Por Gonzalo Quintero Olivares,

 

La para muchos feliz noticia de que el año nuevo puede traer la tan esperada vacuna frente a la Covid 19, y, además, más de una vacuna y unas y otras de muy alta bondad, ha provocado reacciones de diferente color. Dejo de lado las lógicas llamadas a la prudencia que han hecho los expertos, a fin de que no se extienda un desmedido optimismo que tome la llegada de la vacuna como algo similar a la purga de Benito o al bálsamo de Fierabrás, porque una vacuna no es un remedio inmediato, sino una medida de prevención del contagio, que, por supuesto, puede propiciar una normalización de la situación y el regreso a la normalidad sanitaria y social. La recuperación económica, por desgracia, es harina de otro costal.

Tampoco me ocuparé de la polémica sobre las “calidades” y precios de las vacunas, y del denunciado peligro de que haya vacunas para ricos y para pobres, o vacunas fiables y menos fiables. Creo que, en todo caso, el Estado social debe de proveer la vacunación gratuita y, por supuesto, con la mejor y más segura. No diré nada, porque no vale la pena, de los agoreros que prefieren apagar cualquier brote de optimismo con negros presagios sobre la evolución de la enfermedad y la capacidad del virus para mutar y “burlarse” de la vacuna. Bastantes problemas tienen la sociedad española como para, además, permitirse el lujo de no dar cuartel a la esperanza de la mayoría de los ciudadanos.

El problema que me lleva a escribir estas páginas es otro: las noticias aparecidas en la prensa de que son muchas las personas que no están dispuestas a aceptar la vacunación, actitud que lleva a los expertos a sugerir que, dada la gravedad del problema, sería conveniente romper con la tradición de voluntariedad que caracteriza a las campañas de vacunación, especialmente, las de adultos, y en esta ocasión decidir que la vacunación habrá de ser obligatoria.

El tema dista de ser sencillo, y el análisis puede comenzar por diferentes ángulos. El primero, y, si se quiere, más duro, es que no se puede obligar a nadie ni a vivir ni a no enfermar. A tan cruda reflexión se han de añadir otras igualmente importantes: las vacunas son un tratamiento médico y los tratamientos han de ser aceptados por el paciente, y,  si se quiere dejar el campo de las obligaciones y derechos regulados por las leyes y se atiende a las opiniones de los especialistas en bioética, se llega a la misma conclusión de que, a partir del  sacrosanto respeto a la libertad y a la necesidad de que concurra el consentimiento, no es posible imponer una vacuna a quien no la desee.

Una reacción lógica ante las actitudes de rechazo es indagar por los motivos, y a poco que se recorra ese camino se detecta, con las excepciones que se quiera, el miedo a unos efectos o reacciones desconocidas, y ese temor no se neutraliza con la información de los buenos resultados que hayan podido obtenerse con las pruebas sobre voluntarios que han precedido a la entrada de la vacuna en el mercado. El miedo es tan legítimo como, si se quiere, irracional, y basta con que la ciencia no esté en condiciones de afirmar con un cien por cien de seguridad que no hay riesgo alguno para que quien tenga reservas sobre las consecuencias se cierre en banda.

No hay que olvidar que existen “movimientos antivacuna”, anteriores a la llegada de la Covid 19, y son antiguos, aunque, afortunadamente, no sean opciones mayoritarias. Al poco de que Jenner elaborara en 1798 la primera vacuna contra la viruela comenzaron las resistencias en nombre de la desconfianza, del atropello a la libertad y hasta de la moral. Por ese camino se llegó a la creación en 1877 de la “Leicester Anti-Vaccination League”, que tenía como objetivo demostrar que había métodos alternativos a la vacuna para luchar contra enfermedades que mataban cada año a miles de niños. No era cierto, pero no desistieron, y aquello llevó a las autoridades británicas a establecer la vacunación obligatoria, lo que produjo sonados conflictos.

Hoy sigue habiendo grupos muy activos contrarios a las vacunas, que inundan las redes de noticias negativas sobre los peligros de las vacunas. Si a eso se añade el hecho cierto de que la población ha presenciado en los últimos meses cómo cada día fallecían personas alcanzadas por la covid 19, y que, además, se trata de vacunas nuevas, hechas con rapidez y sin tiempo para conformar una sólida experiencia bastante para fundar una obligación de vacunarse sin conocer perfectamente la eficacia y la inocuidad. Así se reúnen todos los ingredientes para comprender por qué la renuencia o abierta negativa a aceptar la vacuna cuenta con un número muy considerable (y preocupante) de partidarios, actitud que provoca seria preocupación en la OMS, y todavía no ha comenzado la necesaria campaña de vacunación general. Será preciso, pues, en todo caso, un esfuerzo pedagógico en pro de la vacunación.

Cuando se plantea la posibilidad de decretar la obligatoriedad de la vacunación, surge la preocupación “sociológica” por las reacciones en contra que podría provocar una medida que sería tildada de excesiva y capaz de fortalecer la actitud negativa. Otra cosa es, y ese es el problema principal, que eso sea constitucionalmente posible y en qué condiciones.   Cuestión diferente, se dice, es que se pudieran marcar “grupos de obligados a vacunarse”, como es el caso del personal sanitario, pero si realmente estamos ante un problema de constitucionalidad será difícil sostener que ese óbice se relaja a causa de la profesión del afectado. Otro tanto se podría decir, en principio, si la obligación de vacunarse se fijara para otros colectivos (trabajadores de cualquier clase de actividad que tenga contacto directo o indirecto con el público), o para colectivos especialmente vulnerables.

Si pasamos de las legítimas valoraciones personales a las propias del interés general vemos que, para muchos, el elevado número de muertes, invocado por los contrarios a la vacuna,  debería ser motivo bastante para imponer la vacuna, igual que en algunos momentos se ha impuesto el confinamiento. Además, la vacunación ha de ser general porque se dice que, si solo alcanza a menos del 60% de la población, por muy eficaz que sea, no servirá para controlar la pandemia. En esa línea surge la acusación de insolidaridad contra los reacios, que precede a algo más importante: tener que tolerar la creación de un riesgo para los demás.

En cuanto al derecho, anterior a la covid19 ( tal vez convendría una nueva Ley específica) tenemos, en primer lugar, que las decisiones en materia de política sanitaria son competencia exclusiva del Estado ( art.149-16º de la CE).  El art. 2 de la Ley Orgánica 3/86   de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, permite a las autoridades tomar cualquier tipo de medidas en casos de epidemias, sin precisar, y ahí podría incluirse el “mandato de vacunación”. Pero también existe el derecho a rechazar un tratamiento médico ( la vacuna lo sería) salvo que con ello se ponga en riesgo la salud de los otros. Claro está, una obligación de vacunación exige la seguridad de que no conlleva riesgos, más o menos elevados, lo cual requiere un largo plazo de comprobación.

A su vez, el estado de alarma en el que estamos afecta también a la cuestión, ya que la razón para declararlo deriva del art.4 de su Ley reguladora, de 1 de junio de 1981, que señala como uno de los motivos las “crisis sanitarias, tales como epidemias”, y el art. 12.1 permite adoptar “…las medidas …establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas.” Por ahí entrarían, según muchos sostienen, las vacunaciones obligatorias. También la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, faculta a las autoridades sanitarias de las distintas Administraciones Públicas para el reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control de personas cuando se aprecie indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población.

Pero lo cierto es que, hoy por hoy, legalmente no existe un deber de vacunarse. En nuestro sistema existen “recomendaciones” pero no mandatos obligatorios, aunque no se descarten como posibilidad. La Ley 22/1980, de 24 de abril, sobre vacunaciones obligatorias impuestas y recomendadas, dispuso que

las vacunaciones contra la viruela y la difteria y contra las infecciones tíficas y paratíficas, podrán ser declaradas obligatorias por el Gobierno cuando, por la existencia de casos repetidos de estas enfermedades o por el estado epidémico del momento o previsible, se juzgue conveniente. En todas las demás infecciones en que existan medios de vacunación de reconocida eficacia total o parcial y en que esta no constituya peligro alguno, podrán ser recomendados y, en su caso, impuestos por las autoridades sanitarias”.

Recapitulando tenemos, como primera cuestión la de las condiciones que se han de dar para que los poderes públicos ordenen la vacunación general y obligatoria. De las diferentes leyes que se acercan a la cuestión parece extraíble una diferencia entre “prevención de un riesgo” y “lucha contra una enfermedad ya declarada”. Es evidente que en España nos encontramos en el segundo supuesto, lo cual abre claramente la posibilidad de usar las facultades excepcionales que la legislación concede. Utilizando el lenguaje propio del derecho penal, se cumple la primera y fundamental condición: estamos inmersos en un estado de necesidad.

El siguiente dato a considerar es que las vacunas no están “absolutamente exentas” de riesgos, y, aunque así fuera, el valor constitucional de la libertad y el derecho a la integridad física y a la salud continuarían desplegando (en principio) su eficacia. Por lo tanto, como punto de partida, no es admisible un tratamiento médico coactivo, ni siquiera para librar a una persona de una muerte segura, si esa persona está en condiciones de decidir.

Ahora bien, ningún derecho, ni siquiera los fundamentales, es ilimitado, por lo que puede sufrir restricciones siempre que sean proporcionadas. Los poderes públicos ( art.43 CE) tienen el deber de velar por la salud de todos los ciudadanos, y eso les obliga a prevenir los contagios de enfermedades con las medidas que se consideren adecuadas y menos lesivas de los derechos individuales, que pueden resultar limitados en aras de la protección de un interés superior que es la salud colectiva, y eso conduciría a admitir la constitucionalidad de la obligatoriedad de la vacunación, en plena coherencia con el sentido del Estado social de derecho y, además, en uso de las facultades que les confieren las citadas Leyes  3/1986 de medidas especiales en materia de salud pública, y 14/1986, General de Sanidad.

Muchos han sido los pronunciamientos del Tribunal Constitucional (TC) sobre la proporcionalidad de una limitación de derechos fundamentales. Ha de ser necesaria, inevitable, compatible con la dignidad de la persona y que no comporten la supresión del derecho fundamental afectado. Pero también el TC ha advertido que una intervención corporal ( la vacunación lo es) exige que no haya riesgo para la salud, y esa condición abre una específica problemática en la que no valen las apreciaciones generalistas o apriorísticas, pues exigen el estudio de la personalidad clínica de cada persona para poder decidir con seguridad acerca de la presencia o ausencia de un riesgo significativo ligado a la vacunación.   Ya sabemos que esa clase de prognosis es muy difícil, pero no veo posible liquidar esa condición sin la constatación de que se ha cumplido adecuadamente con un protocolo de prevención, pues de no ser así decaería lo dicho sobre la viabilidad de la obligatoriedad y la proporcionalidad de la limitación de derechos fundamentales.

No terminan ahí los problemas, pero no puedo entrar en todos sin excederme en la extensión de estas notas. Es seguro que se plantearán problemas con el orden de preferencia en la recepción de la vacuna, del que se ha adelantado la prioridad del personal sanitario y de las personas mayores. Del mismo modo podrán surtir conflictos si se dispone que todos los que trabajen, sea en el sector público o en el privado, en contacto con el público, y da igual que sea una oficina administrativa o un restaurante o un supermercado, deberán contar con un certificado de vacunación, que podría también exigirse como condición para acceder a cualquier clase de contratación o función. Todo eso puede suceder, y es fácil intuir que la experiencia de los desastres causados por la covid 19 inclinarán la balanza del lado de la exigencia, pero eso no evitará los choques con quienes la rechacen.

Dos últimos puntos quisiera señalar, aun sin desarrollarlos. El primero atañe a la tutela jurisdiccional: todo conflicto acerca de la obligación de aceptar una vacuna ha de poder ser revisado por un juez, como, por cierto, ya ha sucedido en alguna ocasión con los programas de vacunaciones infantiles rechazadas por los padres.  La segunda advertencia se refiere a la potencial responsabilidad del Estado en el supuesto de imposición obligatoria de la vacunación. Creo que es una condición sine qua non para el reconocimiento del Estado social que las eventuales consecuencias dañinas para los que hayan recibido obligatoriamente una vacuna habrían de dar lugar a la indemnización de acuerdo con lo dispuesto en el art.139-1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

Bien es cierto que el futuro no está escrito, pero hay que confiar el buen sentido de todos y en la calidad constitucional de nuestra vida en común.


Foto: Jordi Valls Capell