Por Gabriel Doménech

Tras reconocer en su primer apartado el derecho a la propiedad privada y a la herencia, el artículo 33 de la Constitución española establece en su apartado segundo que

«la función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes».

La interpretación dominante de la función social del derecho a la propiedad privada

La interpretación que de este precepto han hecho el Tribunal Constitucional y la gran mayoría de los autores e incluso legisladores españoles arroja seis ideas destacables estrechamente relacionadas entre sí.

La primera es que con la expresión «función social» se designan las razones de interés público que exigen limitar el derecho a la propiedad privada, es decir, que fundamentan la restricción de las facultades que los titulares de este derecho ostentan para usar con carácter exclusivo y disponer libremente de ciertos recursos. De acuerdo con esta idea, el ejercicio libre de las referidas facultades de uso y disposición no cumpliría una función social, no tendría valor o utilidad para el conjunto de la comunidad, sino una utilidad meramente individual; no serviría a los intereses de la colectividad, sino sólo al interés puramente privado del propietario. Lo que cumple una función social, lo que es de interés público, es restringir el derecho de propiedad, imponer a su titular ciertos deberes y obligaciones.

Como luego veremos, esta concepción se refleja claramente, por ejemplo, en la STC 37/1987 (FJ 2), relativa a la reforma agraria andaluza. Y también se plasma en numerosas disposiciones legales, como la Ley 2/2017, de 3 de febrero, por la función social de la vivienda de la Comunitat Valenciana, en cuyo preámbulo se afirma que

«la función social de la vivienda configura el contenido esencial del derecho [a la propiedad privada] mediante la posibilidad de imponer deberes positivos a su titular que aseguren su uso efectivo para fines residenciales».

La segunda idea es que la función social no se predica del derecho de propiedad, sino de los bienes objeto de propiedad. Habida cuenta de que, conforme a la referida interpretación dominante, lo que se considera de interés público no es que los propietarios ejerzan sus facultades de usar y disponer libremente de ciertos bienes, sino que el legislador las restrinja, se comprende que muchos autores, disposiciones legales y sentencias eviten normalmente utilizar la expresión «función social del derecho de propiedad», que es la que emplea el artículo 33.2 CE, y hablen en su lugar de la función social de los correspondientes bienes. Sirva como ejemplo la citada Ley valenciana 2/2017, en la que la función social no se predica del derecho a la propiedad de la vivienda, sino de la vivienda misma.

En tercer lugar, se estima que los deberes, prohibiciones y obligaciones impuestas al propietario en virtud de la función social del derecho de propiedad no constituyen limitaciones de éste, sino que forman parte del contenido mismo del derecho. En palabras de la ya citada STC 37/1987 (FJ 2)­­:

«La Constitución reconoce un derecho a la propiedad privada que se configura y protege, ciertamente, como un haz de facultades individuales sobre las cosas, pero también, y al mismo tiempo, como un conjunto de deberes y obligaciones establecidos, de acuerdo con las Leyes, en atención a valores o intereses de la colectividad, es decir, a la finalidad o utilidad social que cada categoría de bienes objeto de dominio esté llamada a cumplir. Por ello, la fijación del “contenido esencial” de la propiedad privada no puede hacerse desde la exclusiva consideración subjetiva del derecho o de los intereses individuales que a éste subyacen, sino que debe incluir igualmente la necesaria referencia a la función social, entendida no como mero límite externo a su definición o a su ejercicio, sino como parte integrante del derecho mismo. Utilidad individual y función social definen, por tanto, inescindiblemente el contenido del derecho de propiedad sobre cada categoría o tipo de bienes».

De ahí que, por ejemplo, la Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el derecho a la vivienda, establezca que «el derecho de propiedad de la vivienda queda delimitado por su función social y comprende [varios] deberes»: los de usarla y disfrutarla de una determinada manera; mantenerla, conservarla y, en su caso, rehabilitarla; evitar la sobreocupación, etc.

En cuarto lugar, el interés de la colectividad en virtud del cual se imponen al propietario ciertos deberes, obligaciones y prohibiciones goza, en principio, de primacía sobre el interés estrictamente individual que a éste pueda reportar el libre ejercicio de sus facultades de uso y disposición (Rey). En caso de conflicto entre ambos intereses, prevalece prácticamente siempre el primero. Las razones de interés social que puedan existir para limitar las facultades del propietario de usar y disponer libremente de sus bienes pesan más que la utilidad individual que éste pueda obtener al ejercerlas sin las limitaciones consideradas.

En quinto lugar, el derecho a la propiedad privada no es un derecho constitucional como los demás previstos en los artículos 14-38 CE. Su régimen jurídico es diferente. Es un «derecho devaluado» (Rey). Una de las manifestaciones más relevantes de su devaluación es que las leyes que lo limitan (al igual que las que restringen las libertades profesional o empresarial) están sometidas a un canon de constitucionalidad distinto y más laxo que el previsto para las limitaciones de los restantes derechos fundamentales (vidRodríguez de Santiago y Verdera Server).

Como advierte la STC 112/2021 (FJ 6), cuando se trata de enjuiciar la licitud constitucional de la restricción legislativa de los derechos fundamentales, hay que aplicar un test de proporcionalidad integrado por «tres pasos sucesivos dirigidos a comprobar»:

«Si la medida es susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal propósito con igual eficacia (juicio de necesidad); y, finalmente, si la misma es ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto (juicio de proporcionalidad en sentido estricto)».

Por el contrario, cuando se trata de enjuiciar la delimitación legislativa de la función social de la propiedad o la regulación del ejercicio de actividades económicas, el legislador no está sujeto ex Constitutione al test de proporcionalidad, sino a un

«canon de justo equilibrio, razonabilidad o adecuación de las medidas al objeto perseguido, y al respecto del contenido esencial» del derecho (STC 112/2021, FJ 6).

La razón aducida para esta diferencia es que, cuando se trata de tomar

«decisiones de índole social y económica», «cuando se trata de acomodar la explotación económica de bienes o empresas a intereses colectivos», (hay que reconocer) «al legislador un amplio margen de apreciación sobre la necesidad, los objetivos y las consecuencias de sus disposiciones» (STC 112/2021, FJ 6).

Finalmente, y como consecuencia de todo lo anterior, la función social se ha convertido en un «mantra» que legitima prácticamente cualquier restricción legislativa del derecho de propiedad (Verdera Server). De hecho, el Tribunal Constitucional se ha mostrado extraordinariamente deferente al enjuiciar estas restricciones, hasta el punto de que sólo en una ocasión ha declarado contraria al artículo 33 CE una de ellas (STC 168/2023, comentada por Verdera Server). Y, seguramente, porque «no tenía más remedio», pues la regulación enjuiciada era muy semejante a una que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya había considerado lesiva del derecho a la propiedad privada establecido en el artículo 1 del Protocolo 1 del Convenio Europeo (sentencia dictada en el caso Sporrong y Lönnroth c. Suecia).

Crítica de la interpretación dominante

La interpretación expuesta me parece profundamente errada, por varias razones. La primera es que ignora que asegurar las facultades de uso y disposición libres de un bien también puede cumplir una función social. Proteger la libertad del propietario para usar y disponer de sus bienes como lo considere oportuno tiene no sólo una utilidad para este individuo, sino que también puede satisfacer los intereses de otras personas y resultar netamente beneficioso para el conjunto de la colectividad.

Bien mirado, ésta puede considerarse en sentido propio la genuina función social del derecho de propiedad privada. Si un derecho es una prerrogativa o facultad que a una persona reconoce el ordenamiento jurídico (Diccionario Panhispánico del Español Jurídico), la función social del derecho de propiedad serán las razones de interés social en virtud de las cuales el ordenamiento jurídico reconoce al propietario la facultad o facultades en que este derecho consiste.

El uso que entre nosotros suele hacerse de la expresión «función social del derecho de propiedad» no se ajusta al sentido propio de las palabras utilizadas. Como ya hemos visto, con esa expresión se está aludiendo, en realidad, a las razones de interés público que justifican las limitaciones del derecho de propiedad.

¿Y en qué consiste dicha genuina función social de la propiedad privada? ¿Por qué razones de interés general protege el ordenamiento jurídico este derecho? Según advierte, por ejemplo, Shavell:

1º. En la medida en que una persona es propietaria de los resultados de su trabajo y, por lo tanto, puede usarlos y disponer de ellos libremente, el derecho de propiedad genera incentivos para invertir en trabajar un nivel óptimo de recursos (tiempo, esfuerzo, etc.). Si nos quitan parte o todos los resultados de nuestro trabajo, tenderemos a trabajar más o menos de lo que sería deseable desde el punto de vista de nuestro bienestar.

2º. Este derecho da a sus titulares incentivos para conservar, cuidar y mejorar los bienes que son de su propiedad [por eso los pollos, a diferencia de las ballenas, no están en peligro de extinción]. La propiedad privada es un mecanismo de internalización de los costes y beneficios sociales derivados del aprovechamiento de bienes escasos, que –al menos en determinadas circunstancias– tiende a generar los incentivos adecuados para que las personas los utilicen y dispongan de ellos de manera socialmente eficiente.

3º. La libre disposición de los recursos que son objeto de propiedad privada propicia que, mediante las correspondientes transacciones, éstos vayan a parar a donde tienen mayor utilidad y, de esta manera, se incremente el bienestar social.

4º. La propiedad disminuye los costes de retener, proteger y adquirir bienes. Si el Estado no nos asegurara la propiedad de ciertos bienes, la gente incurriría en considerables costes para adquirirlos, retenerlos y protegerlos frente a otros. Las disputas y la violencia aumentarían, seguramente.

5º. La propiedad proporciona protección (seguridad) contra riesgos.

En segundo lugar, resulta disparatado afirmar que los deberes y obligaciones que, por razones de interés social, se imponen al propietario forman parte del contenido mismo del derecho de propiedad establecido en el artículo 33 CE. De un lado, porque es un contrasentido afirmar que un deber o una obligación forma parte del contenido de un derecho. Que el legislador imponga una obligación al titular de un derecho no significa que aquélla forme parte de éste.

De otro lado, esa afirmación conduce a resultados manifiestamente contrarios a la reserva de ley establecida en los artículos 33 y 53.1 CE. El artículo 33.1 CE es una norma constitucional, que establece un derecho que vincula directamente a todos los poderes públicos (art. 53.1 CE) y que ha de ser respetado por todos ellos incluso cuando la ley guarde silencio al respecto o incluso en contra de lo dispuesto por el legislador. El derecho a la propiedad privada no nace de la ley, sino inmediatamente de la Constitución.

En cambio, los deberes y obligaciones que pesan sobre los propietarios por razones de interés social no nacen directamente del artículo 33 CE, sino de las leyes que los han previsto. Según se desprende claramente de los artículos 33.2 y 53.1 CE, sólo por ley pueden establecerse esos deberes y obligaciones que limitan el derecho a la propiedad privada. A diferencia de este derecho, aquéllos no tienen en principio rango constitucional, no vinculan inmediatamente a todos los poderes públicos. Ni las autoridades administrativas ni las judiciales pueden imponerlos o hacerlos cumplir si el legislador no los ha contemplado.

Si formaran parte del contenido mismo del derecho de propiedad garantizado por el artículo 33 CE, esos deberes y obligaciones vincularían inmediatamente a todos los poderes públicos sin necesidad de intermediación legislativa, lo que sería incompatible con la reserva de ley que, para delimitar el contenido del derecho de propiedad y regular su ejercicio, han dispuesto expresamente los artículos 33 y 53.1 CE.

No creo que nadie sensato esté dispuesto a asumir esta consecuencia jurídica que se deduce de la tesis de que tales deberes y obligaciones forman parte del contenido del derecho de propiedad. Mi impresión es que esta tesis fue formulada simplemente para tratar de dar legitimidad a las restricciones legislativas del derecho de propiedad, para hacerlas más digeribles y aceptables por la comunidad jurídica. Pero nadie se la puede tomar ni, de hecho, se la ha tomado realmente en serio, afortunadamente.

En tercer lugar, el trato «especial» y devaluador que se ha dispensado al derecho fundamental a la propiedad privada carece de justificación y soporte constitucional. Particularmente cuestionable resulta el hecho de que el Tribunal Constitucional utilice para enjuiciar las restricciones de este derecho (y las de las libertades empresarial y profesional) un canon de licitud constitucional distinto del utilizado para las limitaciones de los restantes derechos fundamentales y en virtud del cual no se enjuicia la necesidad ni la proporcionalidad en sentido estricto de aquéllas. Me remito aquí a las razones que en contra de esta jurisprudencia he expuesto recientemente en una entrada anterior de este blog.

En cuarto lugar, la jurisprudencia y la doctrina dominantes, cuando enjuician si las restricciones de la propiedad examinadas logran un «justo equilibrio» entre todos los intereses en juego, efectúan una ponderación incompleta y sesgada de éstos. En el lado de la balanza de las razones para proteger el poder del propietario de usar y disponer libremente de sus bienes, colocan únicamente la utilidad puramente individual de éste, sus intereses estrictamente privados. En el lado de la balanza de las razones esgrimidas para dar soporte a las limitaciones legislativas del referido poder, colocan los «intereses de la colectividad», la «finalidad o utilidad social que cada categoría de bienes objeto de dominio está llamada a cumplir». Así las cosas, se comprende que estas segundas razones terminen pesando siempre más que las primeras. Este planteamiento ignora que, en el primer plato de la balanza, debe ponerse también la genuina función social del derecho a la propiedad privada, las razones de interés general que demandan la protección de la libertad del propietario para usar y disponer de sus bienes. A la hora de ponderar los intereses afectados, hay que tener en cuenta que el aseguramiento de esa libertad de uso y disposición puede satisfacer y, de hecho, satisface normalmente también los intereses de la colectividad. Y, por lo tanto, que la limitación de esa libertad puede provocar graves perjuicios para el conjunto de la sociedad. Sirvan a modo de ejemplo las deletéreas consecuencias provocadas por ciertas regulaciones legislativas que han limitado el precio de los alquileres de viviendas, consecuencias que innumerables análisis teóricos han predicho y varios estudios empíricos han corroborado: reducción de la oferta de viviendas en alquiler, reducción de la calidad de las viviendas ofertadas, disminución de la movilidad social, aparición de mercados negros, discriminación de personas vulnerables, etc. (Kholodilin).

Todos deberíamos hacer aquí, mutatis mutandis, algo similar a lo que el Tribunal Constitucional hace cuando enjuicia la proporcionalidad de las restricciones de las libertades de expresión e información: tomar en consideración que de su protección se derivan normalmente beneficios no sólo para sus titulares, sino también para el resto de la sociedad (STC 172/1990, FJ 2).


Foto: JJBOSE