Por Gabriel Doménech
En su reciente entrada publicada en el Almacen de Derecho (aquí), Juan Antonio García Amado me ha hecho el honor de criticar las razones que en una entrada anterior (aquí) yo había ofrecido para justificar la conveniencia de un derecho supralegal –v. gr. constitucional– genérico a la objeción de conciencia. En el texto que sigue trato de responder a esas críticas, para lo cual matizo, preciso y completo las razones antes expuestas, y añado alguna otra. PS: Mientras redactaba estas líneas, Juan Antonio García Amado ha acometido nuevos movimientos en la «partida de ajedrez simultánea» en la que ha derivado la discusión, y en la cual también han participado Julia Ortega y Luis Arroyo (aquí y aquí).
Cómo determinar la eficiencia de la objeción de conciencia
El presupuesto básico del derecho cuya existencia postulo sería una situación en la que el balance de beneficios y costes sociales engendrados por el cumplimiento de una obligación resultase positivo para la mayoría de los obligados, pero negativo para unos pocos, como consecuencia de los extraordinarios costes psicológicos que para ellos entraña dicho cumplimiento. Tal constituiría la condición necesaria, pero no suficiente, para que los Tribunales pudieran acomodar a estos últimos individuos –v. gr. eximiéndoles del cumplimiento de la obligación en cuestión–.
García Amado cuestiona que se pueda llevar a cabo esa comparación, en primer lugar, porque «los costes que se manejan y comparan han de ser conmensurables. Es decir, no pueden ser de naturaleza tan heterogénea como para que no admitan la comparación»; y, en segundo lugar, porque
«han de ser todos traducibles a costes económicos para el conjunto social… un coste… estrictamente personal, como pueda ser un coste meramente psicológico y consistente en sensaciones como tristeza, remordimiento, angustia, etc. solamente podrá tomarse en consideración aquí por sus efectos económicos globales. Por ejemplo, por lo que de riqueza supone para el conjunto social el tratamiento médico o psicológico de tales angustias o tristezas».
Comencemos por el final. En términos económicos, el impacto psicológico negativo –la pérdida de bienestar– que eventualmente ocasiona el cumplimiento de una obligación es desde luego un coste para el individuo afectado, pero también para la sociedad, pues dicho individuo forma parte de la misma. Y como un coste social ha de ser considerado en aquel balance al que antes me he referido. Mi posición se mueve, pues, en el marco teórico de la economía del bienestar, de acuerdo con la cual las políticas y las reglas jurídicas se evalúan exclusivamente en función de todos sus efectos sobre el bienestar de los individuos, entendido éste en un sentido muy amplio.
La heterogeneidad de los intereses en juego no los hace insusceptibles de comparación y «traducción a efectos económicos». Nótese que los jueces efectúan constantemente ponderaciones de este tipo, por ejemplo a la hora de adoptar medidas cautelares (v. gr., art. 130 LRJCA). Téngase en cuenta, además, que, para interpretar el alcance del referido derecho, no es estrictamente necesario que el legislador o los jueces cuantifiquen con exactitud el daño que a ciertas personas causa el cumplimiento de una obligación, ni tampoco los beneficios que para el resto de la sociedad se derivan del mismo, sino simplemente que estimen si aquél excede o no de éstos, lo cual es bastante más sencillo.
La determinación de las objeciones de conciencia eficientes puede realizarse con una razonable certeza a partir de indicios externos. Las sanciones juegan aquí un papel crucial como instrumento de cribado. Supongamos que la ley castiga el incumplimiento de una obligación con una pena proporcionada al daño que éste ocasiona a la sociedad. Es más, supongamos que, como la probabilidad de detectar los incumplimientos es relativamente escasa, la ley prevé una pena cuyo coste para el infractor supera al daño social causado por aquéllos, a fin de prevenirlos eficazmente. Así las cosas, el hecho de que varias personas prefieran violar de manera sistemática, reiterada y abierta dicha obligación por motivos de conciencia, asumiendo consciente y voluntariamente las responsabilidades penales que de su conducta se derivan, revela que el perjuicio que les ocasionaría dar efecto a la obligación excede del precio que estas personas están pagando voluntariamente por actuar conforme a su conciencia y, probablemente, también de los costes que para el resto de la sociedad representa la infracción. Quizás sea ésta una de las razones por las que, en la práctica, los individuos que por primera vez objetan una obligación por razones de conciencia casi nunca son acomodados. Antes de reconocerles semejante derecho suele requerirse, de facto, que unos cuantos «mártires» hayan puesto de manifiesto la eficiencia del mismo.
Acomodación cuando proceda
Dice García Amado que en mi entrada estoy
«dando por presupuesto o tomando como axioma que es bueno y conveniente que, en los más casos posibles, los ciudadanos pueden verse liberados de cumplir los deberes jurídicos que choquen con sus imperativos de conciencia, con sus imperativos morales personales».
Ni he afirmado explícitamente semejante axioma ni pretendía que éste se dedujera implícitamente de mis palabras. Simplemente sostengo que «no hay que descartar… que en determinadas circunstancias convenga acomodar a los objetores de conciencia, permitiéndoles eludir la realización de actividades que violentan sus más firmes convicciones». Y defiendo la acomodación no para «los más casos posibles», sino sólo cuando se den dos circunstancias. La primera es que pueda constatarse razonablemente que el balance de beneficios y costes sociales derivados de cumplir la correspondiente obligación por parte de la persona afectada resulta negativo como consecuencia del daño psicológico que para ésta entraña el cumplimiento. La segunda es que la acomodación del objetor constituye una solución netamente más ventajosa para la comunidad que afirmar categóricamente la obligación y sancionar estrictamente su incumplimiento.
El que se den o no esas dos condiciones es una cuestión que habrá que ver caso por caso. Aunque tampoco conviene ignorar que hay un factor que propicia que incluso en las sociedades democráticas concurran ambas en no pocas ocasiones: las mayorías parlamentarias tienden a no ponderar suficientemente los intereses de los grupos minoritarios y, en particular, el coste moral que a algunos de ellos les ocasiona el cumplimiento de ciertas leyes. Es más, en la medida en que nuestros jueces muestren un sesgo conservador y unas preferencias cercanas a las hegemónicas en la sociedad, cabe pensar que tampoco acomodarían a los objetores de conciencia en todos los casos en los que la objeción resultase eficiente, en la hipótesis de que existiese un derecho genérico a la objeción de conciencia.
El papel del legislador
Según García Amado, sostengo que «es preferible ese derecho genérico, en vez de una enumeración legislativa de supuestos de admisibilidad de la objeción». Esa no es exactamente mi posición. Lo ideal sería probablemente tener las dos cosas: una lista abierta de supuestos en los que el legislador reconociese el derecho a quedar exento de ciertas obligaciones por motivos de conciencia y, además, la posibilidad de que los jueces pudieran acomodar a los objetores en casos no específicamente previstos por la ley.
Ha de valorarse positivamente, en aras principalmente de la certeza jurídica, que la ley –o incluso la Constitución; véase el art. 30.2 de la española– tipifique supuestos específicos en los que los objetores de conciencia queden exentos, bajo determinadas circunstancias, del cumplimiento de ciertas obligaciones.
No es conceptualmente descartable, como bien advierte García Amado, que el legislador establezca un derecho genérico a la objeción de conciencia como el que aquí se postula. Sin embargo, no parece probable que tal vaya a ocurrir, porque, por las razones expuestas, las mayorías parlamentarias carecen de los incentivos necesarios para atarse las manos en atención a los intereses de las minorías. Además, el legislador presente no puede vincular al legislador futuro; las leyes posteriores siempre pueden derogar con carácter general o particular el derecho a la objeción de conciencia establecido legalmente con anterioridad. Para que este derecho no quede completamente al albur del parlamento se requiere su consagración en una norma jurídica supralegal. Y que los Tribunales sean los encargados de precisar en última instancia su alcance.
Uniformidad del Derecho y comportamiento gregario
Las normas jurídicas pueden estar configuradas con un mayor o menor grado de lo que podríamos denominar diferenciación. Imaginemos una ordenanza que obliga a pagar una tasa municipal por la recogida y gestión de basuras. Esta obligación podría diseñarse con un grado extremo de uniformidad (todos los propietarios de bienes inmuebles sitos en el término municipal han de pagar exactamente lo mismo) o de diferenciación (de manera que la cuota tributaria está en función del volumen y la composición química de los residuos que el sujeto pasivo haya generado efectivamente). Ambas soluciones tienen, obviamente, sus ventajas y desventajas.
No es descabellado pensar que el nivel de diferenciación real de las normas jurídicas tiende en muchos casos a ser inferior al que sería óptimo desde el punto de vista del bienestar social, cuando menos porque esas normas han sido impuestas por un grupo mayoritario que no ha ponderado suficientemente las necesidades particulares de ciertas minorías, que las harían merecedoras de un trato jurídico especial.
Es obvio que el reconocimiento de un derecho supralegal a la objeción de conciencia puede contribuir a reducir esa excesiva uniformidad jurídica y, por lo tanto, a mitigar las consecuencias negativas de la misma.
La uniformidad del Derecho tendrá seguramente el efecto de hacer disminuir la diversidad del tejido y las prácticas sociales. Si obligamos a los militares y policías sikhs a llevar la gorra de plato reglamentaria, en vez de su turbante, probablemente no habrá ningún sikh en el ejército y la policía. Si obligamos a todos los ginecólogos que trabajan en el sector público a practicar abortos, seguramente ahuyentaremos de él a los católicos que viven de acuerdo con los dictados de su fe. Y es probable que tales pérdidas conlleven significativos costes para todos, porque la diversidad social, en estos y otros ámbitos: 1º) incrementa la competencia y, a la postre, la calidad de las actividades realizadas; 2º) genera información valiosa, pues permite comparar entre distintas opciones y precisar aquéllas que engendran los mejores resultados; y 3ª) mejora la capacidad del grupo para reaccionar y defenderse frente a graves amenazas.
El derecho a la objeción de conciencia puede coadyuvar, asimismo, a mitigar la «sobrevaloración» de las prácticas mayoritarias que resulta de la querencia natural que los individuos muestran a comportarse gregariamente (herd behavior) y acomodar su conducta a esas pautas –por ejemplo, porque perciben cierta presión social para actuar en ese sentido o porque deducen equivocadamente que otras personas tienen mejor información que ellos acerca de cuáles son los cursos de acción preferibles–, aun cuando otras alternativas puedan satisfacer mejor sus propios intereses y los de la comunidad en su conjunto. La objeción de conciencia puede convertirse así en un factor de progreso social, que ayude a vencer la inercia que frecuentemente lo obstaculiza. Piénsese, por ejemplo, en el servicio militar obligatorio. No resulta muy aventurado afirmar que, en las actuales sociedades modernas, los ejércitos profesionales son más eficientes que los basados en la conscripción. Y que el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia a dicho servicio y la generalización de su ejercicio han contribuido notablemente a acelerar el cambio de un modelo a otro.
El problema de la igualdad
Una de las objeciones que cabría dirigir contra el derecho a la objeción de conciencia es que genera desigualdad: mientras unos ciudadanos han de cumplir las obligaciones que el legislador democrático les ha impuesto en aras del interés general, otros van a quedar exentos de las mismas. Sin embargo, debe notarse que la igualdad juega aquí un papel ambivalente. Repárese en que la obligación principal, aunque formalmente se aplica por igual a todos, engendra una sustancial diferencia de trato, en la medida en que su cumplimiento resulta mucho más costoso para una minoría de individuos, los opuestos a la misma por razones de conciencia, que para el resto. Es por ello que, especialmente en los casos en los que se ofrece a los objetores la posibilidad de eludir esta obligación mediante la realización de una prestación alternativa, antes bien cabe afirmar que tal acomodación restablece la igualdad entre los ciudadanos afectados, por cuanto de esta manera todos ellos han de soportar cargas públicas de un peso más o menos equivalente. Se evita así que sólo algunos tengan que padecer un sacrificio especial en beneficio de la comunidad.
Afirma García Amado que
«si no queremos romper el igual estatuto jurídico de los ciudadanos [sus derechos y obligaciones] no [pueden] hacerse depender, caso, por caso, de razones de conveniencia colectiva».
Sin embargo, no veo por qué el alcance de los derechos y obligaciones de los individuos no ha de estar en función de las exigencias del interés general. De hecho, éste es el pan nuestro de cada día. Como ha declarado en multitud de ocasiones el Tribunal Constitucional español –que aquí está en buena y multitudinaria compañía–, los poderes públicos pueden limitar o incluso sacrificar los derechos fundamentales de un ciudadano –v. gr. acordar su prisión preventiva– cuando ello resulte útil, necesario y proporcionado para atender un fin constitucionalmente legítimo, a la vista de las concretas circunstancias del caso. Lo único exigible en virtud del principio de igualdad sería que, a la hora de acomodar o no a los objetores, se utilice el mismo criterio en todos los casos sustancialmente iguales.
Por lo demás, aquí García Amado recurre al viejo truco de suponer, a modo de ejemplo, que de la regla jurídica que critica se deduce en un caso concreto cierto resultado –cuando lo normal es que aquélla proscriba éste–, para luego poner de relieve que la generalización de ese resultado producida por la aplicación de la regla en otros casos similares sería socialmente insostenible: «si yo no pago cierto impuesto porque objeto, y se me admite tal derecho, no será grande el daño para el erario público. Si el derecho a objetar al mismo impuesto se le reconoce a un famoso futbolista, a un destacado político o a un reconocido actor porno, serán muchos más los que se enteren de que esa objeción es posible y miles y miles los que lo imiten de inmediato alegando razones morales idénticas a las suyas».
Imaginemos que, en efecto, a un Tribunal se le presenta el problema de acomodar o no a una persona que objeta el deber de pagar un impuesto por razones de conciencia. El Tribunal debería resolver este problema con un criterio universalizable. La solución adoptada en el caso debería ser la misma que habría que dar a todos los casos iguales que pudieran surgir en el futuro. El Tribunal, en consecuencia, debería tener en cuenta a esos efectos los beneficios y costes que para la sociedad se derivarían de resolver en un determinado sentido tales problemas. En el ejemplo considerado, no parece, por razones obvias, que eximir completamente de su deber de contribuir al sostenimiento de las cargas públicas a quien simplemente alega que el cumplimiento del mismo violenta su conciencia constituya una solución proporcionada.