Por Juan Antonio Lascuraín 

 

Me preguntaba hace dos semanas si nuestro código penal vigente es mejor o peor que cuando nació, hace veinte años. Contestaba entonces que es peor desde los valores de seguridad jurídica y democracia que nutren el principio de legalidad. Y me entristecía un poco más hace una semana (aquí) al comprobar también el deterioro de nuestra norma penal básica desde la perspectiva del principio de proporcionalidad, lo que equivale a decir que es menos valiosa en términos de libertad: que se pena más sin necesidad de hacerlo.

La prohibición de penas inhumanas y en el mandato de resocialización

Con todo, lo que resulta más preocupante son nuestros retrocesos en la prohibición de penas inhumanas y en el mandato de resocialización. El primer aldabonazo para ambos principios se produjo en el año 2003, con la elevación de la pena máxima de cumplimiento de treinta a cuarenta años, que, además, en determinados casos, podía constituir un cumplimiento “íntegro y efectivo”, como con satisfacción publicitaban sus promotores como el equivalente al “que se pudran en las cárceles”. Lean el artículo 78 del Código Penal. Por excepcionales que vayan a ser los supuestos, hoy es posible que un preso esté cuarenta años en la cárcel sin permisos de salida, sin tercer grado, sin libertad condicional. Cuarenta años son 480 meses; son más de 14.600 días.

Si tiene razón el maestro Mir Puig cuando viene afirmando en su manual edición tras edición que

[h]oy se considera comprobado que las penas superiores a quince años de prisión producen graves daños en la personalidad del recluso”,

¿no estamos ante una pena inhumana y contraria al mandato de resocialización? Desde esta última perspectiva: ¿qué sujeto es el que vuelve a la sociedad tras este encierro prolongado? Desde la primera perspectiva, la inhumanidad de las penas: ¿dónde ponemos el límite moral al encierro? ¿Llegaremos como en Colombia a los sesenta años? ¿A los 110 del Estado de Chiapas? ¿Por qué no a los 140 como en México? Como nos interroga el final de la película “El secreto de sus ojos”, ¿quién el malo?, ¿cuántos malos hay al final?

No es este por cierto el último meneo que le ha pegado el ordenamiento penal en estos veinticinco años a la resocialización. En 1995 no permitíamos que la rebaja sucesiva de la pena de prisión por concurrencia de circunstancias atenuantes permitiera un encierro, desocializador y desproporcionado, de menos de seis meses – desproporcionado por el impacto vital que tiene un encierro breve que por definición responde a una conducta moderadamente disvaliosa -. En esos casos, la prisión había de ser sustituida por una multa, o por trabajos en beneficio de la comunidad, o por localización permanente. En el año 2003 esa frontera se rebajó a los tres meses, de modo que ahora caben estancias en prisión de tan breve duración (art. 71.2 CP).

Y es una pena porque – y por fin voy a hablar bien de alguna reforma, y de verdad que lamento no traer más buenas noticias al lector – en materia de suspensión de las penas sí que se han producido progresos desde la perspectiva que ahora me ocupa, la de la resocialización: en el año 1995 solo eran suspendibles las penas que no sumaran los dos años de prisión, tres en caso de drogodependencia. Hoy es posible suspender todas las penas de menos de dos años, con independencia de su suma, y se eleva a cinco años la cuantía de la pena de prisión suspendible para los drogodependientes.

Los principios de igualdad y de culpabilidad

Las dos últimas puntas de las seis de mi «legitimómetro» son las correspondientes a los principios de igualdad y de culpabilidad. Como en ambas ha habido una cierta contracción, pero no tanta como para hablar de inconstitucionalidad, me interesa recordar en este punto que los principios son mandatos de optimización y que ello significa que se pueden respetar más o menos y que ese menos no necesariamente implica la expulsión de la norma irrespetuosa del sistema. En términos poco técnicos: una norma puede no ser inconstitucional aunque sea poco constitucional o pueda serlo más.

En este sentido creo que hubiéramos hecho bien en dejar en administrativa la responsabilidad de las personas jurídicas, incorporada al Código Penal en el año 2010, por lo demás eficaz, pero que debilita en todo caso el principio de culpabilidad: debilita la relación entre el autor real de la conducta disvaliosa y la persona individual realmente penada.

En la misma línea creo que hemos dado un par de pasos atrás en materia de igualdad, un principio que había dado tradicionalmente pocos dolores de cabeza a los penalistas hasta la vigente regulación de los delitos de violencia de género. Con la mayoría de la doctrina, creo que la diferenciación por razón de sexo a la que se procede en ellos tanto del sujeto activo como del sujeto pasivo del delito es adecuada pero suprainclusiva. A mi juicio, pero no al del Tribunal Constitucional (SSTC 59/2008, 45/2009, 127/2009 y 41/2010), solo es legítimo imponer una pena mayor al varón que agrede a la mujer que es o fue su pareja cuando se da un contexto de dominación o se pretende instaurarlo. Y creo que esta es la interpretación que deberían adoptar los jueces penales.

Y creo, en fin, todavía en el análisis de la punta de la igualdad, que contribuye a su carácter romo la nueva regulación de la expulsión penal de extranjeros (2015). Es poco razonable desde la perspectiva de la igualdad, y va en contra de los vientos de los acuerdos internacionales, el diferenciar a efectos punitivos entre los españoles y los extranjeros con permiso de residencia, a los que ahora cabe imponer esta penal adicional (art. 89 CP).

La prisión permanente revisable 

Dejo lo más gordo para el final de mi balance: el jinete del apocalipsis que llegó a nuestro Código Penal en el 2015: la cadena perpetua. Confío en que a pesar de su novedad tenga las patas muy cortas, sea porque la derogue el Parlamento, sea porque la anule el Tribunal Constitucional, en respuesta a un recurso de inconstitucionalidad firmado por todos los grupos de la oposición de hace dos legislaturas.

La prisión permanente revisable es una pena indeterminada, sin límite superior, cosa que ha ya sido calificada de inconstitucional por el Tribunal Constitucional (STC 129/2006). Es una pena de veinticinco años como poco. Y luego ya veremos. Y lo verá un juez en función de un parámetro del que apenas sabemos: la peligrosidad del sujeto (“la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social”: art. 92.1.c CP).

La cadena perpetua se opone además al mandato de resocialización. Ciertamente el preso podrá volver a la sociedad, pero ¿quién es el que vuelve, si vuelve, después de al menos veinticinco años de encierro? ¿Qué birria de resocialización es esta?

Pero sobre todo, la prisión permanente revisable es inhumana.

En primer lugar, por el plazo de revisión, en algunos casos superior al tímido estándar mínimo de veinticinco años del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (STEDH Vinter y otros c. Reino Unido, de 9 de julio de 2013): en algunos casos el planteamiento de la libertad solo se realizará a los veintiocho, treinta o treinta y cinco años de prisión (art. 78 bis 2.b y 3 CP).

En segundo lugar, porque puede terminar en un efectivo encierro de por vida, cuya inconstitucionalidad ha sido declarada por el Tribunal Constitucional (y cuya anticonvencionalidad ha sido declarada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos). ¿Dejará acaso se ser inhumano ese encierro porque lo sometamos a condición, como tal susceptible de que se cumpla o no? ¿Sería constitucional la pena de muerte diferida y sometida a la condición de persistencia de la peligrosidad del condenado? Sucede en fin, en tercer lugar, que tal como está diseñada la pena suprime las expectativas de libertad ciertas y dependientes del penado. Y el que no puede estar ocupado en nacer, lo hará en morir (Bob Dylan).

Conclusión

Lo aún peor de la cadena perpetua nos lo anticipaba en el 2010 la medida de seguridad de libertad vigilada, imponible a sujetos imputables: un nuevo modo de penar difícilmente compatible con el sistema de valores democrático, con la autonomía personal del individuo. A partir de esta autonomía no nos permitimos controlar físicamente a las personas para que no delincan, sino que partiendo de su libertad tratamos de que decidan no delinquir.

Esto cambia muy lamentablemente con la cadena perpetua, en la que a partir de un determinado momento, de los famosos veinticinco años, el encierro no es un castigo sino un modo de control de un sujeto imputable. Su libertad no depende de lo que haga o de lo que haya hecho, sino de lo que el sujeto es. O de cómo (cuánto de peligroso) pensamos que es.

Hago mías las palabras de Gimbernat de 1996 respecto al Código Penal de 1973 y las refiero al postcódigo de 2016. Visto lo visto en estos veinte años no estaba tan mal en su nacimiento el Código Penal de 1995. “Ahora es cuando lo sabemos.”


 

Foto: JJBOSE