Gonzalo Quintero Olivares


Según parece, uno de los planes que tiene el PP para llevar a cabo en la nueva Eurocámara es promover la creación de un eurodelito de traición, destinado a reprimir cualquier intento de secesión de una parte del territorio de un Estado de la UE, así como la cooperación con una potencia extranjera hostil para perjudicar la seguridad o defensa europeas.

El concepto de eurodelito tiene una cierta historia que se remonta cuando menos al año 2003. Por aquel entonces, un nutrido grupo de penalistas de diferentes Estados europeos – yo, entre ellos – dio en la idea de proponer la creación de un grupo de delitos que fueran la consecuencia penal del reconocimiento de una serie de intereses comunes a todos los Estados de la UE.

La idea de partida era que las llamadas políticas comunes, son de importancia nuclear para todos los Estados miembros porque afectan a la economía , al trabajo, a la libertad, a la prohibición de discriminación, a la igualdad, a los recursos energéticos, y dan necesariamente lugar a la aparición y concreción de nuevos bienes jurídicos que merecen ese calificativo de ‘nuevos’ no tanto por ser desconocidos en los derechos nacionales sino porque en la medida en que plasman un interés común de los ciudadanos europeos experimentan una transformación de su significado material, cuya consecuencia más importante se escinde en dos vertientes: la lógica intervención sobre ellos de los órganos ejecutivos y parlamentarios de la Unión y, en segundo lugar, la exigencia de una tutela jurídica y jurídico-penal necesariamente igualitaria, pues otra cosa rompería la coherencia con el sentido comunitario y supranacional de esos bienes.

La plena virtualidad del deseado espacio judicial europeo ha exigido, a su vez, constantes y renovadas decisiones fortalecedoras tanto en lo que suponen para la fluidez de las relaciones entre órganos judiciales como en lo que concierne a las políticas comunes en materia procesal, policial y de seguridad. Pero es evidente, y así se percibía hace veinte años, que una política criminal unificada en relación con los intereses comunes no llegaría hasta que hubiera también un empeño compartido en la formulación y aplicación de algunas normas jurídico-penales de los derechos internos.

La convicción sobre la necesidad de armonizar el derecho penal, que durante tiempo estaba circunscrita al campo de los ideales o las fantasías de los europeístas convencidos, había sido formal y expresamente asumida en el Consejo Europeo que tuvo lugar en Tampere, Finlandia, el 15 y 16 de octubre de 1999. Decididamente se aceptaba que la política económica y social común exigía una justicia penal homogénea.

Una vía para conseguir esa meta era la de las indicaciones vinculantes sobre cambios a introducir en las leyes. En algunas cuestiones la UE ha dictado Decisiones Marco y Directivas que obligaban a modificaciones en la legislación nacional, en un principio sin concretar si las sanciones han de ser penales o administrativas, aunque cada vez hay más Directivas que imponen expresamente la sanción penal para materias de interés común (así, la relativa al abuso de mercado, de 2014; a la lucha contra el fraude y la falsificación de medios de pago distintos del efectivo, de 2019; o la protección del medio ambiente, de 2024).

La progresiva aproximación/armonización de las normas penales era obligada si se quería que funcionara el necesario sistema de reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales, acompañado de un sistema de detención y entrega inmediata que superara la extradición. Desde la cumbre de Tampere se planteó abiertamente la necesidad de que la asimilación del derecho penal fuera la regla, acercando los derechos internos en todo lo que se considerase compartible por todos los Estados, condición necesaria para conseguir la eficacia en los casos en que el autor del hecho no se encuentre en el territorio propio. Esa premisa, como es lógico, era imprescindible para la operatividad del sistema de arresto y entrega.

El problema era determinar la manera de poner en práctica todo eso, pues la homogeneidad de las leyes penales no podía alcanzarse dotando al Parlamento Europeo de capacidad legislativa penal, pues eso hubiera requerido un nuevo Tratado de la Unión y la modificación de casi todas las Constituciones de los Estados miembros.

Con ese objetivo, el año 2002 se aprobó la Decisión Marco (DM) reguladora de la Orden europea de arresto y entrega (el llamado “euroarresto”), con la que se iniciaba, para los Estados de la UE, la superación del régimen de la extradición y el acercamiento a la plena consecución del ideal del “espacio judicial europeo”. La DM debía ser trasladada al derecho interno, lo que en España se hizo mediante la Ley 3/2003, de 14 de marzo, sobre la orden europea de detención y entrega, luego sustituida por la Ley 23/2014, de 20 de noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea, que tiene por objeto “suprimir el principio de doble incriminación en relación con un listado predeterminado de delitos y regular como excepcional el rechazo al reconocimiento y ejecución de una resolución, a partir de un listado tasado de motivos de denegación”.

Los años transcurridos han mostrado una razonable eficacia del sistema, pero también dificultades prácticas con las que inicialmente no se contó, y como ejemplo más cercano baste citar las renuencias a cumplir con mandatos de arresto emitidos por jueces españoles por parte de Bélgica. Ello demuestra que cada Estado, más allá de las declaraciones retóricas, tiene sus reservas inconfesas. El ‘nacionalismo penal’ aparece siempre en mayor o menor medida. Pero, pese a esos concretos problemas, la posibilidad del “euroarresto” fue y sigue siendo un avance en la política criminal común, y, sin duda alguna, una superación del régimen de la extradición.

La condición para el funcionamiento del sistema es, evidentemente, el parecido entre las normas penales de cada Estado, aunque no es fácil de alcanzar, lo que explica que, por ejemplo, fuera preciso aprobar una definición común del terrorismo (a través de la Decisión marco 2002/475/JAI del Consejo, sustituida por la Directiva (UE) 2017/541) para que no hubiera contradicciones entre lo que cada Estado considera terrorismo. Y, pese a eso, la experiencia muestra la subsistencia de escollos, que en parte derivan de la excesiva prolijidad de la Directiva 2017/541, que en su larga relación de conductas susceptibles de ser consideradas como terroristas incluye algunas que en muchos Estados no tienen ese carácter.

En ese contexto irrumpe la propuesta de Núñez Feijoo sobre la traición y la necesidad de que sea incluida en la relación de eurodelitos, y, en consecuencia, alcanzada por el sistema de la orden europea de arresto y entrega. Es cierto que el art. 20 de la Ley 23/2014, de 20 de noviembre que enumera los hechos que pueden dar lugar a la aplicación de la orden sin control de doble incriminación, no incluye al delito de traición, y eso podría considerarse una carencia injustificable. Ahora bien, no excluiría de raíz la posibilidad del euroarresto, puesto que, de acuerdo con el art. 47.2 de la misma Ley, cuando no se cumpla la doble condición de estar el delito incluido en la lista y tener prevista una pena o medida privativa de libertad de como mínimo 3 años, cabe la detención y entrega, si se cumple el principio de doble incriminación y un umbral mínimo de gravedad coincidente con el de la extradición, en virtud del principio minima non curat praetor.

Es evidente que la propuesta del Sr. Núñez Feijoo asume la previa necesidad de que se produzca una decisión europea, que normalmente tendría que ser una Directiva, que determine lo que ha de ser calificado como traición, concepto bajo el cual, en todo caso, según el PP, tendría que estar el intento de secesión de una parte del territorio del Estado y también mantener relaciones con una potencia extranjera hostil para perjudicar la seguridad o defensa europeas, idea que, lógicamente, acoge a la propia seguridad del Estado.

No hay que esforzarse especialmente para comprender que la idea está inspirada en las acciones de los independentistas catalanes, así como los supuestos contactos para recabar ayuda rusa para el proyecto independentista en Cataluña, si bien, en el modo en que se describe el proyecto, eso no se puede deducir.

La cuestión previa es responder a la pregunta básica: ¿es realmente necesario?

La respuesta es sencilla: en abstracto sería conveniente incluir al delito de traición entre los que pueden dar lugar a la aplicación del mandato europeo de arresto. Dicho esto, aparecen diferentes problemas: el concepto de traición ha de ser concretado para la viabilidad del mandato, y a esta segunda cuestión no es fácil responder. Una Directiva europea tendría que ofrecer un concepto de traición compatible con todos los derechos nacionales, y hay que tener en cuenta que la tarea es compleja, pues, si tomamos simplemente el derecho español nos encontramos con que el Capítulo Primero del Título XXIII del CP, dedicado a los delitos de traición y contra la paz o independencia del Estado (arts.581 a 588) no contiene ningún tipo que se refiera al intento de secesión de una parte del territorio del Estado. Pero lo más grave es que esa conducta, así descrita, solo aparece en el artículo 472-5º, como delito de rebelión, pero siempre que vaya acompañada de un alzamiento violento y público, con lo cual se aleja de la tónica de los Códigos penales europeos. Menos problemas reviste, en cambio, la tipificación como traición de los actos de connivencia con una potencia extranjera para perjudicar los intereses o seguridad de España y, con ella, la de la UE.

Llegando a este punto hay que recordar algunos aspectos del problema que parecen olvidarse. En primer lugar, en materia sancionadora, las Directivas no pueden aplicarse directamente, sino que han de ser previamente traspuestas al derecho nacional. Siendo así, y sin cuestionar, en principio, la bondad de una Directiva sobre la traición, bueno sería, previamente, reformar nuestro derecho penal positivo, que en esa zona del Código está desguazado desde que el PSOE decidió halagar a Junts y ERC despenalizando las conductas que se englobaban bajo la denominación de sedición (desacertada y arcaica, pero esa es otra cuestión), y tipificar adecuadamente no solo el intento de secesión, aun sin violencia, sino también todas las conductas que en la doctrina se aceptan ya como casos de deslealtad constitucional, y que el propio Sr. Núñez Feijoo había reclamado en su momento.

Debidamente reformado el Código Penal, y alineado con lo que para la conducta de intento de separación de una parte del territorio del Estado prevén la gran mayoría de los Códigos penales de los Estados de la UE, se puede plantear la demanda de una Directiva y ante eso creo que la respuesta ha de ser negativa. Y la razón es que esa clase de conductas, a pesar de la experiencia de lo sucedido en Cataluña, no son tan frecuentes como para exigir una unificación de criterios, que es algo que se demanda cuando son imaginables conflictos derivados de la interpretación de la ley penal bajo las exigencias del principio de doble incriminación. Los sucesos acaecidos en Cataluña fueron gravísimos pero aislados y sin parangón alguno en Europa.

Por demás, no se percibe una preocupación común a todos los Estados de la UE sobre la necesidad de unificar criterios en esa materia, lo que augura dificultades para alcanzar la unanimidad.

En cambio, la relación de delitos incluidos en la lista de eurodelitos incluye algunos como, por ejemplo, los de corrupción o el de fraude que no se corresponden con tipicidades concretas y a cuyo través ha de entrar, entre otros, el delito de malversación. Sería preferible dirigir los esfuerzos a la superación de los problemas que generan las denominaciones inconcretas de este tipo de delitos, denominaciones que dan lugar a incertidumbres que reducen la eficacia de la euroorden.

Por lo tanto, antes de solicitar que desde Europa se indique lo que hay que castigar como traición, hay que precisar las infracciones cuya inclusion en la euroorden no requiere la doble incriminación.

También es imprescindible que nuestro derecho penal regule con claridad los hechos que mayoritariamente se entienda que hay que reprimir, y la relación es larga. Claro que para eso hay que acometer una revisión profunda del Código Penal, lo que requiere una voluntad política que, hoy no existe aunque no falte la afición por modificar las leyes penales.

Para redondear el panorama, el independentismo asegura que en esta legislatura se celebrará un referéndum de autodeterminación, sin que desde el Gobierno se les quite la idea de la cabeza con la rotundidad que el caso merece.