería si se tratara de exigir en rigor una participación dolosa omisiva en el delito individual: si, a partir del deber legal de organización para la prevención del delito, se ha de constatar que desde la organización se sabe que un sujeto iba a delinquir y que la pasividad institucional hizo posible o al menos ayudó a que se desplegara el concreto delito individual.

La sana pretensión eficacista pretende una relación más laxa. Organízate para que los tuyos no delincan. Si no lo haces razonablemente, te penaré a ti también siempre que se produzca un delito individual y siempre que, por decirlo ahora con el artículo 31 bis CP, el mismo “se ha podido realizar” por tal defecto; no existían medidas idóneas para prevenir delitos de la misma naturaleza o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión.

 

El carácter penal como eficacia

Existe todavía un punto atinente a la eficacia que me gustaría subrayar. El sistema de responsabilidad sancionadora de las personas jurídicas está siendo eficaz – cabe afirmar que en los últimos años nuestras empresas se están organizando para evitar delitos desde las mismas – en buena parte porque es penal y no solo administrativo. El sistema de responsabilidad administrativa de las personas jurídicas lleva media vida entre nosotros, antes y después de la Constitución, y no solo no ha recibido grandes reparos, sino que ha sido visto con gran naturalidad, a pesar de que los valores y principios sancionadores son en esencia los mismos en nuestro sistema constitucional. Trataré de analizar luego el por qué. Lo que me interesa ahora destacar es la esencialidad del adjetivo “penal” en el sistema y cierta banalidad subyacente en la afirmación de que, como hacen otros ordenamientos, nos hubiéramos ahorrado algunos dolores de cabeza en lo que a la pureza de los principios se refiere con un sistema de sanciones judiciales que no se denominara “penal”.

Pasa con las personas físicas, pero se ve con toda claridad con las jurídicas. La prevención no es solo un asunto de probabilidad de la sanción y del contenido objetivo de esta. La pena es también, y en primer plano, reproche social, y con ello daño al honor. El individuo que ha sido condenado a una pena suspendible privativa de libertad tiene la honda carga de la condena y de un periodo previo de sometimiento al poder judicial intensamente restrictivo de su presunción de inocencia. Piensen ahora en nuestras empresas. Lo de menos puede ser la multa o el riesgo de la multa o la consideración social de infractor administrativo, algo cada vez más identificable con la propia condición de ciudadano. Lo de más es la catalogación de delincuente, y la previa de acusado, y la previa de imputado. Lo de más es el coste reputacional en un sistema fuertemente competitivo que no te va a impedir la portada del diario salmón.

 

Un pequeño corolario provisional

Al severo déficit de prevención de los delitos de empresa se ha respondido con un sistema que obliga penalmente a las empresas a mantener sistemas internos razonablemente eficaces de prevención penal. La punibilidad de esta omisión se condiciona a la existencia efectiva de un delito individual posibilitado por la organización. Este sistema está funcionando – justicia como eficacia – porque la sanción, en su penalidad, afecta severamente a los centros decisores de la persona jurídica.


Foto: Jordi Valls Capell