Por Jesús Alfaro Águila-Real
En otras ocasiones nos hemos ocupado de las llamadas B Corporations. Son un nuevo tipo societario de creciente extensión en los EE.UU. que presenta como peculiaridad la cláusula estatutaria que define los deberes de los administradores. Estos han gestionar la empresa social contemplando equilibradamente los intereses de todos los participantes en la empresa en contra de lo que dicen todas las leyes de sociedades anónimas, esto es, que los administradores han de actuar de conformidad con el interés social entendido como el interés de todos los accionistas de maximizar el valor del patrimonio de la compañía (art. 227.1 LSC).
Leo Strine ha publicado un trabajo con el que, una vez más, estoy bastante en desacuerdo.
Dice Strine que las B corporations constituyen – eso está bien – una “modesta evolución” del Derecho norteamericano de sociedades pero que no disrumpe nada. Simplemente, apoya a los que creen que las sociedades anónimas no deberían gobernarse con la vista puesta exclusivamente en los intereses de los accionistas. Y se centra en analizar la Ley sobre B Corporations de Delaware que alaba porque no sólo permite a los administradores tener en cuenta los intereses de los restantes participantes en la empresa, sino que les obliga a hacerlo. Y no se limita a declarar tal cosa sino que obliga a los administradores a producir información y ponerla a disposición de los accionistas (¡de los accionistas!) que permita a éstos evaluar si el objetivo “público” de la sociedad anónima se está logrando y en qué medida se está logrando. Dice Strine que la ley de Delaware permite a los accionistas que quieran ser coherentes a predicar dando trigo, esto es, a invertir en compañías que declaran expresamente – y actúan en consecuencia – que no van a maximizar el valor de la empresa y el bienestar de los accionistas.
En cuanto a las consecuencias prácticas, Strine apunta a la inaplicación de la doctrina Revlon a las B-Corporations. Según esta doctrina, cuando los administradores de una sociedad cotizada inician un proceso de venta de la compañía, vienen obligados a maximizar el precio de venta en beneficio de los accionistas. Pues bien, en el caso de una B-Corporations, los administradores pueden decidir que un comprador (Warren Buffet, por ejemplo) es mejor comprador que otro (Blackstone) porque hay más garantías de que mantendrá los objetivos de la organización aunque ofrezca menos dinero a los accionistas. Strine, que es muy listo, se da cuenta de que esto es un tigre de papel. Y añade que hay una norma en la Ley de Delaware que puede favorecer la preservación de los objetivos de una B-Corporation: la exigencia de supermayorías para modificar los estatutos sociales y eliminar la cláusula de “interés público”. Así, nos cuenta Strine, para eliminar la cláusula de “objetivo público” de los estatutos, hace falta el voto a favor de 2/3 de los accionistas. Lo mismo para aprobar la fusión de la sociedad con otra que no sea una B Corporation.
Para un jurista continental, esta regla resulta sorprendente. Porque, obviamente, cambiar el fin común de una sociedad constituida con ánimo de lucro (art. 1665 CC) y establecer que la sociedad dejará de perseguir la maximización de las ganancias de los socios requiere unanimidad, no es una modificación estatutaria que pueda adoptarse por mayoría. Porque no se trata, ni siquiera, de una sustitución o modificación sustancial del objeto social, acuerdo que puede adoptarse por mayoría (aunque da derecho de separación a los socios que estén en desacuerdo), sino de una sustitución o modificación del fin común (causa) del contrato social. De manera que el Derecho norteamericano protege en menor medida a los accionistas de lo que lo hace el derecho europeo-continental, puesto que, en Delaware, ni siquiera constituyendo una B-Corporation pueden estar seguros los accionistas de que la sociedad y sus administradores dedicarán todos sus esfuerzos al objetivo – “cuidar de todos los stakeholders” – que llevó a los accionistas a constituir la sociedad en primer lugar. Aunque Strine llama la atención sobre las dificultades – riesgo de litigación – que enfrentan los administradores empeñados en maximizar el valor de la compañía si hay un grupo de accionistas empeñados en mantener el carácter de B-Corporation y asegurarse de que los administradores perseguirán tal fin, no parece que tales dificultades sean, no ya insuperables sino ni siquiera significativas. Basta con que un tercero haga una oferta suficientemente atractiva como para que 2/3 de los accionistas la acepten para que cualquier resistencia de los administradores se derrumbe, mucho más cuando los administradores vayan a continuar siéndolo bajo el nuevo accionista de control.
Ni siquiera el riesgo de litigación es suficiente frente a los incentivos que genera el mercado de control societario. En efecto, prácticamente el 100 % de las fusiones y adquisiciones en los EE.UU se litigan (“Virtually every merger and acquisition (“M&A”) transaction will result in litigation, often class action lawsuits”), de manera que añadir un motivo – la infracción de la cláusula de “objetivo público” – no puede tener demasiada influencia en la decisión de los administradores. Y, sobre todo, Strine olvida que los accionistas dispersos de una B Corporation sufren los mismos costes de acción colectiva que cualesquiera otros accionistas dispersos.
En definitiva, si una B Corporation tiene su capital repartido entre accionistas dispersos y no está maximizando el valor de la empresa a largo plazo porque sacrifica éste a la contemplación “equilibrada” de los intereses de los distintos grupos que participan en la empresa (trabajadores, proveedores, público en general…), un tercero podrá hacer una oferta pública de adquisición de las acciones, hacerse con el control, modificar los estatutos – eliminando la calificación como B Corporation – y dedicarse a maximizar el valor de la empresa. O aún más. La calificación de una sociedad anónima como B Corporation no limita prácticamente la discrecionalidad de los administradores. También bajo esa calificación, los administradores podrán concentrarse en maximizar el valor de la empresa a largo plazo sin que nadie pueda reprocharles que están incumpliendo sus deberes como administradores.
Pero hay todavía más. Sin necesidad de tal calificación, una compañía puede hacer prevalecer fines distintos de la maximización del valor de la empresa a largo plazo o, aunque no es correcto, el bienestar exclusivo de los accionistas medido por la maximización de la cotización de sus acciones en un mercado bursátil. Basta, para hacer tal cosa que los insiders se blinden frente la posibilidad de perder el control. Por ejemplo, atribuyéndose acciones con voto múltiple como ha hecho Facebook o Google para asegurarse – los insiders – de que la compañía realizará “la visión” de la empresa que tienen sus fundadores. Una vez blindados, los administradores – y socios de control – pueden perseguir los objetivos que consideren preferibles y despreocuparse de lo que piensen los accionistas dispersos o, para el caso, los trabajadores, los proveedores o cualquier otro grupo de interesados en la empresa. El mercado de productos determinará su destino y los que acierten a dar a los consumidores lo que éstos demandan, florecerán, crecerán y aumentarán sus ingresos. Strine reconoce este hecho y aventura que, o las B Corporations son tan rentables en el largo plazo como las sociedades anónimas ordinarias, o el movimiento carecerá de futuro.
Strine concede, finalmente, que el Derecho no tiene capacidad de “resistencia” frente a los incentivos generados en los administradores por los mercados competitivos en los que desenvuelven su actividad. Y mucho menos en un entorno de derecho dispositivo como es el norteamericano. Al final, hay que recurrir a la moralidad de los administradores:
“Si su compromiso con la responsabilidad corporativa no es más que un manto ecologista en el que envolverse para ocultar su objetivo de extraer ganancias para sí y para los accionistas sin asumir sinceramente los intereses de los demás participantes en la empresa, las B Corporations perderán rápidamente cualquier credibilidad entre los inversores y los políticos socialmente responsables”
Y añade que es llamativo que no haya conexión entre los fondos de pensiones de los trabajadores y las B Corporations. Estos fondos se comportan igual que los demás cuando invierten y cuando se vuelven “accionistas activistas” (y aquí) exigiendo de los administradores que se empeñen más intensamente en maximizar el valor de los patrimonios de las compañías que gestionan. Strine acaba con una nota pesimista
“Es difícil imaginar cómo la manipulación de los deberes de los administradores puede cambiar la conducta de éstos a menos que una parte significativa de los inversores institucionales ejerzan sus derechos de voto de una forma sincera, coherente y efectivamente enfocada hacia la responsabilidad social corporativa. Sin esa voz… los consejos de administración gravitarán naturalmente a concentrarse en el único grupo de interés que tiene poder efectivo: los accionistas que actúan, a su vez, con ánimo de maximizar el valor de sus inversiones”
Strine añade una consideración interesante: no hay casos de B Corporations que hayan salido a cotizar como tales. Una vez que haya muchas, podremos comprobar qué precio ponen los inversores a esa cláusula estatutaria y compararlas con el descuento que sufren las compañías que salen a bolsa “blindadas” por acciones de voto plural en manos de los insiders.
En octubre de 2024, según el Financial Times, menos de 20 sociedades cotizadas en EE.UU. son B-Corporations pero las empresas de Inteligencia Artificial tienden a adoptar este tipo porque permite prever una menor litigiosidad contra los administradores
El problema con el planteamiento de Strine es, sin embargo, más profundo: ni siquiera en términos estrictos, es correcto. Lo sería si en los estatutos de una sociedad anónima se fijase a los administradores un objetivo singular y medible. Por ejemplo, maximizar el número de huérfanos atendidos en las instalaciones de la compañía. En tal caso, los accionistas de esa sociedad anónima podrían juzgar cuan bien lo están haciendo los administradores (más plazas para huérfanos en los establecimientos de la compañía, mejores resultados como adultos de los niños ingresados en sus establecimientos, mayor tasa de adopción que en los orfanatos públicos etc). Por tanto, a las B-Corporations se les puede dirigir el mismo reproche que se ha dirigido a las doctrinas que conciben el interés social de forma “institucional” o que legitiman que los administradores tengan en cuenta los intereses de trabajadores, proveedores o comunidades locales: aumentan los costes de agencia porque dan más discrecionalidad a los administradores para justificar cualquier medida que quieran adoptar.
Pero para que puedan incentivar a los administradores a perseguir tal objetivo, han de poder destituirlos si, a juicio de los accionistas, se podrían haber obtenido resultados mejores o, dicho de otro modo, el control de los administradores sobre los activos de la compañía ha de ser “contestable” y debe existir la posibilidad de que un tercero arrebate a los actuales administradores el control.
La ley de Delaware sobre las B Corporations no hace tal cosa. Simplemente dice que los administradores “deben” (es verdad, no dice que puedan, dice que “deben”) tener en cuenta los intereses de todos los que participan en la empresa, más allá de los que participan en la sociedad, esto es, los accionistas. Tal criterio de enjuiciamiento de la conducta de los administradores no permite determinar si los administradores lo están haciendo “mejor” o “peor”. De modo que si siguen siendo en exclusiva los accionistas los que tienen el poder para elegir y destituir a los administradores y las B Corporations compiten en los mercados de productos con otras empresas que maximizan los beneficios, esto es, el valor de la empresa (recuérdese que las empresas no son más que patrimonios cuyo valor se determina por los rendimientos esperados), el resultado no puede ser distinto al que observamos en las sociedades anónimas “normales”: o las B Corporations tenderán a desaparecer o, simplemente, la cláusula estatutaria que “obliga” a éstas a tener en cuenta de forma equilibrada los intereses de todos los participantes en la empresa será irrelevante. El caso de Craiglist (y aquí) es suficientemente iluminador.
La conclusión es que, una vez más, covert tools are not reliable tools. Introducir una cláusula estatutaria que prevea genéricamente que los administradores deben tener en cuenta los intereses de todos los participantes en la empresa cuando desarrollan sus funciones y cumplen sus deberes de diligencia y lealtad no es la herramienta adecuada para proteger tales intereses ni, mucho menos, para reducir los daños de la gestión cortoplacista de una empresa. La recta via es la de exigir el cumplimiento de los contratos que la compañía haya celebrado con tales interesados y de las leyes que regulan su actividad. Las B-Corporations distorsionan el Derecho de Sociedades con escaso beneficio social.
[…] Derecho comparado existen dos modelos de ello: (1º) El modelo de la “Benefit Corporation” (“B-Corporation”) en que los miembros pactan en estatutos la asunción de una serie de prácticas preferentemente […]