Por Marta Lorente Sariñena

 

Tan cerca de la cristiandad medieval, tan lejos de la Europa moderna

 

 

1. Gracias al Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español, cualquier interesado por la cultura hispánica puede hacerse una primera, sencilla e incompleta idea, respecto de la difusión que una determinada obra alcanzó en su momento, ya este magnífico instrumento de búsqueda nos informa los ejemplares que de ella se conservan en un buen número de bibliotecas españolas. Pues bien, según el Catálogo, la famosa fórmula cuius regio eius religio no fue inmediatamente conocida al sur de los Pirineos, como pone de relieve el hecho de que solo se conserve un ejemplar de la edición de 1612 de la obra en la que la fórmula apareció por primera vez: Institutiones juris canonici. Publicada en Dresde en 1599, esta obra había sido escrita por Joachim Stephani (1544-1623), un matemático, filósofo y jurista que ejerció como profesor en la muy protestante Universidad de la ciudad hanseática de Greifswald. Cierto es que de la ausencia de referencias que arroja el Catálogo no cabe deducir que no hubo quien conociese, o incluso manejado con provecho, la obra del hereje Stephani al sur de los Pirineos, habida cuenta de que, por fortuna, siempre hubo lectores dispuestos a correr todo tipo de riesgos con tal de satisfacer su curiosidad intelectual. Con todo, es muy probable que la engorrosa lectura de las Institutiones no sedujese a legiones de lectores españoles, quienes desde finales del siglo XV venían sufriendo las consecuencias aislacionistas de una feroz política inquisitorial destinada a arrancar de raíz cualquier brote de desviación o disidencia en materia de religión.

Justo en estos términos se explica una famosa disposición por la cual Felipe II prohibió a los castellanos estudiar en otras universidades que no fueran las Corona de Aragón, la de Coimbra en Portugal y las italianas de Roma y Bolonia (Aranjuez, 1559). Haciendo esto, el rey quebró una tradición plurisecular que no solo había acompañado a las universidades medievales desde su misma fundación, sino que además constituía una de las principales razones de su éxito: la absoluta movilidad de estudiantes y profesores a lo largo y ancho de ese territorio en continua expansión que constituía el soporte físico de la universitas christiana medieval, una complejísima noción que, por cierto, tanto debía a su vez al libre ir y venir de individuos cargados no solo de conocimientos sino también de libros. En parte, la decisión filipina tuvo algo de sorprendente, toda vez que, además de ser un conocido bibliófilo, el muy católico rey puso fin a una lógica que casaba muy bien con el sueño de esa Monarquía Universal que, imaginada por el famoso canciller de Carlos V, el piamontés Gattinara, su padre el Emperador había acariciado en algún momento. Poniendo la protección de la salud de la verdadera fe por encima de todo, Felipe II se empeñó en encerrar a estudiantes y estudiosos castellanos en una geografía  discontinua religiosamente unitaria.

¿Qué impulsó al rey católico a tomar esta decisión? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto puede considerarse excepcional? Al igual que sus antecesores en el trono, Felipe II creía firmemente que las creencias religiosas constituían el cemento y argamasa de las sociedades políticas, por lo que el ejercicio exclusivo y excluyente de una sola resultaba ser condición imprescindible en orden a poder gobernarlas. Esta idea, no obstante, no era en absoluto un producto exclusivo de la conocida religiosidad del rey católico, sino que, muy por el contrario, fue compartida por la práctica totalidad de los protagonistas políticos de su época, con independencia de la fe que profesara cada uno de ellos. Así pues, la máxima formulada por Stephani, el famoso cuius regio eius religio, cuya enorme popularidad terminó invisibilizando a su autor, se ajustaba como un guante a la política uniformadora de los monarcas españoles.

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2. Y es que, en definitiva, Stephani no había inventado nada. Su feliz fórmula se limitaba a sintetizar el espíritu de un acuerdo constitucional alcanzado en 1555 en la Dieta imperial, la cual, presidida por el hermano del Emperador, Fernando, por entonces Rey de Romanos y futuro Emperador, formalizó un acuerdo previo (Tratado de Passau, 1552) en el que un acorralado Carlos V había sido forzado a garantizar la libertad de culto a los gobernantes luteranos y sus súbditos. La Paz de Augsburgo de 1555 zanjó momentáneamente algunos de los conflictos constitucionales del Sacro Imperio Romano Germánico, los cuales, si bien venían de muy lejos, habían aumentando en número y viscosidad desde que la brusca irrupción de Lutero en la historia contribuyó decisivamente a cuestionar la autoridad del Papa. El éxito que entre los príncipes alemanes tuvo su mensaje aceleró la quiebra de esa cristiandad latina occidental que venía construyéndose y reconstruyéndose desde que León III coronó a Carlomagno en la famosa Navidad del 800, siendo así que la tormenta desencadenada por el antiguo fraile agustino se despejó, sólo momentáneamente, en 1555.

Sin embargo, muchos consideraron que los débiles rayos de luz con los que se consiguió iluminar Paz de Augsburgo habían tenido un coste muy alto: nada más y nada menos que el de la ruptura de esa supuesta unidad religiosa que determinaba las fronteras de la cristiandad.  Y afirmo que supuesta porque, entre otras muchas cosas, la erradicación de paganismos, herejías y desviacionismos de todo tipo y condición había constituido uno de los objetivos principales de las distintas autoridades político-religiosas desde la misma (re)fundación carolingia del Imperio Occidental. La Paz de Augsburgo se llevó por delante un extremo de esa aparente unidad, habida cuenta que reconoció dos versiones del cristianismo, la católica y la luterana, negando así el derecho a existir a todas las demás iglesias reformadas. La Paz atribuyó a los príncipes un ius reformandi, en cuya virtud podían y debían decidir cuál de las dos confesiones imperaría en sus dominios de forma excluyente. Sometidos, pues, a la fe de su respectivo príncipe, a los súbditos se les concedió un modesto derecho a emigrar, el cual, por cierto, no respondía a consideración individualista alguna: bien al contrario, el ius emigrandi actuaba como una suerte de válvula de escape destinada a desarticular y suprimir la disidencia interna en unos términos que, si bien resultaban un tanto molestos para los implicados, se presentaba a sí mismos como suficientemente pacíficos.

Los estudiosos de este complejísimo periodo suelen hacer hincapié en que la Paz de Augsburgo dejó sin resolver muchas cuestiones relevantes (propiedad de los bienes eclesiásticos, conversión a la fe reformada de autoridades eclesiásticas, posición de las ciudades imperiales, etc), añadiendo a renglón seguido que el acuerdo alcanzado proporcionó medio siglo de paz al imperio. Medio siglo pero ni un minuto más: la famosa (tercera) defenestración de Praga (1618) actuó como el pistoletazo de salida de una de las más largas, sangrientas y devastadoras guerras europeas. Quizás las imperfecciones de 1555 constituyeran una de sus causas, pero lo cierto es que la Paz de Augsburgo fue retomada, y ampliada en varios sentidos, en 1648, en orden a poner fin, una vez más, a los conflictos generados por un reparto de poder entre múltiples autoridades. En resumidas cuentas, la Paz suscrita en 1648 se entendió como una suerte de renovación la de 1555, con independencia de que los tratados de Osnabrück y Münster, que suelen denominarse conjuntamente como Paz de Westfalia, no solo contemplasen muchas más cuestiones que las abordados un siglo antes en la Dieta imperial reunida en Augsburgo, sino que además contribuyeran decisivamente a la derrota del confesionalismo militante y, en consecuencia, a o a la secularización del derecho internacional.

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3. La Paz de Augsburgo, empero, no fue ni la primera ni la última de las “paces de religión” europeas, siendo así que en su mayoría respondieron a un patrón similar: ordenar la coexistencia de confesiones religiosas en un mismo territorio sometido a la autoridad de un príncipe mediante equilibrios institucionales, concesiones políticas, arreglos institucionales o innovaciones jurídicas. Con todo, algunas resultaron ser más generosas que otras: así, por ejemplo, a diferencia de lo acordado en Augsburgo, católicos, luteranos, calvinistas, unitarios o hermanos bohemios fueron regularizados en Transilvania (1560 y 1568) y Polonia (1573). Por generosidad, no obstante, debe entenderse aumento de espacios de tolerancia en exclusiva, ya que ninguna de las “paces de religión” se fundamentó en el reconocimiento de la libertad individual entendida como derecho un “natural” del sujeto.

En efecto, hasta que las revoluciones de finales del XVIII se legitimasen tratando de hacer efectiva la idea, hubo que conformarse con la gestión territorial de una tolerancia entendida como último recurso pacificador de la convivencia, lo cual, por otro lado, coincidía punto por punto con la comprensión de las sociedades humanas en términos corporativos imperante. Dicho con claridad: en aquel mundo de múltiples autoridades y abigarradas jerarquías de poder proyectadas sobre el territorio, no cabía hablar de libertades del sujeto porque este último no existía para el orden político-jurídico imperante. Los súbditos de Emperadores y Reyes, arzobispos y obispos, príncipes, duques y condes, o incluso los ciudadanos de repúblicas más o menos soberanas, no eran sino meros componentes de una enorme y variada multiplicidad de cuerpos y categorías sociales, profesionales, políticas, territoriales y, en definitiva, jurídicas. Así pues, la reforma no hizo sino añadir una distinción más a las ya existentes, por lo que la lógica del cuius regio eius religió no fue ni novedosa ni extravagante; es más, apurando un poco, casi podría decirse que era la única posible.

Con todo, las “paces de religión” visibilizaron un tipo de heterogeneidad que hasta entonces había sido no solo acallada sino perseguida, por cuanto que en último extremo provenía de la conciencia del sujeto. Los españoles, sin embargo, ni siquiera pudieron ver al otro, excepción hecha, claro está, de cuando se encontraron con él frente a frente en los campos de batalla defendiendo la pureza de la verdadera fe a la par que los intereses dinásticos de la casa de Habsburgo, cuyos sucesivos titulares echaron mano de la bolsa castellana de hombres y haciendas hasta la extenuación. Antes de que esto sucediera, los naturales de los diferentes reinos peninsulares pudieron asistir, aun cuando no cabe afirmar que muchos lo hicieran precisamente, a la abdicación de su Rey/Emperador, cuyo voluntario retiro al Monasterio de Yuste no empaña lo más mínimo la humillación que para él supuso la Paz de Augsburgo.

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4. En todo caso, tanto antes como después de la magna ceremonia de la abdicación carolina si en algún sitio se hizo realidad la máxima que nos viene ocupando fue precisamente en los dominios ibéricos de los Habsburgo, quienes consiguieron reinar en toda la Península desde que en 1580 añadieran la portuguesa a las Coronas de Castilla y Aragón heredadas por Carlos V. Algunos historiadores sostienen que la reforma no se hizo presente en los reinos hispanos porque, adelantándose a su época, los Reyes Católicos, en especial Fernando, ya se habían encargado de reformar la Iglesia haciéndose con su control sin por ello romper con Roma. Justo en estos términos se explica la Bula refrendada en 1478 por Sixto IV, mediante la cual se fundó una nueva Inquisición en España, toda vez que el control de esta institución no fue papal sino regio. Una vez impuesta y asegurada la lógica de la intransigencia religiosa, la cual, por cierto, no carecía de racionalidad intrínseca dado que garantizaba el orden político y social, los vientos de la reforma no consiguieron superar la barrera de los Pirineos.

Ahora bien, lo que se ganó en la Península se perdió fuera de ella: la gran cruzada ibérica fracasó en el norte europeo, en especial en los Países Bajos e Inglaterra, dando lugar a una lectura de los acontecimientos tan significativa como persistente: resistir a España implicaba defender la libertad política frente al autoritarismo religioso, lo cual, a su vez, arrastraba una serie de connotaciones constitucionales de calado.  Más adelante, y con independencia del mayor o menor uso que hiciera de la famosa leyenda negra, una tradicional historiografía protestante elevará dicho autoritarismo religioso a la condición de impedimento al desarrollo del capitalismo y, en consecuencia, del progreso. A día de hoy, sin embargo, este tipo de lecturas teleológicas de la historia no están precisamente de moda, no obstante lo cual el inmenso éxito de la fórmula “cuius regio eius religio” en los muy católicos reinos peninsulares invita a reflexionar sobre la especificidad hispánica.

Y es que si bien la unidad religiosa sirvió en su día para crear y mantener comunidades políticas garantizando el orden público, más adelante se desveló por completo insuficiente. Los súbditos de los monarcas hispánicos, todos ellos católicos, no eran precisamente españoles, sino catalanes, aragoneses, vizcaínos, castellanos, novohispanos, peruanos, rioplatenses, chilenos, neogranadinos, filipinos y un largo y complejísimo etc. En teoría, solo el sometimiento a la autoridad regia así como su supuesta catolicidad marcaba las fronteras externas de una heterogénea comunidad repartida por varios continentes. Esta idea perduró hasta el punto que se introdujo en el primer constitucionalismo hispánico, el cual, al mismo tiempo que proclamaba los derechos del individuo solo consideraba como tal al padre de familia, avecinado y católico. El cuius regio eius religio se reinventó a partir de 1808 en el universo hispánico: la Nación, que no solo su Príncipe, era y debía mantenerse exclusiva y excluyentemente católica. Las independencias americanas pusieron de relieve que la profesión de una determinada fe no era suficiente para mantener una comunidad política, a lo que más adelante se unirán una serie de movimientos peninsulares periféricos de signo separatista.

En resumidas cuentas, la doble y contradictoria vocación universalista y comunitarista propia del catolicismo militó en contra de la construcción decimonónica de la Nación española, y mucho me temo que sus consecuencias las seguimos padeciendo a día de hoy. La versión nacional del “cuius regio eius religio” se mantuvo más tiempo del estrictamente necesario, toda vez que demostró ser por completo ineficaz. Lo que quizás tuvo algún sentido en el XVI dejó de tenerlo más adelante, sobre todo a partir de que las revoluciones norteamericana y francesa situaran al individuo y sus derechos en el centro de orden político jurídico. En España, sin embargo, hubo que esperar a 1869 para ver reconocida una más que limitada libertad de cultos, a lo que hay que añadir que, más adelante, el franquismo volvió a identificar la catolicidad con la esencia misma de lo español. A pesar de que en 1978 los españoles recuperamos derechos y libertades, a día de hoy todavía los hay que persisten en el empeño de convertir en “constitucionales” lo que no son sino consecuencias de una profunda interiorización de esa versión nacional/católica del principio formulado por el muy protestante Joachim Stephani.


Foto: JJBOSE