Por Marta Pantaleón Díaz

 

Notas para un debate con Ivó Coca

 

Hace unas semanas, el Profesor Ivó Coca Vila publicó en InDret penal un artículo titulado “Triaje y colisión de deberes jurídico-penal”. Cada vez que el Profesor Coca decide dedicarse a un tema, thought-provoking es decir muy poco. Y si el tema es la distribución de recursos sanitarios escasos ante situaciones de emergencia sanitaria como la desencadenada por el COVID-19, imagínense. Más allá de recomendarles muy encarecidamente la lectura del trabajo del Profesor Coca (que mucho lo merece), no pretendo con estas notas hacerle justicia a la profundidad de las reflexiones del profesor Coca (el formato “blog” tiene sus límites) y menos aún dejar cerrado el debate: lo segundo es imposible, y lo primero lo apunto en mi “debe” para publicaciones que espero que vengan. Mi objetivo con este pequeño texto es más bien plantear algunas discrepancias de fondo. Comenzaré, no obstante, por señalar brevemente las coincidencias con el planteamiento del autor, que son muchas y fundamentales. La primera es analítica: su decisión de articular el debate en torno a tres grandes grupos de casos —triaje ex ante, triaje ex post y triaje ex ante preventivo— me parece la forma más expeditiva y fructífera de contrastar las diferentes posiciones desarrolladas en torno al problema objeto de estudio. Tres son, pues, los “escenarios” a los que se dedica esta entrada;  tomando prestadas las definiciones del Profesor Coca:

 

Triaje ex ante

“[U]n médico, obligado por dos deberes (de garante) frente a dos pacientes que peligran de morir en caso de no ser tratados de inmediato, dispone de un único respirador. El tratamiento con el respirador aparece como médicamente indicado en ambos casos y cualquiera de los dos pacientes sobreviviría —con una probabilidad rayana en la certeza— en caso de ser tratado con el respirador. El paciente no tratado de forma inmediata con el respirador morirá con total seguridad” (p. 173).

 

Triaje ex post

“[U]n médico […], para salvar a un paciente que acaba de ser ingresado con una alta perspectiva de éxito, debe interrumpir necesariamente el tratamiento ya iniciado en favor de un paciente que presenta una mejor perspectiva de éxito, asumiendo que con ello lo condena a una muerte segura” (p. 177).

 

Triaje ex ante preventivo

“[U]n médico, consciente de que únicamente queda una cama libre en la UCI, niega el ingreso a un paciente con escasas perspectivas de éxito, aun cuando ello resulta médicamente indicado. Con ello pretende dejar libre la cama a fin de poder ingresar en las próximas horas a un —altamente previsible— paciente con un pronóstico más favorable” (p. 181).

 

La segunda de mis coincidencias con el Profesor Coca se refiere a la perspectiva metodológica empleada:

 

los dilemas presentados no son (solo) problemas técnicos, sino que han de ser objeto de una respuesta (ética y) jurídica.

Estoy, pues, plenamente de acuerdo con la observación del autor de que

“pese a la preminencia en la literatura médica de la tesis según la cual el triaje constituiría un problema esencialmente médico, a resolver conforme a criterios pretendidamente científicos […], el Derecho (penal) no puede dejar de valorar aquellas decisiones de triaje que suponen, como mínimo prima facie, la infracción de deberes jurídico-penalmente garantizados. Ni la medicina está en disposición, en tanto que ciencia natural, de decidir una cuestión normativa como es la de la eventual responsabilidad penal de un médico por la infracción de un deber en situación de colisión, ni un ordenamiento jurídico puede desentenderse de aquellos conflictos en los que están en juego los más elementales derechos fundamentales individuales, relegando su solución a un pretendido espacio libre de Derecho” (p. 172).

Y también lo estoy, por cierto, con su apreciación de que la solución (jurídica) a estos problemas no ha de buscarse en una suerte de “Derecho de excepción”, sino en la teoría general de la justificación, cuya piedra de toque —añadiría yo— son, precisamente situaciones dilemáticas como las que aquí se presentan.

Por último, coincido con el Profesor Coca en el tratamiento jurídico-penal que merecen los supuestos de triaje ex post: el médico que extuba (con consecuencias mortales) a un paciente que ya está siendo tratado para salvar la vida de otro paciente con mayores perspectivas de éxito comete un homicidio antijurídico y, en principio, culpable. Mi discrepancia reside, sin embargo, en las mismas bases teóricas sobre las que se asienta el artículo. No me convence la construcción del sistema de causas de justificación que el Profesor Coca ha venido desarrollando en este trabajo y otros anteriores (muy señaladamente, su magnífica tesis doctoral sobre la colisión de deberes), ni creo que sea la única compatible con “un ordenamiento liberal, basado […] en el principio del individualismo normativo” (p. 183); y menos aún con el Derecho de un Estado social y democrático como el que perfila nuestra Constitución. Y de ahí que no pueda estar de acuerdo ni con la fundamentación que ofrece el Profesor Coca para el tratamiento de los supuestos de triaje ex post, ni con las soluciones que propone para los casos de triaje ex ante y triaje ex ante preventivo.

 

Una justificación utilitarista no colectivista

Sobre la teoría de la justificación que creo más acertada no puedo añadir casi nada a lo que el Profesor Fernando Molina lleva toda una vida académica defendiendo. No sería exagerado, como aproximación inicial, decir que su planteamiento se encuentra, a este respecto, en las antípodas del defendido por el Profesor Coca (y en Alemania, mutatis mutandis, por el Profesor Michael Pawlik): si para estos el estado de necesidad agresivo justificante (art. 20.5.º CP, § 34 StGB) funciona como una regla de solidaridad mínima, necesariamente excepcional en el marco de un ordenamiento jurídico liberal, esta es, por el contrario, en opinión del Profesor Molina —que comparto—, la cláusula general de cierre del sistema de justificación; cláusula que el resto de causas de justificación (legítima defensa, estado de necesidad defensivo, ejercicio de un derecho, etc.) se limitan a concretar en relación con supuestos especiales. De acuerdo con esta última concepción, se trata, en todos los casos, de considerar justificadas las conductas que, tras una ponderación de todos los intereses en juego, no amenazan con causar un mal mayor del que se trata de evitar. En palabras del Profesor Coca, se aboga “por resolver las colisiones conforme a un principio utilitarista negativo, el principio del mal menor” (p. 182).

El primer reproche que podría dirigirse a este planteamiento —y que, desde luego, no se le escapa al autor— es el de ser más colectivista de lo que un Derecho respetuoso con los derechos individuales puede tolerar; colectivista en el sentido de que

se trata a la sociedad en su conjunto y, más concretamente, a los [afectados] presentes y futuros, como si de un único sujeto se trataran, aglomerando o agregando en un único cuerpo supraindividual (sujeto holístico) sus distintos intereses —hasta entonces— particulares” (p. 182).

Kant protesta, Rawls responde: si la solución utilitarista a los conflictos se fundamenta en el acuerdo hipotético que una sociedad de individuos racionales adoptaría bajo el “velo de la ignorancia” —situación en la que cualquiera percibe la opción por el mal menor como la potencialmente más beneficiosa para sus derechos individuales—, entonces no se produce violación alguna del principio de “separabilidad” de las personas.

El Profesor Coca también rechaza esta fundamentación. A su juicio, el reto de legitimación del sistema de causas de justificación de un ordenamiento liberal

“es más complejo: una vez tomados todos los derechos individuales de todos los sujetos afectados por el conflicto en un plano de igualdad, ha de estar en disposición de justificar la concreta solución dada al conflicto precisamente frente a quien sufre en última instancia sus costes”(p. 183, énfasis añadido).

Para considerar justificada la lesión de los intereses de B por parte de A, al Derecho penal no le basta con remitirse al acuerdo hipotético adoptado por A y B bajo el velo de la ignorancia y concluir, tras una ponderación de todos los intereses en juego, que A necesitaba actuar como lo hizo para evitar un mal mayor. Una vez que el velo de la ignorancia ha caído y se ha concretado la posición de B en tanto sacrificado en el conflicto, el Derecho penal ha de poder mirarlo a los ojos y explicarle por qué él tiene el deber de tolerar la lesión de sus derechos individuales. Y en un ordenamiento liberal, ni la necesidad de A ni los beneficios globales que la sociedad obtendrá del sacrificio son explicaciones suficientes para la instrumentalización de B. Kant vuelve a protestar.

A mi juicio, el Profesor Coca le está pidiendo demasiado al sistema penal de justificación. La objeción kantiana que acaba de formularse tendría sentido si se formulara en relación con el ordenamiento jurídico en su conjunto: si realmente la justificación por estado de necesidad agresivo implicase para el sacrificado —una persona que, por hipótesis, no se ha visto involucrada en el conflicto de forma autorresponsable— un deber de tolerar la lesión de sus intereses, entonces esta causa de justificación no debería existir en un Estado liberal (como, de hecho, proponía Kant); o debería, al menos, tener cabida únicamente como fuente de deberes de solidaridad mínima, en la línea (tendencialmente hegeliana) defendida por los Profesores Pawlik y Coca.

Pero es que, en nuestro ordenamiento jurídico, justificación penal y deber de soportar la lesión no van necesariamente de la mano: como demuestra el art. 118 CP —y, por cierto, los §§ 227-228 BGB— los únicos individuos justificadamente lesionados que tienen el deber de tolerar (definitivamente) los costes del conflicto son aquellos a los que el legislador se lo impone de forma expresa (ejercicio de un derecho, cumplimiento de un deber) o los que han originado la situación de necesidad de forma autorresponsable (legítima defensa, estado de necesidad defensivo). Y ninguna regla de nuestro Derecho da pie a afirmar que el potencial sacrificado por un estado de necesidad agresivo no pueda, a su vez, defenderse justificadamente frente a la amenaza que se cierne sobre sus intereses; paradigmáticamente, cuando se trata de una amenaza existencial. Recuérdese que el art. 20.5.º CP únicamente exige, a estos efectos, “que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar”.

Con un mimbre más —y la puntada vuelve a ser del Profesor Molina— estaremos en disposición de abordar los diferentes supuestos de triaje planteados al principio y comparar la construcción aquí defendida con la del Profesor Coca. Precisamente porque el nuestro es un ordenamiento liberal-individualista la ponderación de intereses que sirve de base a la justificación jurídico-penal incorpora “razones relativas al agente”; toma en serio, en otras palabras, la idea de que, para cada individuo concreto, no todas las vidas, integridades físicas, etc. en juego “pesan” lo mismo: en caso de conflicto, a cualquiera le cuesta más esfuerzo sacrificar un interés propio o de un ser querido que uno ajeno. Al contrario de lo que sucedería en un Derecho de corte autoritario-colectivista, las ponderaciones en las que se basa nuestro sistema de causas de justificación tienen en cuenta este coste. No se trata de que el Derecho asuma la perspectiva del autor concreto en la valoración de los intereses en juego, sino de que, en su valoración impersonal de estos últimos, no cierra los ojos a las relaciones personales que vinculan al autor —sea quien sea— con los distintos bienes en conflicto y que condicionan, para cualquiera en su posición, el esfuerzo que ha de invertir para orientar su conducta en un sentido o en otro.

Ponderemos, pues, “aterrizando” estos razonamientos a los supuestos de hecho que aquí interesan:

 

Triaje ex post

La solución que propone el Profesor Coca para este grupo de casos (y que yo comparto) es categórica: homicidio antijurídico y, en principio, culpable. El razonamiento del autor pasa por asumir una premisa que considero igualmente defendible:

“[L]a intubación del primer paciente en tanto que tratamiento médico indicado con vocación de permanencia en el tiempo, supone —desde una perspectiva jurídico-penal— la consolidación de la expectativa de salvamento de dicho paciente. En ese momento el respirador se integra normativamente en su esfera jurídica de forma plena, gozando sobre aquel de un mejor derecho que cualquier otro potencial necesitado” (p. 189).

Aquí nos encontramos, pues, ante una situación canónica de estado de necesidad agresivo: para salvar la vida del único necesitado —el paciente que ingresa en segundo lugar— habría que matar a otra persona ajena a esta situación de necesidad cuyas expectativas vitales se encuentran, en principio, salvaguardadas (el paciente intubado). Para el Profesor Coca, esto es todo lo que importa: el homicidio no se encuentra justificado porque, como regla de solidaridad mínima que es, el estado de necesidad agresivo nunca puede fundamentar un deber de tolerancia de la propia muerte. La solución sería exactamente la misma si, extubando al primer paciente, se pudiera salvar la vida de otros cien mil que ingresaran posteriormente con problemas respiratorios graves y altas expectativas de supervivencia en caso de ser atendidos.

A mi juicio, sin embargo, la situación es más compleja y se resuelve (como siempre) ponderando. En un lado de la balanza se encuentra el deber del médico de salvar la vida del paciente ingresado en segundo lugar, cuyas expectativas de supervivencia en caso de acceder al respirador superan a las del paciente ya intubado. En el otro, el deber del médico de mantener con vida a este último. El médico no tiene ninguna razón personal —jurídicamente atendible— para preferir salvar a uno o a otro. Y si la comparación de las expectativas de éxito en el cumplimiento de uno y otro deber parecen, en principio, otorgar un “mejor derecho” al paciente que ingresa en segundo lugar, un factor juega decisivamente en su contra: el statu quo. En cuanto el respirador “se integra normativamente en la esfera jurídica” del paciente intubado, el reparto por defecto de las oportunidades de salvación lo favorece; el segundo paciente ingresado es, en principio, el sujeto condenado por el curso natural de los acontecimientos (el que perecerá si nadie lo impide).

Nuestro Derecho es, hasta cierto punto, “conservador”: otorga relevancia normativa a la distribución por defecto de las oportunidades de supervivencia de los bienes jurídicos, de forma que, en ausencia de una preponderancia sustancial de unos intereses en juego sobre otros, la “balanza” se inclina del lado de la preservación de aquellos que el destino no ha condenado. El grado de preponderancia que ha de exigirse, a estos efectos, entre unos intereses y otros es directamente proporcional al de consolidación de la expectativa de salvación de los favorecidos por el statu quo. Nadie cuestiona, por ejemplo, que sea ilícito matar a un paciente que ingresa en un hospital para una inocua operación de cataratas con el fin de extraer sus órganos y trasplantárselos a otros cinco pacientes cuya vida depende de ello. Pero por muy “incorporado normativamente a su esfera jurídica” que se encuentre el respirador, la situación del paciente ya intubado que depende de él para el desarrollo de sus funciones vitales no parece ser la misma que la de uno con capacidad de supervivencia autónoma. Me parece, por tanto, convincente que la salvación de una vida —la del paciente ingresado en segundo lugar— no pueda justificar su extubación por parte del médico; pero no creo, contra lo que sostiene el Profesor Coca, que la conclusión debiera ser forzosamente la misma si en lugar de una vida en juego hubiera cinco.

En el mismo sentido, también variaría la solución si, en lugar de valorar la conducta del médico, pusiéramos en su lugar al paciente recién ingresado o (quizás más plausiblemente) a uno de sus seres queridos; distinto, en su caso, del propio médico, cuyos deberes profesionales lo obligarían a dejar de lado estos afectos a la hora de decidir. En un ordenamiento liberal, el interés de cualquiera de ellos en salvar la vida del necesitado prepondera sobre las expectativas de supervivencia, relativamente consolidadas, del paciente ya intubado; como mínimo, resulta equiparable a ellas. Ni el paciente ingresado en segundo lugar ni sus seres queridos causan un “mal mayor”, en el sentido del art. 20.5.º CP, si extuban al primer paciente para emplear el respirador en el tratamiento del primero: se tratará de un homicidio justificado en estado de necesidad agresivo, que determinará la obligación del beneficiado de indemnizar a los perjudicados por la muerte (art. 118.1.3.ª CP); y contra el que cualquiera (el médico, los familiares del paciente intubado) podrá reaccionar, a su vez justificadamente, para conservar el statu quo.

 

Triaje ex ante preventivo

¿Puede un médico negar el ingreso en la UCI a un paciente con escasas perspectivas de supervivencia (o rechazar su intubación), en aras de dejar la cama (o el respirador) libre para el previsible ingreso de otro paciente con un pronóstico más favorable? La respuesta del Profesor Coca es, de nuevo, tajante: no, so pena de ser considerado penalmente responsable de un homicidio en comisión por omisión, injustificado y, en principio, culpable (p. 188). Hasta donde alcanzo, opera aquí un razonamiento asimilable, mutatis mutandis, al empleado para fundamentar la ilicitud del triaje ex post: dado que el médico tiene un deber (de garante) de ingresar al primer paciente en la UCI si este es el tratamiento indicado, y todavía ningún deber respecto del paciente que probablemente pretenda ingresar después, nos encontramos, de nuevo, ante un escenario de estado de necesidad agresivo. Y la necesidad (potencial) del segundo paciente no basta para imponer al primero el deber de soportar su propia muerte, por muy diferentes que sean las expectativas de supervivencia de uno y de otro.

No estoy de acuerdo con esta conclusión. Coincidiendo en que el escenario planteado se corresponde con un estado de necesidad agresivo, creo que lo que corresponde es ponderar, y aquí una ponderación de todos los intereses en juego puede conducir, según creo, a la solución contraria. Salvo que se haya comprometido ya también al tratamiento del segundo paciente —entonces la situación sería de triaje ex ante (no preventivo)— el médico tiene, en efecto, el deber (de garante) de ingresar en la UCI al paciente con escasas probabilidades de supervivencia; paciente al que, además, favorece en cierta medida el statu quo: al fin y al cabo, ha llegado primero (prior tempore, potior iure). Sus expectativas de salvación no están, sin embargo, ni mucho menos tan consolidadas como las del paciente que ya está intubado (el respirador todavía “no se ha integrado normativamente a su esfera jurídica”).

Puede, por tanto, que, si existe una probabilidad considerable de que ingrese posteriormente un paciente con un pronóstico de supervivencia mucho más favorable en caso de ser tratado, el médico no esté causando un “mal mayor” (art. 20.5.º CP) al incumplir su deber de ingresar en la UCI al primer paciente. El médico no tiene, pues, ningún deber de denegar su ingreso, pero, si lo hace, el homicidio que cometa podrá estar justificado por estado de necesidad agresivo. En todo caso, el paciente beneficiado por la denegación de ingreso tendrá que indemnizar a los perjudicados por la muerte del sacrificado, pues la justificación de su homicidio no implica, obviamente, que aquellos tengan el deber de soportar el daño (art. 118.1.3.ª CP).

 

Triaje ex ante

Queda, por último, analizar la única de las situaciones que el Profesor Coca engloba bajo el topos de la “colisión de deberes”, por oposición al estado de necesidad agresivo: el médico tiene, frente a cada uno de sus dos pacientes, el deber (de garante) de intubarlos, pero ambos deberes son de imposible cumplimiento simultáneo, porque solo hay un respirador disponible. Nadie discutiría que el médico tiene aquí que cumplir uno de sus dos deberes: ni más (ad impossibilia nemo tenetur), ni menos (matará en comisión por omisión si no intuba a ninguno de los dos pacientes). Tampoco que, si las condiciones de ambos pacientes son idénticas en todo lo normativamente relevante —tienen la misma probabilidad de sobrevivir en caso de ser intubados— el médico puede escoger (óptima, pero no necesariamente, por sorteo) a cuál de ellos salvar. Pero, ¿quid iuris, si las expectativas de supervivencia de los pacientes son distintas?

El Profesor Coca llega, en este punto, a una llamativa conclusión: el principio de imponderabilidad de la vida humana obligaría a alcanzar aquí la misma solución que si las probabilidades de supervivencia de los pacientes fueran idénticas, permitiendo al médico que eligiese libremente a cuál de los pacientes salvar. Como

“[n]i existen vidas mejor o menor logradas, ni la vida de quien tiene una menor esperanza de vida tiene una importancia menor que cualquier otra a ojos del ordenamiento jurídico” (p. 184)

, el médico se encuentra, también aquí, ante una colisión de deberes de idéntico rango, por lo que actúa lícitamente si —por las razones que sean (¡!)— decide intubar al paciente con el pronóstico más desfavorable, dejando morir al que tenía mayor probabilidad de supervivencia. Cualquier otra conclusión sería, para el Profesor Coca,

“contraria a principios constitucionales como el de igualdad (art. 14 CE) o el de la dignidad humana (art. 10 CE)” (p. 187).

Puede que, de los principios constitucionales de igualdad y de dignidad humana, se derive, en algún sentido, un mandato de imponderabilidad de la vida. Seguramente sea contrario a la dignidad de las personas considerar que unas vidas “pesan” más que otras en función de factores como el sexo, la etnia o las capacidades físicas y psíquicas (el caso de un criterio tan “ubicuo” como la edad me parece mucho más discutible). Pero de lo que no me cabe ninguna duda es que no vulnera principio constitucional alguno distribuir los recursos sanitarios escasos en función de las expectativas de supervivencia de cada cual, obligando al médico —en el caso que aquí nos ocupa— a salvar al paciente con un pronóstico más favorable, so pena de cometer, por omisión, un homicidio antijurídico. Cualquier sociedad de individuos racionales que decidiera bajo el velo de la ignorancia optaría por este modo de resolución del conflicto, porque es el que maximiza las oportunidades de supervivencia de cada uno: salvar siempre al paciente con mejor pronóstico garantiza, en términos agregados, la minimización de los supuestos en los que, pese a los esfuerzos empleados en el tratamiento, terminan falleciendo todos los necesitados.

A la vista de ello, lo que parece contrario a la dignidad humana es permitir al médico elegir salvar al paciente con un pronóstico más desfavorable, con total independencia de las razones que lo lleven a tomar esta decisión. ¿También si responde a un inconfesable prejuicio racista o sexista? ¿También si obedece a un soborno? ¿Qué opinaría Kant?