Por Luis Arroyo Jiménez

Este comentario forma parte de una conversación (aquí, aquí y aquí)  iniciada por Gabriel Doménech y en la que también han intervenido Julia Ortega, Juan Antonio García Amado y yo mismo.

El tema es lo suficientemente complejo como para requerir muchos matices. No es posible dar cuenta de todas las cuestiones que se han planteado en la conversación sin alargar esto indebidamente, así que me centro en un par de ellas.

Sobre qué es ponderar y quién lo hace

En sentido amplio, ponderar es tomar en consideración razones opuestas y eso, como señala García Amado, lo hacemos todos permanentemente. En sentido estricto, ponderar es (i) resolver conflictos entre principios jurídicos (entendidos aquí no en cualquiera de los muchos significados posibles del término, sino específicamente como normas jurídicas susceptibles de cumplimiento gradual) (ii) mediante la creación de reglas (se pondera primero para poder subsumir después) (iii) a través de un método específico (cuya peculiaridad reside en que está dirigido al establecimiento de una relación de preferencia condicionada).

Mientras que la ponderación es un método para decidir (es verdaderamente un método de producción normativa), la proporcionalidad (en una de sus versiones, con sus tres elementos) es una técnica de control que se aplica de manera característica al resultado de un juicio ponderativo.

Tanto el legislador como la Administración y los jueces ponderan (en sentido estricto) principios jurídicos: pondera el legislador que aprueba reglas limitado y dirigido por principios constitucionales (por cierto, tan positivos como los del Código Civil); pondera la Administración cuando ejerce potestades discrecionales en el marco de la Constitución y de la Ley (a reconstruir esto se dirigen los trabajos de José Mª. Rodríguez de Santiago, por ejemplo aquí) y pondera también, en fin, el juez en el ejercicio de su arbitrio. No es lo único que hacen, ni lo hacen todos igual con independencia de su posición en el sistema institucional, ni mucho menos lo hacen siempre bien, pero la ponderación en sentido estricto no es sólo una cosa de los jueces (para los matices perdona que me remita a este trabajo, donde desarrollo mi opinión sobre todo esto).

Sobre la derrotabilidad de las reglas

Uno de los problemas más difíciles que plantea la ponderación (y al que conduce el reconocimiento de un derecho general a la objeción de conciencia) es el de si podemos derrotar una regla a partir de principios opuestos. Esta es una de las muchas tentaciones que acechan a los operadores jurídicos enfrentados a la aplicación de reglas que les parecen insatisfactorias (hay muchas otras, por cierto, que no llevan la etiqueta de ponderación). Sobre esto diré dos cosas.

En primer lugar, creo que se puede entender que la ponderación es un método útil y a la vez responder negativamente a esa pregunta. Una vez que el conflicto entre los principios en ese caso relevantes ha sido resuelto mediante la creación de una regla por una autoridad cuyas decisiones se imponen al operador jurídico de que se trate, el conflicto no podría replantearse en el nivel de los principios. En función de la posición institucional que ocupen uno y otro, la regla operaría como una razón definitiva (vinculación del juez a la Ley, o del legislador a la doctrina constitucional). Pero podría no hacerlo (por ejemplo, en el caso del control de constitucionalidad de las leyes). Esto puede admitirse sin necesidad de rechazar la utilidad de la ponderación con carácter general. Y si lo admitimos entonces el orden está salvaguardado: el juez civil no puede inaplicar las reglas civiles que protegen la propiedad privada para proteger el derecho a la vivienda del okupa, el juez penal no puede dejar de sancionar al insumiso por razones de conciencia, el juez contencioso-administrativo no podría inaplicar la Ley de aguas para impedir vertidos autorizados, etc. Por poner una sonrisa en este páramo, aquí podríamos decir: sí, es preferible la injusticia al desorden… y la ponderación no nos impide alcanzar ninguno de los dos.

En segundo lugar, tiene razón García Amado al decir que algunos «ponderófilos» consideran que toda norma (principio o regla) es derrotable (nuestro colega Afonso García Figueroa, por ejemplo, ha realizado una defensa de este planteamiento). Este es un terreno delicado y mi criterio es menos firme, pero me inclino a aceptar que esto es así en principio, aunque en la práctica ese resultado sólo podría alcanzarse (es decir, aceptarse) de modo muy excepcional, en los términos expuestos en mi comentario anterior (y que básicamente son de Alexy). Esto, como digo, es muy delicado y entiendo las precauciones que García Amado ilustra muy bien con el asunto de Garzón.

Lo que me parece relevante señalar es que los jueces vienen alcanzando el mismo resultado cuando les parece necesario, sin utilizar el método de la ponderación, a través de numerosas técnicas: empleo de cláuslas generales para no sancionar penalmente, artificial descubrimiento de lagunas para integrarlas posteriormente del modo preferido, interpretaciones sistemáticas y teleleológicas que permiten restringir convenientemente el supuesto de hecho de la regla indeseada y dar aplicación al principio contrario, etc. Y mediante este tipo de procedimeintos el juez logra esconder, de paso, el juego de razones y contrarazones que la ponderación hace visible. De hecho, creo que esta es su principal virtud: la ponderación no da a los operadores jurídicos nada que estos no tuvieran ya, pero les obliga a hacer uso de sus competencias de modo más transparente y honesto.