Por José María Rodríguez de Santiago

Acabo de terminar de leer el último libro de Juan Luis Requejo, El sueño constitucional, KRK ediciones, 2016 (275 pp.), y me parece que un ensayo tan inteligente y agudo merece que se escriban unas páginas para darlo a conocer (no pretendo más), aunque suponga retrasar en unas horas el comienzo de la siguiente tarea. La obra trata de

“trazar el curso histórico y dogmático del proceso de racionalización de la violencia que ha llevado al nacimiento del Estado constitucional como expresión conceptual de un sistema de limitación del poder en beneficio de la libertad” (p. 261, en el epílogo).

Las ideas se sitúan en un grado de abstracción (casi sin referencias normativas ni remisiones a este o aquel ejemplo del Derecho comparado) que permite seguir la exposición casi como la evolución necesaria de la primera intuición del concepto de límite al poder, que ha sido la obsesión del sueño de la razón constitucional. El aparato crítico se concentra al final de cada uno de los cinco capítulos que componen el trabajo.

Estado, Derecho, Constitución y democracia

En los tres primeros capítulos (“la violencia organizada”, “el Estado en soledad” y “la multitud de los Estados”) se exponen, en un definitivo intento de redondear su pura (también en el sentido que a este adjetivo dio Hans Kelsen) coherencia sistemática, ideas que resultan familiares al lector de las obras de Requejo (basta citar, por ejemplo, su Sistemas normativos, Constitución y Ordenamiento, 1995; y “El triunfo del constitucionalismo y la crisis de la normatividad”, Fundamentos, núm. 6, 2010, pp. 179 y ss.) sobre los conceptos elementales del Derecho constitucional moderno.

Estado, Derecho, Constitución y democracia son categorías que remiten, sobre todo, a la idea de procedimiento.

“Entendido como un conjunto de condiciones ordenadoras del ejercicio de la fuerza, el Derecho es entonces puro procedimiento” (p. 45).

Y la democracia se entiende también como “procedimiento de adopción mayoritaria de acuerdos reversibles en materias de interés común, fundado en el principio de la contingencia de cuanto no sea la observancia del procedimiento y sus reglas de principio o del principio mismo de la libertad individual” (pp. 47-48). De forma que el Estado constitucional es

“un Estado reducido a tal extremo en su sustancia, pura arquitectura de procedimientos desprovista de contenido propio, (que) permite la convivencia entre quienes comulguen con cualquier absoluto, sin requerir de ellos otra cosa que el respeto a la asepsia sustantiva de los procesos normativos. El fundamento del Estado se reduce entonces a un mandato convenido por cuantos han de quedarle sujetos, lo que solo es posible si el convenio se cifra en el mínimo representado por la instauración de un procedimiento que permita que cualquier voluntad particular se convierta en voluntad común” (pp. 97-98).

No coincido del todo con el ascetismo valorativo de Requejo que considera cualquier idea de justicia como “inasequible a la discusión racional” (p. 44). A mi juicio, al menos una parte de sus contenidos sustantivos sí son accesibles a un debate articulado racionalmente. La razón es capaz de alcanzar consensos fundamentales que van más allá del mero procedimiento, sin que esa pretensión deba calificarse como “mística libertaria inspirada en la metafísica de la dignidad” (p. 246). Pero ya he dicho que no pretendo incluir aquí un debate con el autor, sino solo dar cuenta de la obra, con la que, desde luego, coincido cuando asegura que ese compromiso sobre los procedimientos es la mejor estructura institucional para garantizar la paz social en comunidades nacionales carentes ya de una mínima homogeneidad ideológica.

La Constitución, por último, en el Estado en soledad (aquel viejo Estado que podía abarcar toda la realidad social susceptible de ser ordenada por el Derecho) es la norma a la que procedimentalmente deben poder reconducirse todas las normas nacionales como presupuesto de validez (pp. 128 y ss.). En el Estado que necesita entrar en sociedad con otros Estados, para hacer frente a la dificultad hoy evidente de que cada uno de ellos regule fenómenos sociales que se escapan de su dominio, la Constitución nacional acepta que hay normas (las del Derecho internacional, por ejemplo) que no son procedimentalmente reconducibles a ella misma, normas sobre cuya validez la Constitución no tiene nada que decir, pero cuya aplicabilidad preferente es autorizada por ella. La soberanía constitucional se traduce, así, en la “definición de la Constitución como una norma sobre aplicación de normas, de la que resulta un Ordenamiento en el que se articula una pluralidad de sistemas normativos” (p. 156). Aunque Requejo no hace la cita, esta es exactamente la tesis que está detrás de la distinción entre supremacía jerárquica y primacía aplicativa contenida en la Declaración del Tribunal Constitucional 1/2004, de 13 de diciembre (FJ 4), sobre el malogrado Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa.

Hasta aquí llegan las ideas puras, redondas y coherentes cuya sustancia ya conocíamos, al menos, en algunos de sus trazos elementales, de otras obras de Requejo. A partir de aquí (en los dos capítulos siguientes: “el soberano fugitivo” y “esperando al soberano”) el equilibrio del sistema teórico se tambalea, y se inquieta al lector con evidencias de lo que está sucediendo y no casa con los postulados básicos, sobre todo, de la democracia; y con la identificación de la ingente tarea que con urgencia se exige en el momento actual del pensamiento constitucional: la creación del nuevo soberano a partir de la Unión Europea.

La actual impostura del Leviatán

“Para la causa de la libertad es tan importante la limitación del poder del Estado como la garantía de su fortaleza. El soberano es un peligro para la libertad del ciudadano, pero es también el presupuesto de la vida segura, sin la que no es posible el hombre libre. Su limitación ha de respetar por tanto un límite: el de la eficacia necesaria para asegurar el monopolio y la administración de la fuerza” (p. 168).

Dejo de lado algunos ejemplos de los que pone Requejo sobre la ruptura del equilibrio. Y me centro en los peligros que para la democracia representativa derivan de la “tiranía de la opinión”, que para los partidos que luchan por el acceso al poder es “el oráculo que anticipa el designio de la voluntad del electorado” (p. 182). La acción programática de los partidos está subordinada hoy a los dictados de la opinión pública. La sintonía con la impresión del público y los estudios de opinión es la pauta más segura para suscitar la simpatía del cuerpo electoral. Y

“en estas condiciones se hace muy difícil la acción eficaz de gobierno, que con frecuencia exige la adopción de medidas impopulares cuyo coste en términos de crédito electoral puede hacerse inasumible” (p. 184).

Es obvio que se hace necesario distinguir entonces entre la opinión pública que tiraniza a los partidos y el “debate público de una sociedad democrática responsable” (p. 253). La clave de la distinción se encuentra para Requejo en la educación “constitucional” de los ciudadanos que forman parte de ese segundo tipo de debate, que es el esencial para la democracia:

“los herederos de una tradición cívica forjada en el espíritu de los valores constitucionales, entre los que se cuenta, con el mismo título que la libertad, el valor de la seguridad y, como presupuesto inexcusable de una y otra, la idea de autoridad y su contrapunto de la obediencia del individuo responsable” (p. 251).

Para mí ha sido inevitable acordarme, en este punto de la lectura, de la descripción que hacía, en un lenguaje que hoy suena elitista, Ortega, en su Rebelión de las masas (1930), del concepto opuesto a ese ciudadano responsable, que es el hombre-masa, que “ante un problema cualquiera se contenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza”; y cuyos “dos primeros rasgos (son) la libre expansión de sus deseos vitales –por lo tanto, de su persona- y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia”.

En el contexto del pragmatismo de los partidos que, a veces, solo atienden a las encuestas de opinión y no lideran el “debate público de una sociedad democrática responsable”, este debate, por una parte, se juridifica: la Constitución ha nutrido de sustancia el Ordenamiento; la batalla política se centra en la discusión acerca de la compatibilidad, especialmente, con la Constitución, de las iniciativas de reforma; y se deriva a los jueces la decisión sobre cuestiones que son asuntos de responsabilidad política (pp. 185-191).

Por otra parte, los Gobiernos de los Estados miembros van a la Unión Europea a sacar adelante de forma no (tan) democrática (pero que se impone de forma irresistible) lo que esos ejecutivos no podrían hacer prosperar en sus respectivos sistemas nacionales, mediante decisiones de la Unión “que siempre pueden presentarse como ajenas” (p. 198). “La historia de la Comunidad Económica Europea es la de una impostura muy notable” (p. 196): la de una “instancia supraestatal desde la que pudiera imponerse a los Estados un ordenamiento económico común a partir de decisiones acordadas mediante procedimientos no democráticos” (p. 195).

El reto que se tiene delante no es el de la democratización de la Unión Europea “porque una comunidad de Estados soberanos no puede admitir estructuralmente más participación democrática que la de los sujetos que la componen” (p. 212): los Estados (no los ciudadanos). Lo que se exige del constitucionalismo es que haga de la Unión Europea un verdadero Estado: el nuevo soberano. La misma Carta de Derechos seguirá siendo conceptualmente perturbadora mientras que eso no suceda. La creación de ese nuevo soberano “ha de ser considerada por el constitucionalismo como la primera de sus urgencias. No se trata ahora de limitar al soberano, sino de constituirlo” (p. 264), de crear “un poder público equivalente en sus dimensiones a la sociedad en la que (la) libertad debe estar garantizada” (p. 265).

Con esto termino mi breve presentación de esta obra:

“la Historia enseña bien que el nacimiento de un soberano requiere siempre de una guerra. Desautorizar por una vez esa enseñanza debería ser el reto al que se consagrara el constitucionalismo del siglo XXI” (p. 243).