Por Cándido Paz-Ares

(Para muchos) “la representación política no es verdadera representación” (porque, en la representación política) solo serían relevantes dos momentos: el de la autorización (cuando los representantes son elegidos en las elecciones generales) y el de la rendición de cuentas (cuando pretenden revalidarse como tales en comicios sucesivos). La idea que preside esta aproximación es la de alejar el concepto de representación política de la gestión o cuidado de intereses ajenos propia del derecho privado. El cuidado de intereses ajenos no sería compatible con las propiedades más salientes de la representación política, pues en ella no hay ‘un lugar destacado para las preferencias expresadas por los representados’ y rige el principio de independencia del representante: no hay mandato imperativo, no hay instrucciones, no hay revocabilidad: arts. 67.2, 68.4, 71.1 CE. Aprecio aquí.. un exceso de espíritu geométrico. ¿No se resiente acaso el ideal de autogobierno si prescindimos completamente de las preferencias expresadas por los representados?

Una aproximación de la índole señalada resulta poco satisfactoria. Mirando únicamente al momento inicial y al momento final, se deja en la sombra el momento intermedio, el relativo al ejercicio del poder conferido, que invita a centrar la atención en la idea de gestión o cuidado de intereses ajenos. A mi parecer, este es un aspecto tan esencial como los demás. Es probable que en esta visión influya mi trasfondo privatista, condicionado por la dogmática del mandato. Pero en la contraria pesa mucho un error, el de equiparar mandato con mandato imperativo. Hay mandatos y mandatos. Como estudioso del derecho de sociedades siempre he pensado que la representación o el mandato colectivos son perfectamente compatibles con la independencia de criterio del agente.

Los administradores en nuestro derecho de sociedades son independientes del accionista que procura su nombramiento y no pueden ser revocados por él (art. 228 d) LSC). La junta general puede darles instrucciones (art. 161 LSC) o revocarlos (art. 223.1 LSC), como sucede con el referéndum o en las elecciones generales. Pero incluso en otras partes, como USA o Alemania, los administradores ni siquiera están obligados a seguir las instrucciones de la junta ni pueden ser revocados por esta más que si concurre justa causa. La representación legal se caracteriza también precisamente por la independencia del representante respecto del representado.

Me complace comprobar que en esto tampoco voy en mala compañía. No faltan autorizados teóricos de la política y del derecho que avalan una visión genuinamente representativa de la representación política.

En nuestra literatura destaco a Lifante 2009, Sartori o Bobbio son algunos de ellos.

La actuación del representante no deja de ser representativa porque sea discrecional; antes al contrario, porque es discrecional tiene que ser necesariamente representativa o fiduciaria. Esto significa que, por lo general, el representante no está sometido a normas de acción, pero sí a normas de fin, que le obligan a perseguir el interés del representado, equivalente en nuestro caso al interés general (cfr. Lifante, 2009, p. 521). Es cierto que la norma de fin en la representación política apenas tiene densidad regulativa (dentro del ‘interés general’ cabe prácticamente todo), pero cumple una importante función negativa, que es vedar la actuación en interés particular o ‘faccional’. Esta es una clave.

El sintagma ‘interés faccional’ en el contexto de la amnistía es un hallazgo de Arias, EL MUNDO 27-1-2024, p. 3. El adjetivo es más expresivo a nuestros efectos que ‘faccioso’, que sí está en el DRAE. La fenomenología del mal gobierno tiene dos figuras principales, el tirano y la facción. Toda la literatura del ‘malgobierno’ es una variación sobre estas dos figuras, según muestra, con su envidiable e inolvidable maestría analítica, Bobbio, 1999, pp 156-157

Este exordio sobre los peligros del reduccionismo no es gratuito. Abre la puerta para fiscalizar la amnistía en el momento intermedio desde la óptica del ‘buen gobierno’ o la ‘buena representación’ que echaba de menos Sartori en las construcciones más difundidas (Sartori, 1999, p. 5). Pretendemos con ello poner en cuestión la estrategia de los adalides de la amnistía, cuyos argumentos centran el tiro… en la existencia de una mayoría legítima en el momento inicial (cuando se forma para la investidura y la aprobación de la ley) y de una responsabilidad política en el momento final (cuando deban evaluarse sus consecuencias y, en función de ellas, decidirse el voto en los nuevos comicios). Del momento intermedio no se habla. Es una caja negra que pretende dejarse completamente sustraída de la órbita de los fiscalizable o justiciable.


Extracto (pp 146-149) de Cándido Paz-Ares, Las falacias de la amnistía, Comares 2024 que se presenta hoy en Madrid en la Fundación Ortega-Marañón a las 19.30