Por Pablo de Lora

 

En el año 1992 la Corte de Apelaciones de California tuvo que resolver una extrañísima petición: la de Thomas Donaldson, que sufría de un incurable tumor cerebral, de anticipar su fallecimiento antes de que su cerebro se lesionara irreparablemente para así poder ser “crioconservado”, y, en un futuro (cabe suponer que muy remoto), ser “resucitado”. Se trataba, como bien indicó el tribunal, del anhelo de “morir para vivir”, o una forma de lo que algunos autores (Minerva-Sandberg y Moen) han descrito como “criotanasia”.

Con posterioridad han sido los casos de Kim Suozzi en los Estados Unidos y de la adolescente JS en el Reino Unido los que de manera más ruidosa han puesto sobre el tapete una cuestión que tiene obvias referencias en la ciencia ficción – recuerden la película “Abre los ojos”- por no decir la más inmediata de la promesa religiosa de “vivir eternamente” en la tradición cristiana.

La criopreservación, que se lleva a cabo en varios países – de manera pionera y más intensa en los Estados Unidos- se asienta sobre realidades científicas contrastadas pero su corolario resulta, a día de hoy, colosalmente especulativo. Así, la posibilidad de mantener en una suerte de “stand-by” biológico a células, tejidos, órganos y organismos, impidiendo, mediante la vitrificación, el daño irreversible a dichas estructuras que genera el proceso mismo de congelación, se comprueba cotidianamente cuando se recuperan células sexuales – gametos masculinos y femeninos- en procesos de reproducción humana asistida, o incluso embriones que tras su período de congelación resultan viables. El caso de la esquiadora sueca Anna Bågenholm, que permaneció durante horas en parada cardiorrespiratoria, pero que logró ser “resucitada” porque su organismo sufrió una congelación súbita y uniforme, es evidencia de que esa que he descrito como colosal especulación no es una mera esperanza fideísta, sino que tiene un fundamento fisiológico firme.

¿Hasta qué punto podemos pensar que la criopreservación nos aboca a una realidad en la que los seres humanos dejamos de ser “mortales”? ¿Habremos de dejar de usar el célebre silogismo – recuerdan, “todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre”…- con el que dimos nuestros primeros pasos en la lógica proposicional? Parafraseando a Cicerón, pero en el sentido inverso a su célebre dictum, “filosofar no será otra cosa que prepararse para la inmortalidad”. A continuación hilvano algunas ideas al respecto de ese ¿promisorio? futuro posible. Tómese lo que sigue como un primer esbozo de preguntas, y posibles respuestas, que, en el plano normativo, hemos de hacernos.

Para empezar, algunas aclaraciones conceptuales y ciertas intuiciones ampliamente compartidas. Debemos distinguir la criopreservación de otro de los caminos que nos empeñamos en transitar con el auxilio del avance del conocimiento y la tecnología biomédica: la prolongación de la vida o la lucha contra el envejecimiento. No son lo mismo. La criopreservación pretende eliminar todo límite vital al que asintóticamente nos acercamos cuando nuestra esperanza de vida crece. Por el contrario, al criopreservarnos suspendemos momentáneamente nuestra vida para, en un futuro, poder retomarla. Es, pues, una vida sin fin la que se vislumbra. Cabría incluso atisbar que, si la resucitación se produce en un futuro muy lejano, la tecnología hará ya posible frenar también la decrepitud, es decir, el envejecimiento que retomaríamos una vez revividos.

Segunda aclaración: alguien podría pensar que estamos discutiendo sobre la base de un sinsentido conceptual pues una de las propiedades de la muerte es su “irreversibilidad”. Si alguien resucita es que no había muerto. Y sin embargo, entendemos la idea de “resucitar”, es decir, la proposición “Lázaro resucitó” no nos parece un disparate como “mira qué círculo cuadrado”. Hablamos de “resucitación cardiopulmonar” (RCP) con pleno sentido pues, en el fondo, lo que, tanto en el caso de la RCP, como en el de la eventual resucitación de los criopreservados, ha acontecido fisiológicamente no es la muerte irreversible, sino una muerte fisiológicamente bastante desde el punto de vista institucional.

Esa resucitación, tercer requisito para la discusión conceptualmente limpia, es “de la misma persona”, es decir, la criopreservación debería posibilitar la continuidad en la identidad personal. Si, una vez resucitado, el individuo no recuerda su pasado, lo que hacemos al resucitar es en realidad brindar existencia a una persona nueva, lo cual introduce importantes matices en la discusión normativa.

La intuición que anunciaba como ampliamente compartida es que la muerte es un mal; que, prima facie, no deseamos morir. La criopreservación es por ello una preferencia estrictamente dominante. Recuerden la apuesta de Pascal en los Pensées: es racional optar por una escasa probabilidad de recibir infinitos beneficios cuando la alternativa es recibir nada. ¿O no es un beneficio infinito el de vivir eternamente? Más sobre ello a la conclusión. De momento, vamos con los dilemas que merece la pena empezar a pensar. Los dividiré en aquellos relativos al procedimiento de criopreservar y los que conciernen – o concernirán- a la resucitación.

¿Qué razones podría haber para impedir que alguien decida criopreservarse? Se me ocurren cinco.

La primera es de salud pública: mantener así a los cuerpos “muertos” (o sus cabezas, en el caso en el que se opte por la más económica “neurosuspensión”) pone en riesgo la salud pública. No lo parece, y, de la misma manera que con la disposición del cuerpo mediante la cremación o enterramiento, la sanidad mortuoria bien podría establecer los requisitos que sean necesarios para disipar ese riesgo.

Una segunda razón tiene que ver con el “adelantamiento del morir” al que obliga la criopreservación para ser útil. Desde luego es un argumento que no está disponible para los “defensores de la vida” que se oponen a las formas de eutanasia que implican esos acortamientos: como señalé antes, el objetivo de quien solicita la criopreservación no puede ser más “pro vida”.

En tercer lugar, la criopreservación genera un coste de oportunidad en términos de pérdida de órganos para trasplante. El argumento tendría mordiente en un modelo confiscatorio de órganos, modelo que no rige en ningún sistema pues tal expropiación implicaría obligar a los sujetos a someterse en vida al conjunto de procedimientos clínicos que hacen posible el trasplante. En este caso parece de directa aplicación el argumento a maiore ad minus (si puedo decidir que me quemen, ¿cómo me va a estar vetado congelarme?).

La criopreservación es una superchería, afirman muchos científicos. Pero, de nuevo, no siempre obligamos a individuos competentes a no guiarse por ellas, salvo que ello genere daños a terceros. Bueno, se podría decir con esa misma vena científica: es un tratamiento fútil. ¡Pero en realidad no lo sabemos! – cabe responder fácilmente. Y en ese caso, ¿cómo no intentarlo si lo que se puede ganar es tanto?

La quinta y última razón atiende a la desigualdad. En un doble sentido: el procedimiento es extraordinariamente caro, y, por lo tanto, “sólo para ricos”. Ese gran igualador que ha sido siempre el morir se tornaría en el último y más definitivo privilegio de los poderosos. Pero esto mismo pasa con tantas y tantas posibilidades biomédicas – y de otros muchos tipos- que no prohibimos recibir por capacidad de pago, sino que, más bien, intentamos – cuando garantizan la satisfacción de necesidades básicas- hacer accesibles al mayor número de personas posible. De otro modo practicamos una odiosa forma de “igualación por lo bajo” (levelling down). Si resultase posible una suerte de provisión pública de la criopreservación, sí nos tendríamos que plantear, por razones de justicia distributiva, a quiénes priorizar para disfrutar en el futuro de una “segunda oportunidad”. En ese supuesto, como en el supuesto de la distribución de recursos sanitarios escasos, puede perfectamente atenderse al criterio conocido como el de “fair innings”, es decir, aquellos que ya hayan disfrutado de un ciclo vital suficiente deberían ser postergados en favor de quienes no han tenido esa suerte, como fue el caso de la adolescente británica JS o la joven Suozzi a las que hice antes referencia.

¿Qué razones puede haber contra la resucitación? Debemos distinguir entre males o daños individuales y colectivos. En el primer ámbito el más inmediato es el que llamaré “argumento del mundo extraño”. Lo resumió con especial clarividencia –y un punto de conmovedora candidez- el padre de JS que inicialmente se oponía a que fuera criopreservada:

“Incluso si el tratamiento fuera exitoso y JS fuera revivida en, digamos, 200 años, puede que no encuentre a ningún familiar… puede que se encuentre en una situación desesperada dado que sólo tiene 14 años y estará en los Estados Unidos de América”.

Los “resucitados”, como ha señalado Ole Martin Moen pueden encontrarse en una situación análoga a los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, una experiencia no necesariamente negativa, o en todo caso preferible a la inexistencia ad eternum.

Se me ocurren tres razones que atienden al daño colectivo: el coste de la resucitación, la sobrepoblación que se generaría y una última consideración también de justicia distributiva. En cuanto al primero, el optimismo tecnológico que alimenta la criopreservación bien puede hacernos ser optimistas en cuanto al coste. Tal vez en ese futuro remoto o remotísimo nuestra reviviscencia sea una posibilidad tan poco gravosa como la de recuperar embriones congelados para su implantación. Sin duda es una consideración a tener en cuenta la de la sobrepoblación, pero, de nuevo, quién sabe entonces de qué maneras se habitará no solo el planeta, sino tal vez otros de nuestro sistema. Y no digamos ya si lo que será posible es la “réplica digital” de nuestro conectoma cerebral y que podamos “revivir” sin un cuerpo material, en una suerte de nube (¿cómo en el cielo que promete la escatología católica?). Si no fuera posible, tercera consideración relativa a los daños colectivos, sí tendrán que hacer esas generaciones futuras un esfuerzo de justicia distributiva a la hora de “seleccionar” o “priorizar” entre criopreservados. Lo llamaré “justicia intergeneracional retrospectiva”. Pienso, de nuevo, en quienes tuvieron menos oportunidades en su primera vida, los que, al menos intuitivamente, habrán merecido más que otros la resucitación (que hayan tenido una primera vida, junto con el hecho de depender de un esfuerzo ajeno por parte de una mujer que se preste a gestar, es lo que diferencia nuestras cuitas morales al respecto de la resucitación de criopreservados, de las que podamos tener a la hora de plantearnos la implantación de embriones congelados). Pero hasta qué punto no deberían entrar en juego también otros factores como el tipo de persona que se fue en la vida anterior antes de la interrupción. ¿Contaremos sus “pecados”, o sus especiales dotes o disposiciones en aras al beneficio social de su “re-existencia”?

Todas las anteriores disquisiciones penden de la que me he atrevido a describir como “intuición ampliamente compartida”: según la cual vivir eternamente es un beneficio. Y lo cierto es que no todos lo piensan. En particular no lo pensó el célebre y perspicaz filósofo Bernard Williams, quien, en un famoso trabajo (“The Makropoulos Case”) defendió justo lo contrario. Tomando como referencia la célebre opera de Leoš Janá?ek, Williams sostuvo que la protagonista, Emilia Marty, tiene muy buenas razones para, 300 años después, dejar de tomar esa suerte de elixir de la eterna juventud que ingirió cuando tenía la edad de 42 años. La vida humana, para ser identificable como tal, argüía Williams exige un desarrollo, una secuencia de “florecimiento” que debe tener un punto final. Organizamos nuestra existencia, insistía, sobre un conjunto de etapas que dan sentido a aquella. ¿Qué hacemos ya cuando seguimos viviendo, como Emilia, con 42 años durante cientos, miles, millones de años después, cuando, sufrimos una suerte de “congelación en vida” que nos hace, nunca mejor dicho, “morir del aburrimiento”?

Puede que Williams tenga razón, pero ¿por qué no probarlo? Siempre nos quedará la posibilidad de “quitarnos la vida” y así resolver definitivamente ese tedio. El suicidio persistirá entonces, como sostuvo Cams, como “el único problema filosófico serio”.

Feliz día de los muertos.


fotograma de la película «Abre los ojos» de Alejandro Amenabar