Por Aurelio Gurrea Martínez

La elección de deuda o equity como fuente de financiación empresarial

Según Modigliani-Miller, la estructura financiera de la empresa (esto es, el pasivo y el patrimonio neto) resulta irrelevante para el valor de la compañía. En la medida en que el valor de una empresa depende de su capacidad para generar flujos de caja (cash-flows), y la generación de cash-flows depende de las inversiones que hubiera realizado la empresa (esto es, de sus activos), resulta irrelevante que una empresa se financie con deuda o capital social (equity). No obstante, estos autores formulan esta hipótesis sobre la base de un mundo (que reconocen que no es el nuestro) en el que no existen costes de transacción, asimetrías de la información, impuestos o costes de quiebra. Por tanto, introducidas estas variables en el modelo, las conclusiones de Modigliani-Miller podrían verse alteradas y, por tanto, el valor de la empresa podría verse afectado por el diseño de su estructura financiera.

Efectivamente, como numerosos estudios –algunos, incluso, de los mismos autores– han puesto de manifiesto en años posteriores, existen diversos factores que pueden hacer que, hasta ciertos niveles (delimitados fundamentalmente por el riesgo de quiebra), el uso de deuda incremente el valor de la empresa, como consecuencia principalmente de los beneficios fiscales de la deuda y de las asimetrías de la información existentes en el mercado.

En primer lugar, se ha señalado que el hecho de que la deuda resulte subsidiada por el Estado permite reducir el coste del capital de las empresas (esto es, el coste medio exigido por los inversores para invertir en la empresa). En consecuencia, las empresas pueden tener mayores posibilidades de inversión y, por tanto, su valor se verá incrementado. En segundo lugar, y a través de la pecking order theory, sabemos que las empresas suelen preferir el uso de deuda sobre el capital como consecuencia de las asimetrías de la información existentes entre accionistas (reales o potenciales) y administradores.

En efecto, el mercado percibe positivamente el uso de deuda, porque se supone que si los insiders -conocedores de la situación financiera de la compañía- no creyeran en la capacidad futura de la empresa para generar flujos de caja, probablemente no asumirían nuevos compromisos de pago. En cambio, el uso de capital (cuando las compañías anuncian un aumento de capital) suele provocar un efecto negativo en el mercado. En este caso, y como consecuencia, nuevamente, de las asimetrías de la información existentes en el mercado, los inversores podrían creer que los administradores no confían en la capacidad de la compañía para generar flujos de caja futuros (la existencia de accionistas, a diferencia de la existencia de acreedores, no implica ningún compromiso periódico de pagos que pueda ver peligrar la situación financiera de la empresa); o porque las acciones de la compañía se encuentran sobrevaloradas (de lo contrario, no se encontrarían interesados en atraer a nuevos accionistas, como suele acontecer en una emisión de acciones en los mercados de valores); o porque, en fin, como consecuencia de la falta de capacidad de la compañía para generar flujos de caja futuros, la empresa no ha sido capaz de obtener crédito a unas condiciones razonables.

En tercer lugar, el uso de la deuda permite reducir costes de agencia entre accionistas y administradores, sobre en todo en sociedades de capital disperso en las que existen asimetrías de la información, problemas de acción colectiva y comportamientos racionalmente pasivos de los accionistas. La idea es que, al obligarse la compañía a realizar pagos periódicos a los obligacionistas, los administradores no pueden destinar los fondos que genera la actividad de la empresa a otros fines ni, por supuesto, a quedárselos y, especialmente si el acreedor es un inversor institucional, probablemente disfrute de economías de escala que permita esta actividad de control a un coste muy bajo. Por tanto, la emisión de deuda mejora el gobierno corporativo de la compañía.

El riesgo de concurso como límites a la asunción de deuda

El endeudamiento, por tanto, genera beneficios para la compañía. Pero, como no hay comidas gratis, también genera un coste importante: aumenta el riesgo de insolvencia de la compañía y, por tanto, se generen una serie de costes directos o indirectos que, en última instancia, pueden disminuir el valor de la compañía, en perjuicio de los accionistas, de los acreedores y, en definitiva, del sistema. Por este motivo, (trade-off theory), el uso de deuda resultará deseable solamente si los beneficios de la deuda no sobrepasan los costes (medidos en valor esperado) que podría ocasionar una eventual situación de insolvencia. En consecuencia, el mayor o menor uso de deuda dependerá, en buena medida, de la mayor o menor confianza de una compañía en generar flujos de caja. Si una empresa confía en su capacidad para generar cash-flows, tendrá incentivos para emitir nueva deuda. Si, por el contrario, tiene incertidumbres sobre su capacidad para generar flujos de caja suficientes para atender al servicio de la deuda incluso en escenarios de tensión, tendrá incentivos para reducir sus niveles de endeudamiento, habida cuenta de que los costes de quiebra (medidos en valor esperado) podrían superar los beneficios otorgados por la deuda.

Las incongruencias del legislador en el favorecimiento de deuda y equity

Como se ha comentado, el legislador favorece el uso de la deuda porque permite deducir como gastos los intereses que la compañía paga a los acreedores en el Impuesto de Sociedades. En sentido contrario y a diferencia de lo que acontece en otros países de nuestro entorno como es el caso de Bélgica, el legislador no permite deducir los pagos que la compañía hace a los accionistas (por ejemplo, dividendos)Por tanto, la normativa fiscal incentiva a las compañías a endeudarse en lugar de aumentar el capital. 

Este efecto de las normas fiscales contrasta con el hecho de que, al mismo tiempo, el Derecho de Sociedades (especialmente, en Europa continental) incentive la capitalización de las compañías porque, lógicamente, una mejor capitalización reduce los riesgos para los acreedores de tratar con esa compañía. Así por ejemplo, en todos los derechos continentales hay normas sobre capital mínimo y normas sobre retención de fondos en la compañía de carácter imperativo bajo el lema «capitaliza o disuelve». Estas normas pueden erigir barreras de entrada para el emprendimiento y la creación de empresas (sin otorgar, sin embargo, efectiva tutela a los acreedores) y las que obligan a recapitalizar o disolver y hacen responsables a los administradores por las deudas sociales pueden expulsar del mercado a empresas viables que se encuentran atravesando una situación temporal de pérdidas (como acontece, paradójicamente, con casi todas las start-ups).

Pero la incongruencia más relevante es la de los reguladores financieros. Esto es, la de los órganos que establecen los requisitos de solvencia de las entidades de crédito. Así, las reglas de Basilea, exigen cada vez mayores requisitos de capital y, al mismo tiempo, se mantienen por los legisladores nacionales los beneficios fiscales de la deuda (que recordemos que supone la mayor parte de la estructura financiera de una entidad de crédito). Por este motivo, no han faltado voces autorizadas criticando la deducibilidad fiscal de la deuda, o la falta de deducibilidad fiscal de los pagos que las sociedades anónimas hacen a los accionistas.

La necesaria supresión de los beneficios fiscales de la deuda

Parecería que la política jurídica coherente sería aquella que trata de promover, a través de unas y otras normas, la maximización del valor de la compañía. Y, en este sentido, parecería deseable suprimir los beneficios fiscales de la deuda por varios motivos.

En primer lugar, la supresión de los incentivos fiscales de la deuda contribuiría a que, sin necesidad de normas imperativas y, en ocasiones, ineficientes, las empresas estuvieran más capitalizadas, como ocurrió en Bélgica tras la homogeneización del tratamiento fiscal de la deuda y el equity. En consecuencia, no sólo se protegería de mejor manera a los acreedores sociales (si ésta fuera, efectivamente, la finalidad del legislador societario) sino que, además, en el ámbito de las entidades financieras, se reducirían los niveles de endeudamiento y potenciales externalidades negativas generadas por la insolvencia de una entidad de crédito.

En segundo lugar, y a diferencia de la concesión de beneficios fiscales al equity (como ocurriría en el caso belga), la reducción de los beneficios fiscales de la deuda permitiría incrementar la recaudación fiscal sin que, sin embargo, se produzca un incremento del tipo impositivo (nominal) del impuesto sobre sociedades, que previsiblemente resultaría más lesivo para el tejido empresarial español. En todo caso, esta medida podría tener carácter transitorio y, cuando la economía española volviera a los niveles de crecimiento anteriores a la crisis, podría permitirse nuevamente la deducibilidad de los intereses de la deuda o, en su caso, permitirse exclusivamente esta deducibilidad a empresas no cotizadas o entidad no financieras, como consecuencia del menor riesgo sistémico y externalidades que generaría la potencial situación de insolvencia de estas últimas entidades, así como sus mayores dificultades en la búsqueda de financiación.

En tercer lugar, la supresión de incentivos externos para la elección de deuda o equity provocaría que, atendiendo a las propias necesidades de la empresa, o la valoración que el mercado haga de sus decisiones de financiación, las empresas optaran por el modo de financiación que mejor convenga a sus intereses. De esta manera, se crearía un escenario que, en cierta medida, supondría una mayor aproximación a las hipótesis asumidas por Modigliani-Miller, al objeto de valorar, de manera natural, qué fuente de financiación resulta más deseable (que puede no resultar homogéneo para cada empresa o sector).

Finalmente, y de manera especialmente relevante en España, donde la deuda se encuentra especialmente bancarizada, la supresión de los incentivos fiscales de la deuda podría provocar una menor dependencia de la financiación bancaria e incluso una mejora de la cultura de préstamo bancario. Como hemos puesto de manifiesto en trabajos anteriores, las entidades financieras españolas no suelen conceder crédito con base en la capacidad del deudor para generar flujos de caja sino, simplemente, en la capacidad del deudor para prestar garantías (principalmente personales o hipotecarias). Esta cultura de préstamo bancario puede tener perfecto sentido en relación con el crédito al consumo pero, en los créditos a las empresas, genera ineficiencias en el sistema porque incentiva a que las empresas reduzcan su inversión en investigación, desarrollo, innovación y otros activos intangibles que son poco aptos para servir de garantías (máxime, teniendo en cuenta la ausencia de una moderna regulación de garantías mobiliarias en España). En sentido contrario y por las mismas razones, puede generar un problema de sobreinversión, esto es, que las entidades financien proyectos de inversión con un valor actual neto negativo pero respecto de los cuales el prestatario puede ofrecer garantías reales. Esta ineficiente cultura de préstamo bancario también reduce los incentivos que, de manera natural, deberían tener los acreedores para controlar y vigilar el gobierno corporativo del deudor. En definitiva, suprimir los incentivos fiscales de la deuda (incluida la bancaria) podría mejorar la eficiencia de los mercados de crédito empresarial como consecuencia de la mayor competencia que podrían tener las entidades de crédito en el “mercado” de la financiación empresarial.


Foto: JJBose