Por Jesús Alfaro Águila-Real

La causa de los contratos,  la moral, El mercader de Venecia y las cláusulas predispuestas

The New Rambler es una iniciativa estupenda que publica, en formato de blog, recensiones de libros de Ciencias Sociales. La última entrada se dedica por Guerra-Pujol, un profesor de la Universidad de Florida Central, al libro de Nathan Oman, profesor de la Universidad William and Mary  titulado “The Dignity of Commerce. Markets and the Morals of Contract Law”. No hemos leído el libro, de manera que los comentarios que siguen están basados en la recensión del profesor Guerra-Pujol. Lo que nos mueve a escribir estas líneas es que la recensión brinda una oportunidad para mostrar algunas diferencias relevantes entre el common law y el civil law, y no tanto examinar críticamente las afirmaciones de Oman.

Nuestra conclusión es que, una vez más, la ausencia de dogmática jurídica en el common law hace muy difícil para los profesores norteamericanos de Derecho decir cosas nuevas y buenas respecto de los grandes temas jurídicos del Derecho Privado. Simplemente, construyen sobre bases poco sólidas porque no incorporan las aportaciones a esos grandes temas realizados por la Dogmática Jurídica europeo-continental, esto es, por el civil law. Es verdad que la Ciencia del Derecho sigue siendo nacional. Pero es verdad también que la construcción dogmática, la creación de categorías y la ordenación sistemática (de acuerdo con valores éticos) de los materiales jurídicos no puede ser sino universal o, al menos, no puede sino tener pretensiones de serlo.

El autor – nos cuenta Guerra-Pujol – empieza con El Mercader de Venecia. Del contrato entre Shylock y Antonio nos hemos ocupado varias veces en el blog. Nuestra interpretación del mismo se resume afirmando que, cuando el doctor de Bolonia emite su dictamen (más bien actuando como lo haría el Abogado General en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea) utiliza la dogmática contractual para lograr el resultado justo. La doctrina que utiliza el doctor – en realidad una mujer – es la de que los contratos obligan y, por tanto, que Shylock tiene derecho a la libra de carne de Antonio porque Antonio no ha devuelto tempestivamente el préstamo que recibió de Shylock. Si los judíos no pueden confiar en que las autoridades gentiles obligarán a éstos a cumplir sus contratos, abandonarán Venecia y los venecianos perderán las ventajas de la financiación que los judíos ofrecían (por eso, en parte, a los judíos se les expulsaba de las ciudades, una forma de jubileo). Pero este tipo de obligaciones ha de ser interpretado estrictamente (odiosa sunt restringenda) lo que significa, en el caso, aplicar literalmente el pacto y no permitir a Shylock que derrame una sola gota de la sangre de Antonio, ya que “carne” y sólo “carne” de Antonio era a lo que tenía derecho Shylock. Como es imposible ejecutar la cláusula y extraer la libra de carne – el corazón – de Antonio sin derramar su sangre y Shylock sufriría sanciones descomunales en caso de derramar dicha sangre, el contrato deviene de imposible cumplimiento en sus propios términos y Shylock ha de abandonar su pretensión. El resultado moralmente justo (esa cláusula no es válida en cualquier Derecho moderno) se logra en la Edad Moderna utilizando una doctrina jurídica formal: la recogida en el art. 1281 CC: hay que estar al sentido literal de las palabras utilizadas por las partes. Antes del iusnaturalismo, – y, por tanto, desde luego, en la Venecia renacentista – el valor de las palabras utilizadas era muy superior al que atribuimos hoy a la interpretación literal por buenas razones que Ihering entendió perfectamente. La gran ventaja del formalismo es que logra soluciones eficientes y justas para la inmensa mayoría de los casos si las reglas que se aplican formalmente son reglas producto de la experiencia humana de largo plazo. Porque, si no son eficientes y justas, es de esperar que los humanos, siempre tratando de reducir los costes de llevar a cabo los intercambios, las modifiquen. En fin, por parecidas razones de prueba se negaba históricamente valor vinculante a los pactos carentes de forma.

La decisión del Dogo de Venecia de obligar a Antonio a cumplir el contrato – de estimar la demanda de Shylock – se basa, como dice el autor, en asegurar a la gente que puede confiar en las promesas ajenas porque un tercero imparcial obligará al deudor a cumplir. La importancia económica de la confianza en el cumplimiento de las promesas es difícil de exagerar y no necesitamos extendernos al respecto. Hasta tal punto es importante que hay, no sólo una pretensión de cumplimiento en todos los derechos civilizados, sino un tort, – un acto de competencia desleal – que protege esta confianza obligando al tercero que interfiere en un contrato ajeno a indemnizar los daños que sufran las partes de este contrato por su interferencia. Veremos que esto es relevante cuando examinemos por qué no es un delito incumplir un contrato.

Dice Oman que, en la obra de Shakespeare, Venecia hace cumplir el contrato para favorecer el comercio en el Rialto, no para asegurar el cumplimiento de una norma moral. Y es así. Los humanos no darán nada a crédito (recuérdese que “credere” significa en latín confiar) si no pueden confiar en que el acreditado cumplirá su promesa. Recuérdese la historieta de Olson sobre los comerciantes fenicios que llegaban a la costa de Tartessos y dejaban su mercancía en la playa para que los locales la apreciaran y dejaran, a su vez, metales preciosos para que los fenicios se los llevaran. La historia de la Humanidad es, en parte, la de los mecanismos de todo tipo que han inventado los hombres para asegurar a los acreedores que los deudores cumplirán. Y, naturalmente, la calificación del cumplimiento de las promesas como un deber moral refuerza la seguridad de que los deudores cumplirán. Las religiones moralistas hacen precisamente eso. Al asociar la salvación o la condena del individuo a la moralidad de su comportamiento, refuerzan el cumplimiento de las promesas. La cuestión del cumplimiento de las promesas se “moraliza” en términos de Pinker; se convierte en una cuestión moral y no solo económica. La internalización de una regla moral por los individuos reduce los costes de hacer cumplir las promesas. Como dijo alguien, las religiones moralistas equivalen a poner un policía invisible en el hombro de cada individuo que vigila que no se comportará deshonestamente.

Que los mercados favorecen los comportamientos morales es, a estas alturas, una obviedad. Oman señala que los intercambios voluntarios promueven las conductas morales (prosociales dirían los antropólogos) por dos razones. La primera es la protección que brinda el consentimiento: en un intercambio de mercado cada parte tiene un derecho de veto. La segunda es que

“los intercambios voluntarios requieren que cada parte atienda al interés de la otra parte para lograr su propio interés”.

En términos quizá más extendidos, lo que dice Oman es que los contratos que articulan los intercambios voluntarios en mercados en los que están ausentes la violencia y el engaño (rigen las “laws of justice” en la expresión de Adam Smith) son juegos de suma positiva, es decir, ambas partes están mejor tras el intercambio que antes de él. Son mejoras de Pareto. Y lo son precisamente porque si cada parte no tiene en cuenta los intereses de la otra, ésta se negará a contratar y la otra no podrá obtener la ganancia que espera del intercambio. Oman extrae, de este conocido análisis de los intercambios, la conclusión – nos dice Guerra-Pujol – según la cual

“los mercados crean un espacio trascendental o un marco robusto en el que gente con visiones radicalmente diferentes en el plano moral, religioso o político puede cooperar en beneficio mutuo… los mercados facilitan la cooperación pacífica y la coexistencia en una sociedad pluralista”.

Quizá la relación de causalidad vaya en sentido contrario. El comercio es, originariamente, “internacional”. En el seno de los grupos lo que hay es cooperación para aumentar la producción en común no se intercambia (los miembros de una familia no celebran contratos entre sí). Se comercia con extraños. La oportunidad de ganancia, pues, ha de ser muy grande para que se extiendan los tratos con extraños (recuérdese que los humanos cooperan naturalmente con otros miembros de su grupo y compiten, generalmente, con los miembros de otros grupos). La estructura misma del contrato es impropia de las relaciones entre personas ligadas entre sí por la amistad, el parentesco o la familiaridad. En el contrato, cada parte tiene perfecto derecho a comportarse egoístamente. Es la mano invisible de Smith la que explica que todos salgan ganando. El análisis de Hirschmann sigue sin superar. Naturalmente, hay coevolución. Conforme se extienden los intercambios entre miembros de dos grupos, las relaciones se “dulcifican”, se pacifican porque los individuos experimentan las ventajas de comerciar y, sobre todo, que no han de hacer ningún sacrificio en su identidad, esto es, en sus convicciones, creencias o manías morales, religiosas o ideológicas. Pero los mercados no promueven la moralidad si entendemos ésta como el sacrificio del propio interés en el altar del interés ajeno, no promueven los comportamientos altruistas. Los mercados sólo promueven la moralidad indirectamente (nos hacen más ricos a todos – y es más difícil comportarse moralmente cuando vives al borde de la inanición –) y respecto de las reglas morales más elementales: la de abstenerse de la violencia y el engaño.

La consideration y la doctrina de la causa

A continuación, nos dice Guerra-Pujol, Oman analiza la doctrina de la consideration. Como es sabido, esta doctrina es, más o menos, equivalente a la doctrina de la causa en Derecho civil continental. “En la práctica – la doctrina de la consideration – significa que ambas partes de un contrato deben ceder algo de valor o, en palabras de Oman, los contratos jurídicamente vinculantes consisten en promesas hechas como partes de un quid pro quo”. Un jurista del civil law y Blackstone objetarían inmediatamente. Lo que Oman describe son los contratos sinalagmáticos y onerosos en los que la causa de la atribución de una de las partes es lo que la otra parte ha ofrecido. El contrato entre Shylock y Antonio no carece de causa. La consideration, como la causa, tiene que ser lícita (lo que una parte da a la otra a cambio de lo que recibe o los motivos que llevan a esa parte a celebrar el contrato). Más exactamente, en el caso del Mercader de Venecia, lo que es inmoral no es el contrato de préstamo sino la garantía o, quizá aún mejor, el objeto de la garantía – un órgano humano – es inmoral por extracommercium). Por tanto, no es un caso de ausencia de causa, sino de causa inmoral.

Por tanto, en Derecho continental, la donación, la modificación de un contrato o los contratos de opción no plantean problema alguno desde el punto de vista de la causa (y tampoco, al parecer, a Blackstone que distinguía entre «good» y «valuable» consideration). La primera es lo que el Derecho Civil considera causa gratuita (liberalidad) y la segunda causa onerosa. Por eso, en civil law decimos que la atribución al donatario tiene causa donandi, esto es, el ánimo de liberalidad del donante. La validez de la donación se pondrá en duda cuando se pueda demostrar que el pretendido donante no tenía ánimo de liberalidad. En tal caso, la donación carecerá de causa. En el caso de la novación de un contrato, como veremos y del mismo modo, que la parte aparentemente perjudicada por la modificación haya consentido nos permite deducir que era en su interés avenirse a dicha modificación y, en el caso de la opción, la duda es si el otorgamiento de una opción de modo gratuito hace vinculante ésta o es necesario el pago o la promesa de pago de una prima para que el que ha otorgado la opción quede obligado. De ahí que se haya producido en nuestros Derechos una expansión formidable de la causa (causa de la atribución, causa del negocio – que permite clasificar/calificar los negocios jurídicos – y causa en sentido subjetivo como motivos de las partes que, cuando son comunes, son relevantes para la validez del negocio) y su reciente abandono por las codificaciones internacionales de Derecho de Contratos.

Dice Guerra-Pujol que Oman resuelve el problema que tendría aparentemente el common law con los acuerdos en los que no hay consideration de una forma “simple y elegante” con una regla en dos partes.

“En primer lugar, todas las promesas realizadas en un marco comercial deben considerarse presuntivamente obligatorias. Segundo, las promesas otorgadas a cambio de algo en el contexto de un mercado establecido deben considerarse también presuntivamente obligatorias”.

Dice Guerra-Pujol que, en realidad, lo que Oman está diciendo es que “todas las promesas deben considerarse presuntivamente obligatorias”. Bueno, eso es exactamente lo que dice el art. 1277 CC:

“Aunque la causa no se exprese en el contrato, se presume que existe y que es lícita mientras el deudor no pruebe lo contrario”.

El valor económico de esta regla es inmenso: la gente no tiene que dar explicaciones de por qué actúa como actúa. Y esta regla explica igualmente los casos de la novación del contrato y del contrato de opción. El Derecho no hace averiguaciones: stat pro ratione, voluntas.

Los remedios contractuales

Se pregunta a continuación Oman – nos dice Guerra-Pujol – por la justificación de dos reglas propias de los remedios contractuales, es decir, de los mecanismos que el Derecho pone a disposición del acreedor contractual para conseguir lo que pretendía al celebrar el contrato – la satisfacción de su interés – (art. 1124 CC). Lo que llama “private standing” y “bilateralism”. Pretende Oman que en el common law hay un problema para justificar ambas características de los remedios contractuales y que las teorías basadas en la autonomía privada y en la eficiencia no pueden explicar estas dos características

“En pocas palabras, private standing se refiere al hecho de que el incumplimiento de contrato no es un delito ni siquiera una infracción administrativa sino que el acreedor insatisfecho debe tomar sobre sí la carga de demandar al deudor incumplidor o, en las palabras de Oman, el Derecho de Contratos no obliga a cumplir los contratos per se; apodera – legitima – al acreedor insatisfecho a actuar contra los deudores incumplidores ante los tribunales”

El bilateralismo es más oscuro como concepto. Significa, aparentemente, que en Derecho norteamericano el contratante que demanda a su contraparte por incumplimiento de contrato y resulta victorioso no sale completamente indemne de la “batalla” judicial. Es decir, como estaría si el deudor hubiera cumplido perfectamente sus obligaciones derivadas del contrato. Las razones son plurales y algunas son específicas del Derecho norteamericano:

  • porque las cláusulas penales no son válidas en Derecho norteamericano (salvo que sustituyan y sean de cuantía proporcionada a los daños esperados en el momento de contratar – expectation damages –) excepto si equivalen a una liquidación anticipada de los daños;
  • porque el acreedor tiene un deber de mitigar el daño (esto no es específico del derecho norteamericano pero se justifica perfectamente en términos de eficiencia y de voluntad hipotética de las partes)
  • porque “rara vez se estima la indemnización del lucro cesante o de los daños indirectos” (consequential damages)
  • porque, de acuerdo con la american rule, cada parte de un pleito ha de costear sus propios gastos, al contrario del derecho continental que establece el criterio del vencimiento (el que pierde el pleito paga las costas de la otra parte).

En definitiva, bilateralismo parece indicar que los costes de asegurar el cumplimiento de los contratos se reparten entre las partes en lugar de asignarse de forma completa al incumplidor del contrato.

Pues bien, no entendemos el desconcierto de Oman o de Guerra-Pujol sobre ambos conceptos.

En cuanto al private standing, que incumplir un contrato no sea un delito tiene toda la lógica del mundo. El derecho del acreedor cumplidor que se enfrenta a un incumplimiento es un derecho subjetivo de éste. Y, como derecho subjetivo, su titular tiene plena disposición sobre el mismo. A él le corresponde decidir si se aquieta frente al incumplimiento o si recurre a los tribunales para hacerlo valer. Sería contradictorio con el respeto por la libertad individual y por la intangibilidad de la esfera jurídica propia que un tercero – sea otro particular o sea el Estado – pudiera decidir, en lugar del contratante, sobre si exigir el cumplimiento del contrato. Es más, sería muy ineficiente porque se generarían pleitos que no tienen valor para el titular del interés. Aún más, que el contratante que sufre el incumplimiento decida libremente si acudir a los tribunales o no hacerlo no significa que el Derecho Penal no intervenga en absoluto. Lo hace, en Europa continental cuando el incumplimiento daña a alguien más que al acreedor. Por ejemplo, cuando el incumplidor comete, al incumplir, un delito de estafa (celebra el contrato y recibe la prestación a sabiendas de que no va a cumplir). En otros casos, los incumplimientos contractuales constituyen infracciones administrativas, cuando se trata, por ejemplo, de contratos celebrados en masa y es necesario reforzar la protección de los consumidores dispersos.  Por tanto, el private standing no tiene que ver con la existencia de mecanismos extrajurídicos que aseguran el cumplimiento de los contratos tales como la reputación. Está basado en la idea de que “en mi hambre mando yo”. Una regla esencial en las sociedades libres en las que no puede imponerse a nadie ejercitar sus derechos. Un derecho que ha de ser ejercitado obligatoriamente no es un derecho. Es una obligación que nos imponen en nuestro propio interés y, por tanto, la peor forma de paternalismo.

En cuanto al bilateralismo, de nuevo, el Derecho europeo parte del principio de la completa indemnización del acreedor. El contenido de la responsabilidad contractual es el “interés positivo”, es decir, dejar al acreedor como estaría si el contrato se hubiera cumplido perfectamente. En el ámbito de las relaciones extracontractuales, la regla es la de indemnización plena del que ha sufrido el daño que no tiene por qué soportar y, de nuevo, la diferencia con el derecho norteamericano es notable ya que nuestro Derecho no conoce y no acepta los daños punitivos, propios de sociedades primitivas donde no existe una clara diferenciación entre el Derecho civil y el Derecho Penal (que es el que tiene la función de prevención de las conductas dañosas).

Las condiciones generales de los contratos

Guerra-Pujol no se extiende sobre los argumentos de Oman para justificar por qué son vinculantes las condiciones generales a las que la contraparte se limita a adherirse. Es una pena porque Rakoff, en un artículo de 1983, argumentó eficazmente sobre la falta de carácter vinculante si queremos ser serios respecto de la exigencia de consentimiento contractual. Y ese trabajo de Rakoff inspiró, en alguna medida, el primer capítulo de nuestro libro. Lo que dice Guerra-Pujol no parece muy convincente. Por ejemplo, que las cláusulas predispuestas sólo regulan la terminación de la relación, no los aspectos de su desarrollo mientras la relación permanece vigente. Eso no es así en el caso de contratos de duración donde las cláusulas predispuestas sirven, precisamente, para que las partes sepan a qué atenerse cuando se producen los hechos previstos en ellas (por ejemplo, en un contrato de seguro de hogar, una inundación en la cocina. Las cláusulas del contrato indicarán al asegurado qué ha de hacer para ser indemnizado y si esa inundación está cubierta o no por el seguro).

La conclusión de Oman parece, sin embargo, de una simplicidad exagerada:

En cualquier caso, Omán argumenta que los contratos de adhesión deberían ser normalmente vinculantes porque… facilitan los mercados masivos y el comercio masivo. Sin embargo, el principal problema con el argumento pro-boilerplate de Omán es que privilegia la «voz» sobre la «salida». Para que los mercados funcionen bien, la gente necesita ser libre para terminar sus relaciones y no simplemente expresar sus quejas. Sin embargo, en la medida en que los contratos de adhesión hagan que la opción de salida sea demasiado costosa o difícil para los consumidores, tales acuerdos ilegibles (y en su mayoría no leídos) no se corregirán por efecto de la competencia. De hecho, un exceso de estandarización podría incluso acabar sofocando la aparición de mercados saludables y que funcionen bien. ¿No sería mejor argumentar que hay un nivel óptimo de estandarización o que los contratos de adhesión son simplemente un mal necesario -el precio que pagamos por los mercados de masas- y permitir que los tribunales utilicen sus poderes equitativos para eliminar selectivamente cualquier cláusula injusta o demasiado desequilibrada?

Del texto de Guerra-Pujol deducimos que Oman confunde la función económica de las cláusulas predispuestas (reducir los costes de redacción de los contratos en las transacciones económicas estándar y que se celebran en masa) con su naturaleza jurídica. No vamos a explicar aquí por qué las condiciones generales deben considerarse válidas sólo cuando son conformes con el Derecho supletorio, esto es, las normas que serían aplicables a la relación si las condiciones generales no existieran. Y tampoco que el control del contenido consagrado en todos los Derechos europeos por efecto de la Directiva 13/93 consiste, precisamente, en efectuar tal comparación y declarar ineficaces las cláusulas que se separan del reparto de derechos y obligaciones que resulta del derecho supletorio en perjuicio del consumidor. Simplemente, no es de recibo que los profesores norteamericanos de Derecho escriban sobre esta cuestión sin echar un vistazo a lo que pasa al otro lado del Atlántico. Es como si alguien quisiera escribir en Europa sobre los fiduciary duties de los administradores sociales sin estar al tanto de la literatura norteamericana.

La última cuestión abordada por Oman según Guerra-Pujol no es ni siquiera jurídica. Distinguir entre “mercados perniciosos” y “mercados que funcionan bien” para afirmar el carácter vinculante de los contratos sólo si se han celebrado en mercados del segundo tipo no es ni siquiera una teoría. La razón es que cuando el juez se enfrenta a un contrato concreto, no puede hacer un análisis del mercado en el que dicho contrato se celebró. Sólo si el legislador le ha indicado las circunstancias específicas en las que un contrato en ellas celebrado debe ser considerado ineficaz podrá llevar a cabo tal tarea. Por ejemplo, el legislador le dice a los jueces que declaren nulos los contratos en los que una de las partes haya impuesto a la otra unos intereses desproporcionadamente altos en comparación con los vigentes en el mercado y que presuma que son usurarios, esto es, que el consentimiento de la otra parte no le ha protegido. Los mercados que “no funcionan bien” según Oman son aquellos (1) que causan daño – como los mercados de esclavos – ; (2) que tienen por objeto bienes fuera del comercio, como los mercados de órganos humanos, y (3) mercados malum in se con lo que parece referirse a transacciones que no deben realizarse de acuerdo con la disposición a pagar de la contraparte sino con arreglo a otros criterios. Arrow se refería así  a la concesión de plazas de profesor universitario. El criterio de asignación de recursos escasos no es el de atribuirlos al que está dispuesto y puede pagar más, sino al que corre más – en los deportes – o al que tiene más méritos o, simplemente, al que tiene más suerte en la lotería correspondiente.

Como señala Guerra-Pujol, esta doctrina parece una pura descripción que no nos proporciona criterio alguno para decidir cuándo un contrato debe considerarse válido y vinculante y cuándo no y, desde luego, podemos tener mercados que funcionan muy bien pero que no generan contratos vinculantes en los intercambios que tienen lugar en su seno. Piénsese en mercados ilegales como el de las drogas o las armas.


 

Foto JJBose