Gonzalo Quintero Olivares

 

La suspensión de la condición de parlamentario de un Diputado o Senador a causa de estar sometido a un proceso penal ya sea en el Parlamento nacional, ya en un Parlamento autonómico, y me refiero solo a esa posibilidad, pues también puede ser suspendido por motivos disciplinarios, ha venido siendo, desde el inicio de nuestro sistema parlamentario, cuestión polémica y nunca bien resuelta. Como en tantas otras discusiones, la mesura no ha brillado especialmente, y todos los partidos han hecho de su posición sobre el tema una cuestión de imagen, mezclando en la ensalada cuestiones de legitimidad, de respeto al votante, de injerencia judicial en la normalidad parlamentaria, de presunción de inocencia, de pureza y radicalismo en la intolerancia con la corrupción, y podría seguir.

Pero lo cierto es que todo ese florero de discursos se combina con líneas políticas propias que instrumentalizan el sistema electoral o la actividad parlamentaria. Por esa vía se ha podido ver a un partido exigiendo, como conditio sine qua non para la colaboración política, el cese de un parlamentario acusado de algún delito, sin atender a razones o invocaciones de la presunción de inocencia o, en el otro extremo, proponer como candidatos elegibles a quienes ya están imputados o, incluso, en prisión y, si hacen eso, difícil será que en sus reglamentos internos sea incompatible la condición de parlamentario con la de acusado o imputado. A la vista de todo eso no hay que extrañarse por la falta de concordia.

Como punto de partida hay que asumir la suspensión de la condición de parlamentario tiene el contenido material de una pena privativa de derechos y que, anticipar la pena es, en sí misma, una decisión de enorme gravedad, como lo es, salvada la distancia, la prisión provisional impuesta durante la tramitación de la causa como medida cautelar previa a la sentencia, que también implica un anticipo de la pena privativa de libertad que se impone sin que medie un previo juicio.  Ahora bien, es cosa sabida que un muy alto porcentaje de los imputados en procesos penales conservan su libertad hasta la llegada de la sentencia firme, y, con frecuencia, siguen dedicándose a su profesión u oficio, incluso en el no infrecuente supuesto de que ese oficio sea delinquir.

Por lo tanto, escandalizarse porque un parlamentario incurso en un proceso penal continúe ejerciendo sus funciones, es, por lo menos, desproporcionado.  Es cierto, no obstante, que puede haber situaciones de difícil solución, especialmente cuando la situación del parlamentario es la de prisión o rebeldía. En esos casos el problema no es solo de respeto a la presunción de inocencia, que sin duda ha de subsistir, sino de practicidad, pues es imposible la actividad parlamentaria normal, salvo que aceptemos como normal el voto delegado o la participación telemática, y, sobre eso, se acepte la percepción de retribuciones en la medida en que no hayan sido intervenidas para cubrir posibles responsabilidades civiles derivadas del delito. A eso se suma otra cuestión, pero diferente: la de la elegibilidad de los ya procesados, que , como sabemos, constituye un “arma de lucha contra el Estado que oprime a través de los Tribunales».

Lo cierto es que ésta ha venido siendo, desde el inicio de nuestro sistema parlamentario, una cuestión polémica y nunca bien resuelta. El Tribunal Constitucional no ha querido marcar un criterio (salvo todo lo genérico sobre medidas cautelares y la proporcionalidad con la afectación de derechos fundamentales), y,  tal vez, hubiera debido hacerlo,  en lugar de remitirse a que los Reglamentos parlamentarios resuelvan el problema (o los Estatutos de los partidos). Y lo mismo ha hecho el Tribunal Supremo.  Los Reglamentos de los Parlamentos no ayudan porque algunos no dicen nada y en otros casos porque hacen referencia al auto «de procesamiento», propio del procedimiento ordinario,  cuando son varias las situaciones procesales en las que esa figura no existe (ni en el procedimiento abreviado, ni en el juicio por Jurados)

Como fácilmente puede verse el problema delicado no es la regulación de los casos de pérdida de la condición de parlamentario, en cabeza de los cuales irá (lo diga o no lo diga un Reglamento) la sentencia penal que condene a pena de inhabilitación. Fuera de esa indiscutible situación, se han planteado las ocasiones en las que sería posible o conveniente “suspender”, y ahí se ubica el problema. El Reglamento del Congreso de los Diputados contempla la suspensión por auto de procesamiento, con prisión preventiva y una vez concedido el suplicatorio y cuando una sentencia firme le inhabilite o le impida cumplir con sus deberes. Pero no es ese el mismo criterio en todos los órganos legislativos españoles.

Algunos Parlamentos han optado por la fórmula más laxa, limitando la suspensión al caso de que una sentencia firme condenatoria lo comporte o cuando su cumplimiento implique la imposibilidad de ejercer la función parlamentaria (art.18 Reg. del Parlamento de Andalucía) mientras que otros han optado por regular la cuestión de un modo mucho más complicado, como, por ejemplo, el art.8 del Reglamento de las Cortes Valencianas  que contempla la posible suspensión, relacionada con procesos penales, cuando se notifique a las Cortes, o tuvieran noticia fehaciente, de la existencia de la imputación por delito si por la misma se hubiera dictado auto de prisión provisional y mientras dure ésta, cuando así resulte de la condena impuesta por delito.

La fórmula del Parlamento catalán es también compleja, pues la suspensión se condiciona a que concurra, tras Dictamen motivado de la Comisión del Estatuto de los Diputados,  firmeza del auto de procesamiento y el voto favorable de la mayoría de la Cámara, y también si la pena es privativa de libertad que impida la asistencia a las sesiones. Pero si se trata de delitos vinculados a la corrupción, la Mesa del Parlamento ha de acordar la suspensión en cuanto sea firme el auto de apertura de juicio oral. En estos momentos, la Presidenta del Parlamento, imputada por el TS, tiene sus propias ideas sobre la cuestión y piensa cambiar el Reglamento a fin de que se elimine la posibilidad de suspender a un diputado por que se abra juicio oral a un diputado por “delitos relacionados con corrupción”, a lo que se añade que no pierde condición de electo. Analizada jurídicamente, es una regla desafortunada en un doble sentido pues, por una parte, mantiene la condición de electo y puede recibir algún emolumento y, por otra, precisar cuáles son los delitos relacionados con la corrupción es tarea técnicamente complicada en la que al doctrina penal no ha logrado llegar a un acuerdo. Para justificar su determinación aduce que no tiene sentimiento alguno de haber incurrido en u delito relacionado con la corrupción. Es evidente que esa no puede ser una explicación, como tampoco lo es la que ha circulado por algunos medios, según la cual la Sra. Borrás, que ha anunciado a bombo y platillo su plan de no obedecer a ninguna orden recibida ni del Tribunal Constitucional ni de ningún otro Tribunal del Estado, pues piensa defender la “independencia del Parlamento catalán”. Es posible que contemple un final traumático de su mandato, y hasta puede que lo desee, para alimentar el fuego de la causa, pero no soporte la idea de ser apartada del cargo por algo tan ordinario y poco épico como la corrupción.

Pero, más allá de lo que ella haga y de sus motivos, creo que es evidente que el problema del mantenimiento de la condición de parlamentario es de enorme importancia en todos los órdenes, y afecta tanto al respeto que se le debe a las instituciones parlamentarias como a los propios parlamentarios. Es indudable que  se vería notablemente aliviado si los Tribunales penales lograran alcanzar una velocidad de crucero que no supusiera el trascurso de un tiempo excesivo para resolver esa clase de procedimientos, importantes como cualquiera otro, pero con el problema añadido de que se afecta además al normal funcionamiento de las cámaras.

Un punto de partida creo que se impone: dar a la presunción de inocencia el mayor alcance posible y dejar que el ejercicio de la función parlamentaria subsista hasta la sentencia, salvo los casos insalvables de imposibilidad material del parlamentario, sea por prisión o sea por fuga. Disponer de un criterio sólido sería en todo caso deseable, pues se trata de una cuestión demasiado grave como para permitir que subsista un régimen jurídico incierto o que ese régimen dependa de las «costumbres» o coyunturas políticas de cada lugar.


Foto: JJBOSE