Considerato quod sunt multi pauperes et pochi dinari, et si bene sunt, sunt male divisi, quia chi tropo chi pocho; et volendo subvenire ne pauperes devorentur a Judeis, dicit Dominus: Faciamus una congregationem denariorum, ubi fideliter sia servito chi ha bisogno de dinar… Ista autem congregationem sit posita in bona manu; et uti illi qui mutuant per più sicurtà non vol scritto né obligatione sed pignus… Oportet habere domum securam… et multas scripturas

Bernardino da Feltre 

 the scholastic theory would not permit the response to the needs of the poor be “Let them borrow!”

McCall

I was brought up to believe that the attitude of the Medieval Church to the rate of interest was inherently absurd, and that the subtle discussions aimed at distinguishing the return on money-loans from the return to active investment were merely jesuitical (sí, jesuíticos) attempts to find a practical escape from a foolish theory. But I now read these discussions as an honest intellectual effort to keep separate what the classical theory has inextricably confused together, namely, the rate of interest and the marginal efficiency of capital

Keynes

Loans taken out by the elite were overwhelmingly meant to solve consumption crises, not to provide capital for productive enterprises; and the same was true of loans taken out by peasants because the latter were so impoverished: they borrowed simply in order eat. Accordingly, lending money was extremely risky, a fact reflected in exorbitant interest rates. Interest rates being impossibly high, the capital for productive enterprises had to come from sources other than moneylenders, be it from the funds of families or guilds or from partnerships in which resources were pooled.

Patricia Crone

 

Introducción

Superar los problemas de acción colectiva (que, en un grupo muy grande, se coordine la actuación individual de muchas personas de manera que se pueda producir un “bien colectivo”) es difícil. El Estado nacional es, sin duda, el instrumento más exitoso de la historia de la Humanidad para asegurar la cooperación en el seno de grupos de millones de personas. El estudio de las instituciones sociales es de la mayor importancia porque, hasta el siglo XIX, el Estado se encargaba casi exclusivamente de hacer la guerra y de mantener la paz y la seguridad física de sus ciudadanos.

Los montes de piedad son una institución interesante por varias razones. La primera, es su longevidad. Han resistido 500 años, pero, sobre todo, han resistido a la creación y generalización de los mercados de crédito al consumo. La segunda, es que su creación no es producto de los incentivos individuales para maximizar las ganancias. Al contrario, bien pueden verse como una respuesta colectiva a la ausencia de mercados de crédito al consumo. Y la tercera, es su forma organizativa: son fundaciones, es decir, no son cooperativas de crédito. Las formas mutualistas y fundacionales tienen dificultades muy superiores a las compañías de comercio para constituirse y mantenerse en el mercado porque exigen coordinar la conducta de muchas personas que carecen del incentivo de la ganancia para contribuir al fin común.

Las Cajas de Ahorro son, legítimamente, herederas de los Montes de Piedad

A diferencia de éstos, que comenzaron siendo bancos de crédito (el objeto social de un monte de piedad era prestar pequeñas cantidades con garantía prendaria a los más modestos vecinos) para convertirse en instituciones de depósito casi inmediatamente, las cajas nacen como entidades de depósito que se ven “forzadas” a asociarse con los Montes de Piedad para poder retribuir a los depositantes por sus ahorros.

El caso de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid es espectacular. Los filántropos que crean la primera – hacia fines de la primera mitad del siglo XIX – se encuentran con que su iniciativa tiene éxito y que los pobres – pero no miserables – pueden ahorrar pero no se fían de los banqueros privados para entregarles sus ahorros y sí se fían de una institución de carácter fundacional. Pero han de resolver el problema de qué hacer con tales ahorros, es decir, cómo invertir lo depositado de forma segura. Las instituciones semejantes en Europa prestaban los depósitos al Estado en forma de adquisición de títulos de deuda pública. En España, sin embargo, la deuda pública no era una inversión segura dadas las repetidas quiebras de la Hacienda española. La Real Orden de 3 de abril de 1835 – que ordenaba a los Gobernadores civiles que promovieran la creación de Cajas – reconocía que

Desgraciadamente no es posible plantear, desde luego, entre nosotros las cajas de ahorro del mismo modo que se hallan establecidas en otros países, donde tantos bienes sociales producen: llegará un día en que, restablecido enteramente el crédito del Estado, sean los fondos públicos el asilo seguro y ventajoso de los ahorros del pobre; pero mientras renace la confianza, mientras se cicatrizan las llagas, que tantas causas diversas han descubierto a este cuerpo político, hay que esperarlo todo del espíritu de filantropía que anime a los ricos, y del celo de las autoridades en cuyas manos está depositada la administración de los pueblos.

Es decir, el Estado reconoce su incapacidad para “coordinar” la actuación de los individuos y lo deja en manos de la Sociedad Civil.

La solución vino de la mano de vincular la Caja con el Monte de Piedad. Así, en otra Orden a los gobernadores de 1839 se lee

La situación del país no ha sido ciertamente desde entonces la más a propósito para llevar a cabo los deseos de Su Magestad la Reina Gobernadora, consignados en aquella exhortación. Pero secundados éstos, no obstante, en Madrid por personas conocidas de antiguo por su filantropía y bien entendido patriotismo, se han visto cumplidos con la instalación de la Caja de Ahorros, verificada en 17 de febrero último. El sorprendente y feliz resultado que ésta ha ofrecido desde el primer día de su apertura, y las ventajas que ha producido además a otro establecimiento no menos benéfico, el Monte de Piedad, por las relaciones que entre ambos se han abierto en favor de la clase poco acomodada, persuaden de que si se afianza debidamente la seguridad de los depósitos, se generalizará en España una institución que para otras naciones ha llegado a ser un nuevo elemento de su prosperidad a muy poco de adoptarla. En consecuencia, Su Magestad se ha servido prevenirme encargue a V. S. como lo ejecuto de Real orden, que por cuantos medios le sugiera su filantropía y el deseo de merecer el agrado de Su Magestad, procure que se establezca en esa provincia al menos una Caja de Ahorros, asociándola a un Monte de Piedad, o promoviendo también la creación de establecimientos de esta especie;

(v.,  M. Lagares/J.M. Neira, Diego Medrano y Treviño, creador de las cajas de ahorro españolas, PEE 97(2003) p 128 ss M. Titos Martínez, “Las Cajas de Ahorro en España 1835-1874: orígenes, organización institucional y evolución financiera”, Papeles de Economía Española, 97(2003) p 205 ss., p 208 y, más reciente,  M. Portolés, De los comienzos de la Caja de Ahorros de Valencia a Bancaja).

La organización de los Montes de Piedad

Los Montes de Piedad son, obviamente, mucho más antiguos que las Cajas de Ahorro pero se enfrentaron a un problema igualmente grave de coordinación de la conducta de muchos individuos: ¿cómo formar el capital inicial que pudiera destinarse a préstamos al consumo? En el siglo XIX – en España – las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País coordinaron la generosidad de los notables locales. Así Portolés nos cuenta que en Valencia tal fue el caso y que 700 acciones de la Caja de Ahorros fueron suscritas y desembolsadas rápidamente. Pero ¿en el siglo XV? ¿cómo puede formarse el patrimonio fundacional sobre el que nadie tendrá derechos de propiedad?

En este pequeño trabajo de Muzzarelli – que tiene un libro sobre los orígenes de los Montes de Piedad – se explica que fueron los franciscanos los “emprendedores” de estas empresas dedicadas a reducir los costes del crédito al consumo para aquellos individuos que eran pobres pero no tan pobres como para no poder ofrecer una garantía de que devolverían lo prestado. Los franciscanos no inventaron nada. Los judíos – únicos autorizados para dar préstamo a interés – prestaban a particulares con garantía prendaria. Los franciscanos, escandalizados por los tipos de interés que cobraban los judíos (buena parte del interés eran impuestos que cobraba el rey o el gobierno de la ciudad a través de los judíos), deciden hacer la competencia a éstos aprovechando que, como parte de la Iglesia, estarán protegidos frente a la acusación de usura.

La constitución del Monte de Piedad se lograba a base de sermones. Los predicadores incitaban a la población a aportar desinteresadamente cualquier cantidad de dinero para formar el fondo fundacional que se destinaría a préstamos al consumo con garantía prendaria. La eficacia de los predicadores no puede subestimarse. En un mundo tan aburrido como el del pasado, la llegada de un predicador debía de ser un acontecimiento extraordinario y su capacidad para movilizar a las poblaciones en torno a una causa, enorme. En Castilla, probablemente, está entre las bases de su eficacia militar en el siglo XV y XVI. Y basta pasearse por las más antiguas ciudades coloniales de América para comprobar la capacidad de las órdenes religiosas para movilizar a la población. De hecho, cuenta Muzzarelli, que, como muchos montes de piedad no cobraban interés alguno, los gastos de funcionamiento acababan comiéndose el capital, de modo que muchos de los fundados cerraban a los pocos años para ser “refundados” poco después “como consecuencia de una nueva visita a la ciudad… de los Menores Observantes…” que galvanizaban a las poblaciones correspondientes para que reconstruyeran el capital. No es de extrañar, pues, que los franciscanos – que promovieron la fundación de montes de piedad por centenares a lo largo y ancho de Italia – aprendieran y lograran dar una organización y reglas de funcionamiento a los montes de piedad que los hicieron tan longevos. Gracias a los franciscanos y sus sermones, pues, pudieron superarse los obstáculos a la acción colectiva que, en general, dificulta la formación de organizaciones con causa mutualista o cooperativa.

Estas reglas pueden resumirse en tres

La constitución del capital (monte significa fondo) necesario para prestar debía hacerse a base de donaciones privadas,

fundamentalmente individuales pero también de los gobiernos de las ciudades. En una sociedad profundamente imbuida de los principios cristianos, mover a la contribución al Monte no era difícil. Tranquilizaba las conciencias – tanto o más que la limosna – y “recordaba” a los donantes que su donación no era completamente altruista. En la medida en que el cliente-objetivo de un monte de piedad no es el pobre de solemnidad (cuyas necesidades deben ser atendidas con la limosna y con la caridad cristiana) sino el pobre que tiene algo que puede dar en prenda (“pauperes pinguiores”),  los propios donantes podrían acabar necesitando recurrir al monte de piedad, de manera que el acto de contribuir al capital del monte de piedad tenía un cierto componente mutualista.

Por otra parte, los reyes o señores no tenían incentivos para la promoción de estas instituciones porque los ingresos procedentes de los impuestos a la actividad de los judíos eran ingresos del Rey y la constitución de un Monte de Piedad sólo podía reducir tales ingresos. Como dice Koyama, al prohibirse a los cristianos el préstamo a interés, los reyes pudieron otorgar licencias a los judíos para que prestaran, de forma que crearon un monopolio de cuyas rentas podían apoderarse los reyes y no los nobles o las ciudades. “Los judíos dependían de la corona y, por tanto, a diferencia del resto de la población, podían ser objeto de tributos discrecionales por parte del rey”, en forma de tallage, opferpfennig o pechas. Aunque parece también que los prestamistas cristianos – extranjeros – “compraban” del señor territorial el derecho a prestar dinero a cambio de un pago. Pues bien, las ciudades, que competían con los reyes en la tributación, podrían estar interesados en promover la constitución de los Montes de Piedad. Es más, nos recuerda Muzzarelli que, dada su función económica, los Montes contribuían “a la paz social” al evitar la ruina de los ciudadanos más modestos y su rescate posterior por parte de la ciudad o la multiplicación del número de pordioseros (recuérdense los “positos” impulsados por el Cardenal Cisneros).

Los Montes de piedad se convirtieron en bancos de depósito casi desde sus orígenes. Comprendieron que apelar a la solidaridad social para constituir el fondo prestable no era suficiente (dada la imposibilidad de cobrar intereses por encima de los costes de funcionamiento) y añadieron a su actividad de préstamo la de depósito remunerado. Hay una conexión natural entre las actividades de préstamo y depósito que ha sido explicada de muchas formas por los economistas. En la regulación eclesiástica de las actividades de depósito de los montes de piedad, se “admitió que aquellos que podían usar su dinero para obtener un beneficio (invirtiéndolo en una empresa comercial) y que, en vez de hacerlo así, lo entregaban al Monte para ayudar a los pobres, no actuaban injustamente si reclamaban una compensación por su pérdida” . Pero, como sugiere Muzzarelli, no hay discontinuidad entre la captación de fondos vía donaciones y captación de fondos vía depósitos. Los primeros depositantes lo hacían “de favor”, esto es, permitían el uso de sus ahorros por parte del Monte de Piedad (o, simplemente, lograban tenerlos al abrigo de ladrones). En la medida en que no fueran reclamados todos a la vez, era inevitable que el Monte se convirtiera en un banco como los orfebres y que empezase a caer en la reserva fraccionaria.

 

Los Montes de Piedad, para ser sostenibles, debían cobrar interés

 «…non se vol che, qui facies bonum pago la spesa, sed ille qui accipit beneficium”

Bernardino da Feltre

Lógicamente, si el crédito al consumo está monopolizado, los intereses que pagaban los consumidores a los prestamistas judíos habían de ser muy elevados. En torno al 30/40 % nos dice Muzzarelli. Por el contrario, los Montes de Piedad prestaban a un interés del 5 %. La cuestión fue muy polémica. Los franciscanos aprendieron de la experiencia que, como hemos visto, si el monte no obtenía ingresos para cubrir sus gastos, era fatal su cierre por las mermas del capital derivadas de los propios costes de funcionamiento. Aunque el negocio era simple, estos costes no eran despreciables. Nos dice Muzzarelli que, a diferencia de los judíos, los Montes no prestaban a cualquiera que pudiera ofrecer una garantía prendaria, sino que examinaban el destino del préstamo y las cualidades del prestatario. Además, dado que los objetos dados en prenda eran valiosos, su almacenaje y conservación eran muy costosos. Los edificios que eran la sede de los montes de piedad se situaban, por ello, junto a la cárcel de la ciudad, lo que proporcionaba vigilancia gratuita (Muzzarelli). Y los edificios tenían que reunir las características de una fortaleza para evitar los robos.

Ahora bien, al limitar los intereses que se podían cobrar por el Monte de Piedad a los necesarios para cubrir los gastos de funcionamiento, la organización de éstos generaba los incentivos adecuados en el Monte para no expulsar del mercado a los que financiaban actividades comerciales. De nuevo McCall: un prestamista al consumo al que le está vedado obtener beneficios no tiene incentivos para aumentar el volumen de crédito que proporciona y sí para prestar sólo a los que tienen una necesidad extraordinaria que cubrir. De forma que el mercado de capitales para el comercio queda libre para que los que tienen fondos sobrantes puedan prestarlo a los que lo invertirán en empresas comerciales.

Distinguir capital y dinero

El debate respecto de la legitimidad de que los Montes de Piedad cobraran intereses fue, como decimos, muy intenso y fue resuelto en el Concilio de Letrán que dio la razón a los franciscanos y permitió que se cobrara a los prestatarios siempre que pudiera justificarse como gastos y no como interés en sentido estricto. Recuérdese que la prohibición de la usura no era una prohibición dirigida contra la financiación lucrativa de las actividades comerciales. El que invertía en el negocio de otro tenía derecho a obtener el beneficio correspondiente al asumir el riesgo de insolvencia del comerciante o de que el “negocio” saliera mal. La prohibición del interés iba dirigida contra el crédito al consumo. Al que necesitaba había que socorrerlo por amor a la humanidad, no por interés (“la usura se refiere al préstamo de un bien consumible… a alguien que lo necesita. La prohibición del Levítico empieza diciendo <<si tu hermano se empobrece>> lo que sugiere que para que exista usura hay que prestar a alguien que necesita el dinero para adquirir bienes de consumo”). En términos modernos, y como refleja la cita de Keynes que hemos reproducido al comienzo, es la distinción entre préstamo de dinero y aportación de capital. Como dice McCall, “prestar dinero para adquirir bienes como comida, alojamiento o vestido es algo diferente (a entregar dinero a un comerciante para que éste adquiera mercancías que revenderá) porque aquellos bienes no producen riqueza adicional”, están destinados a ser consumidos (y aquí).

De modo que los franciscanos se salieron fácilmente con la suya. En la financiación del crédito al consumo reside el “objeto social” de los Montes de piedad y en aquél ámbito en el que el incremento del bienestar social generado es plausiblemente mayor. Hasta la época actual, los más modestos – pero no pobres de solemnidad – ahorraban (estabilizaban su consumo intertemporalmente) comprando objetos valiosos que podían usarse (ropas, ajuar, muebles, vajillas…) pero que podían venderse si el infortunio alcanzaba al individuo. Evitar la venta – necesariamente a precio más bajo – es económicamente eficiente si la situación de dificultad por la que atraviesa el sujeto es, razonablemente, temporal. En ello consiste la gran ventaja, en términos de eficiencia económica, del préstamo con garantía prendaria respecto de la liquidación del propio patrimonio para consumir.

 

Los montes de piedad se convirtieron en bancos de depósito casi desde sus orígenes

Comprendieron que apelar a la solidaridad social para constituir el fondo prestable no era suficiente (dada la imposibilidad de cobrar intereses por encima de los costes de funcionamiento) y añadieron a su actividad de préstamo la de depósito remunerado. Hay una conexión natural entre las actividades de préstamo y depósito que ha sido explicada de muchas formas por los economistas. En la regulación eclesiástica de las actividades de depósito de los Montes de Piedad, se “admitió que aquellos que podían usar su dinero para obtener un beneficio (invirtiéndolo en una empresa comercial) y que, en vez de hacerlo así, lo entregaban al Monte para ayudar a los pobres, no actuaban injustamente si reclamaban una compensación por su pérdida”

Resulta interesante que fray Bernardino de Feltre, el franciscano que protagonizó el nacimiento de los Montes de Piedad, quisiera pagar a los empleados del Monte (“…volo solvere, qui facit facta mea. Me costa più charo illi qui gratis serviunt…”). Trataba de reducir los costes de agencia, esto es, minimizar el robo en el seno de los montes de piedad por parte de los que tenían más incentivos y más posibilidades de apoderarse de los objetos pignorados y del capital. Nos dice Muzzarelli que, efectivamente, proliferaron los robos y la desviación de fondos aunque, como hemos dicho “el Monte se instalaba en una casa cercana a la cárcel de la ciudad, y gozaba así de la vigilancia de ésta”

Por otro lado, como hemos dicho en otro lugar, al exigir una garantía prendaria,

 

la devolución del préstamo no se fiaba a los ingresos futuros del pobre

Allowing the charging of usury for a consumptive loan (make)Those in need (the borrowers) to redistribute their future wealth to those with excess wealth (the lender)

McCall

Es decir, la función económica del préstamo con garantía prendaria no es la misma que la del préstamo al consumo en general. La exigencia de garantía reducía el descuento hiperbólico o la miopía (“orejeras” o tunnelling le llaman Mullainathan/Shafir) que la escasez o la necesidad de satisfacer una necesidad inmediata provocan en los prestatarios, simplemente porque el pobre experimenta el “trade-off” en el momento que solicita el préstamo, ya que ha de prescindir de la posesión y la utilidad que el bien que entrega en prenda le proporciona si quiere obtener el dinero. Si su cálculo ha sido erróneo y no puede devolver el préstamo, el resultado será el mismo que si hubiera vendido el objeto dado en prenda, es decir, si hubiera “tirado” de los ahorros para satisfacer sus necesidades de consumo. La exigencia de garantía prendaria elimina el riesgo de sobreendeudamiento. Por el contrario, cuando el préstamo no se da con garantía prendaria, el pobre resuelve el problema urgente a costa de un problema futuro de mayor gravedad. No experimenta el “trade-off”.

Añádase que, como hemos dicho, los Montes analizaban individualmente las peticiones de préstamo (sólo se prestaba a vecinos de la ciudad en la que el Monte se había instalado) y se aseguraban, al menos al comienzo, de que el destino de los fondos era el de cubrir necesidades temporales, lo que se hacía incluso jurar al prestatario. Todo lo cual, unido a que la garantía pignoraticia había de cubrir sobradamente la cuantía del préstamo, reducía notablemente los riesgos de impago.

Por otra parte, si el deudor no se recuperaba y no lograba devolver el préstamo, el Monte de Piedad procedía a la venta del objeto pignorado – normalmente más valioso que el importe del préstamo – y entregaba el exceso de lo obtenido sobre la deuda, al prestatario. Hacerlo de otra forma habría hecho incurrir al Monte de piedad en el pacto comisorio. De esta manera, el préstamo con garantía prendaria sustituía del modo más eficaz a la liquidación del activo por parte del individuo que experimenta una necesidad súbita de dinero. Dado que el Monte de Piedad se convierte en un vendedor profesional de objetos valiosos (a través de una subasta que, normalmente, maximiza el precio que se puede obtener al concentrar a la demanda en un único lugar y tiempo), el prestatario no sólo se libraba del riesgo de tener que malvender sus bienes para subvenir a sus necesidades de consumo, sino que, en el peor de los casos, ponía la venta en manos de un agente especializado. Esta protección del prestatario se completaba por el hecho de que si la venta del objeto dado en prenda no cubría toda la deuda, ésta se extinguía. Digamos, pues, que el prestatario no respondía universalmente del préstamo (art. 1911 CC) sino únicamente con el objeto de la prenda. Esta limitación de responsabilidad generaba en el Monte de Piedad los incentivos adecuados para valorar adecuadamente los objetos aceptados en prenda y para aceptar sólo bienes que no perdieran su valor. Cuenta Brian M. McCall que esta limitación de responsabilidad a la garantía real no aparece en las fuentes pero que resulta de la concepción que, de la prenda, se tenía en la Edad Moderna. Citando a Tomlinson, explica que, en Derecho medieval (antes del siglo XIII), la ejecución de un crédito sólo podía hacerse sobre los bienes muebles del deudor, no sobre su tierra ni sobre su persona y, en este contexto,

“el concepto medieval de prenda era más una venta condicionada que una garantía real y la idea de la responsabilidad universal del deudor que ha entregado una garantía al acreedor no aparece hasta el siglo XIV en el Derecho Germánico”.

Dice Tomlinson, siguiendo a Wigmore, que, originalmente, la prenda no funcionaba como una garantía. Era una venta provisional o una forma de pago provisional, esto es, el deudor pagaba lo que quería comprar entregando una cosa o bien pagaba una deuda extracontractual – reparaba el daño causado – entregando una cosa cuyo valor se correspondía con la deuda. El pacto llevaba implícito el derecho del pignorante a sustituir la cosa “vendida” o entregada por otra más adecuada a la deuda. Por tanto, el pignorante no tenía derecho a reclamar la devolución de lo dado en prenda sin consentimiento del acreedor. Como el acreedor se hacía propietario del objeto dado en prenda, el riesgo de que valiera más o menos que la deuda corría de su cuenta. En el siglo XIV la prenda se convierte en una garantía y se modifica el régimen: el deudor puede reclamar la devolución y el exceso de valor si se realiza y el acreedor no pierde su derecho a reclamar del deudor el resto de su crédito no cubierto por la realización de la garantía y se prohíbe al acreedor hacerse con la propiedad de la cosa.

 

Conclusión: el futuro del crédito al consumo

Podríamos extendernos acerca de lo insensato que es, desde el punto de vista del bienestar social, que permitamos a los pobres endeudarse y que les permitamos hacerlo con prestamistas que desarrollan su actividad movidos por el ánimo de lucro y, por tanto, con incentivos para maximizar el volumen de crédito. La todavía reciente crisis financiera tiene su origen, en parte, en el sobreendeudamiento de los consumidores para adquirir viviendas. El sobreendeudamiento es inevitable dadas las características que la selección natural ha impuesto al cerebro y la racionalidad humana. Los costes sociales del sobreendeudamiento son inmensos y los beneficios de permitir a los consumidores satisfacer sus necesidades inmediatas cualesquiera que sean éstas (es decir, más allá de la cobertura de las necesidades que se considera imprescindibles para la llevanza de una vida digna – la Daseinvorsorge alemana – ) muy escasos. Los economistas – los de las finanzas, más bien – apelan a los beneficios en forma de “suavizar” la variación en los niveles de consumo de los individuos, esto es, mantener estable el nivel de vida del consumidor trasladando temporalmente los ingresos de las épocas en las que tales ingresos son menores a las épocas en las que tales ingresos son mayores. Pero esa es una magra ganancia. Para tal fin, el contrato de trabajo indefinido (el empleador actúa como asegurador del trabajador al proporcionarle unos ingresos fijos mensuales con independencia de la variación en la productividad del trabajador) o el seguro (para las pérdidas de ingresos o la ocurrencia de gastos imprevistos de gran envergadura) o la asistencia social (entrega a fondo perdido de los medios necesarios para subvenir las necesidades de consumo) son instituciones mucho más eficientes que el préstamo. Sobre todo porque los prestamistas – como empresas que son – vendrán movidos por la maximización lo que contribuirá a reforzar los sesgos genéticos de los humanos y generará inevitablemente un exceso de préstamos en relación con el óptimo desde el punto de vista social.

Este exceso deviene inevitable porque, una vez eliminada la prohibición de la usura, el régimen jurídico de los préstamos al consumo se equipara al régimen de los préstamos de capital, lo que se conocerá mucho después como la mercantilización de las relaciones entre empresarios y consumidores (Plucknett, dice Tollimson, llamó a la ley inglesa que extendió por primera vez las reglas sobre las obligaciones comerciales a toda la población  “one of the most drastic enactments in our history». Con ello se refuerza el enforcement de los créditos correspondientes y se eliminan las salvaguardas frente al sobreendeudamiento. No es ya que se generalice la idea de responsabilidad universal del deudor o que los reconocimientos de deuda permitan la ejecución inmediata de la deuda y no es que se extienda la prisión por deudas – institución desaparecida más tarde de todos los Derechos civilizados – es que desaparece la necesidad de ofrecer una garantía real para obtener el crédito o se suprime el requisito de que el valor de la garantía sea superior significativamente respecto de la cuantía de lo adeudado; desaparece la necesidad de justificar la necesidad perentoria del consumidor (se financia la adquisición de cualquier producto por estúpido o lujoso que sea); desaparece la dación de la garantía en pago de la deuda y se rebajan extraordinariamente las exigencias de solvencia del deudor para obtener el préstamo.

La garantía de la justicia de los intercambios no está presente cuando lo que se intercambia es dinero a cambio de más dinero en el futuro. Porque los humanos somos buenos estimando el valor de las cosas que usamos y consumimos y también en utilizar la medida que es el dinero para comparar la utilidad que extraemos de unos otros bienes. Gracias a eso se forman los precios en los mercados. Pero cuando se trata de cambiar dinero por dinero (es decir, realizar una transacción financiera o cualquiera que tenga por objeto un “activo” financiero) nuestro cerebro se ve sobrepasado. No cuando “depositamos” nuestro dinero para que nos lo guarden y mantengan su valor – el que pierde como consecuencia de la inflación – en forma de un interés, sino cuando realizamos una inversión de capital que implica, necesariamente, la asunción de un riesgo para el que nunca, el particular, es el cheapest bearer. Sólo puede beneficiarse de la diversificación mediante la inversión colectiva. Pero ¿no es lógico dejar a los comerciantes la actividad de riesgo y que los comerciantes aseguren a los particulares como hacía el contrato-trino en la Edad Moderna?

El intercambio de activos financieros (que carecen de valor de uso) no genera una ganancia en la riqueza social. No son producto de la especialización y la división del trabajo. Son juegos de suma cero si no fuera por el riesgo. Es decir, el único valor social de los intercambios de activos financieros reside en que generan una adecuada asignación de los riesgos atribuyéndolos a aquel que está en mejores condiciones de soportarlo. Por definición, los consumidores, individualmente, no pueden estar en mejores condiciones de soportar el riesgo que los que invierten los fondos correspondientes en una actividad empresarial (esto es, en la producción de bienes y servicios para el mercado). La ganancia social deriva de que los ahorros de los consumidores se destinen a financiar actividades productivas lo que no es aplicable, en ningún caso, al endeudamiento de los consumidores porque, por definición, cuando el consumidor se endeuda no está dedicando su ahorro a actividades productivas.


Foto: Todi, Perugia, Unicredit Banca di Roma, Chiesa del Monte di Pieta