Por Oliver Waters*

 

Recensión de Homo Deus: Breve Historia del Mañana (2016), por Yuval Noah Harari.

 

En la película 12 Monos, Bruce Willis interpreta a un prisionero que viaja en el tiempo para reunir información sobre el brote de un virus que desde entonces ha diezmado a la población humana. Sin embargo, al hacer esto, él (¡alerta!, destripo la película) inadvertidamente desencadena la propia cadena de eventos que lleva a ese horrible resultado.

En su libro Homo Deus de 2016, el historiador israelí Yuval Harari se encuentra en una búsqueda igualmente trágica.

Mientras que el primer libro de Harari, Sapiens (2014), presentaba un amplio y emocionante relato de la historia de la especie humana, Homo Deus promete nada menos que una breve historia de nuestro futuro. El alcance de su trabajo a través de ambos libros es impresionante. Sobrepasa las fronteras académicas tradicionales para sacar a la luz muchos conocimientos genuinos en los campos de la biología, la historia, la antropología y la psicología.

En ambos libros está presente el gran interés de Harari por las grandes ideologías que han dado forma a la vida humana, con un enfoque particular en el «humanismo liberal», que considera el dominante hoy en el mundo desarrollado. Quizás la afirmación más interesante y polémica en Homo Deus es que este punto de vista filosófico está condenado al fracaso, ya que sus premisas clave están siendo erosionadas por los hallazgos de la ciencia moderna.

La ironía es que en realidad son los argumentos falaces que Harari plantea los que, si se toman en serio, socavan fatalmente los principios básicos del humanismo liberal. Y, al igual que inventar una toxina capaz de destruir a la raza humana, subvertir aquella concepción filosófica que ha sido la principal responsable del aumento del bienestar humano en los últimos siglos es una de esas «Muy Malas Ideas».

Antes de abordar la crítica de Harari al humanismo liberal, deberíamos cuestionar la afirmación intuitiva que se repite a lo largo de todo Homo Deus, según la cual el humanismo liberal es la doctrina filosófica dominante en el mundo. Más bien, si la libertad de expresión, la igualdad ante la ley y las elecciones democráticas son exigencias básicas del humanismo liberal,  hay que decir que sigue siendo minoritario en el mundo. En 2016, sólo en torno al 40% de la población mundial vivía bajo formas de gobierno democráticas y liberales. Y ni siquiera es una tendencia en alza. Al contrario, ha caído desde el 47% en el que se situaba en el 2007.

Así que mientras el humanismo liberal ha disfrutado de un fantástico recorrido por el pasado reciente de la humanidad, de ninguna manera ha logrado la dominación mundial. Por lo tanto, todavía requiere una defensa fuerte y consistente para sobrevivir, y mucho más para prosperar, frente a alternativas serias y carismáticas como el etnonacionalismo, el comunismo y la teocracia.

Con esto en mente, echemos un vistazo a la esencia de la crítica de Harari.

Comienza por establecer las dos suposiciones básicas detrás del humanismo liberal. La primera es que los seres humanos son seres individuales que poseen libre albedrío y la segunda es que todos los seres humanos son moralmente iguales entre sí.

Es bastante obvio que estos conceptos sustentan principios políticos humanistas clave como el liberalismo y la democracia. Al fin y al cabo, si no somos individuos autónomos y racionales, ¿por qué se deberíamos poder hablar libremente sobre cualquier cosa, elegir nuestras carreras o celebrar contratos? Y si no somos moralmente iguales, no tendría sentido concedernos a todos un voto igualitario en las urnas.

La sorprendente afirmación de Harari es que la Ciencia está socavando ambas suposiciones. Afortunadamente (o no, dependiendo de cuán influyentes sean sus ideas) está equivocado.

Libre albedrío y “el yo”

Empecemos con la afirmación de Harari de que la ciencia está demostrando que carecemos de libre albedrío. Esta ha sido una provocación muy popular por científicos y filósofos contemporáneos (como Sam Harris, Jerry Coyne y Gregg Caruso) en esta era de genética avanzada y técnicas de imagen cerebral como la resonancia magnética funcional (fMRI).

Harari se une a la discusión afirmando que el “libre albedrío” sólo era un concepto viable antes de que los científicos consiguieran el entendimiento y la tecnología necesarias para abrir la «caja negra» del cerebro. Ahora que los científicos pueden observar que las opciones humanas son simplemente el resultado de genes, hormonas y neuronas, argumenta Harari, ya no es defendible afirmar una propiedad adicional tan etérea que controle en último extremo nuestra toma de decisiones. Esto se debe a que éstas se toman a través de una reacción en cadena de eventos bioquímicos sin que pueda surgir, por tanto, en ningún momento, una “libertad” mágica para dirigir ese curso de eventos.

No ayuda que Harari no cite los puntos de vista de filósofos o científicos prominentes sobre la compleja cuestión de reconciliar la Ciencia con el libre albedrío. Esto le lleva a recapitular, desgraciadamente, falacias muy antiguas que han impedido pensar claramente sobre esta cuestión durante siglos.

El primer argumento de Harari es que la “decisión libre y consciente” es inobservable cuando abrimos el cráneo de alguien y miramos su cerebro. Esto es cierto, pero confuso. Imagínese a un compañero de trabajo abriendo de repente tu PC y gritando: “¿Ves? ¡Toda esa charla sobre tu mágico “Microsoft Word” es una tontería! ¡Todo lo que hay aquí son transistores y cables, que obedecen a las leyes de la física y la informática!”.

El error estriba en que el nivel de la descripción está equivocado. Por supuesto que no podemos observar el libre albedrío en acción cuando ponemos las neuronas bajo el microscopio. Pero si nos alejamos un poco, al nivel de las personas, los deseos y las creencias, no podemos evitar observar que, en nuestro entorno, se toman decisiones libres. Somos seres intencionales, pensantes y sociales.

En general, el error que parece cometer Harari es la clásica falacia de la división: exigir que una propiedad que se predica del todo de una entidad, lo sea también de sus partes. Se dice que los cerebros no pueden tener libre albedrío porque las neuronas no tienen libre albedrío. Eso querría decir, sin embargo, que tampoco el agua podría estar húmeda porque la molécula de H2O no lo está. Igual de absurdo es creer que un cerebro no puede “pensar libremente” porque las neuronas que lo componen no pueden hacerlo individualmente. El “libre albedrío” es una propiedad emergente de muchas y muy distintas partes actuando por su cuenta. Algún día entenderemos científicamente lo que ocurre (Para una excelente introducción sobre el estado de nuestro conocimiento actual de cómo funciona la conciencia, ver From Bacteria to Bach and Back: The Evolution of Minds (2017) por Daniel Dennett), pero casi nadie cree que descubramos que las neuronas son individualmente conscientes y libres (la posición filosófica minoritaria del «pampsiquismo» sostiene que las propiedades mentales son componentes fundamentales del universo físico, mientras que la Teoría de la Información Integrada de Giulio Tononi implica que ciertos componentes del cerebro, igual que otros dispositivos informáticos, pueden poseer grados de conciencia.

Harari invoca otro argumento popular en contra del libre albedrío: las decisiones “libres” no pueden ser realmente libres, porque siempre se pueden remontar a una serie de causas inconscientes. Pero esto se reduce a la afirmación falaz de que cualquier evento que tenga una causa previa no es en sí mismo una causa. Esto a su vez elimina cualquier causa del universo, excepto alguna primera causa inexplicable, y, por lo tanto, detona inútilmente cualquier discusión significativa sobre por qué suceden ciertas cosas en lugar de otras, la labor también conocida como “ciencia”.

La realidad es que diferentes entidades en este universo, a diferentes escalas, tienen propiedades causales marcadamente diferentes. Una de esas entidades es un cerebro humano sano y consciente, que, cuando se ubica adecuadamente en una cultura racional y favorable, puede comenzar a crear conocimiento que a su vez transforma la materia y la energía que le rodea. Una vez que lo haya hecho, es correcto y apropiado referirse al libre albedrío de ese cerebro consciente como la causa de esas transformaciones.

Tal “voluntad” no es de hecho de naturaleza física. Al igual que los programas de software que influyen en el comportamiento de tu ordenador en este momento, es una abstracción (Para más información sobre cómo las abstracciones pueden causar transformaciones en la realidad física, vea este capítulo del excelente libro de David Deutsch, The Beginning of Infinity 2011).

Por supuesto que la mente no puede desafiar las leyes de la física; que no puede ser absolutamente libre, sea lo que sea que eso signifique. Pero si puede pensar de manera creativa y crítica sobre sus propias razones para actuar, entonces ya no es meramente reactiva a los datos sensoriales que recibe. Puede planificar su futuro autónomamente, utilizando los recursos de su alrededor para alcanzar sus objetivos que se actualizan constantemente.

La existencia del libre albedrío no es sólo un rompecabezas semántico inerte, sino que tiene profundas implicaciones éticas. Si el libre albedrío no existe, no podemos responsabilizar moralmente a las personas por sus acciones. La mayoría de la gente  lo sabe intuitivamente, por lo que tiende a ser más propensa a engañar o mentir después de recibir argumentos que socavan su creencia en el libre albedrío (Vohs, K.D., Schooler, J.W. (2008). ‘The Value of Believing in Free Will: Encouraging a Belief in Determinism Increases Cheating.’ Psychological Science, 19(1), 49–54).

Por lo tanto, no es prudente que Harari descarte tan alegremente la existencia del libre albedrío, especialmente cuando los argumentos que emplea fueron refutados hace ya mucho tiempo.

Harari va más allá de negar la existencia del libre albedrío, y aduce también argumentos de que ni siquiera poseemos un “yo individual». Este es un problema para el humanismo liberal porque aparentemente éste presupone que «todos tenemos un único, verdadero y auténtico yo, que es la fuente de todo significado y autoridad en el universo” (Homo Deus (2016), p.220. Harari no atribuye este punto de vista a ningún pensador humanista liberal).

Harari se refiere a las teorías originadas en la Neurociencia y la Psicología Económica para afirmar que la mente humana está formada por dos “yoes” diferentes: el que experimenta y el que narra. El primero representa nuestra conciencia del momento presente, y el segundo es una especie de narrador que trata de dar sentido al pasado y planear el futuro. Sigue una larga discusión sobre cómo el yo narrador utiliza la heurística simplista para evaluar las experiencias pasadas. Una de ellas es la regla del “fin del pico”, que nos lleva a sobrevalorar las experiencias si el pico o el fin de la experiencia fue particularmente intenso.

Las historias tejidas por nuestro «yo narrador» suelen estar llenas de contradicciones y agujeros en la trama, y Harari relata vívidos ejemplos históricos de que éstos pueden llevar a los seres humanos, por lo demás sensibles, a racionalizar terribles errores de juicio.

Está claro que se trata de una cuestión de gran interés pero difícilmente permite alcanzar la conclusión que pretende Harari, esto es,  que, cada uno de nosotros no es un individuo coherente con una identidad que persiste en el tiempo. Según Harari, las historias que constituyen nuestra identidad personal son ficciones, con el mismo estatus de verdad que Dios o el cielo. Pero deducir tal cosa es absurdo.

Que alguien cuente un relato incompleto y erróneo de cómo fue a una tienda a comprar, no significa que el relato no sea lo suficientemente preciso y se corresponda suficientemente con la realidad como para que no pueda ser tomado en serio. Al fin y al cabo, el hecho es que el que lo cuenta fue efectivamente de compras a una tienda. Todas nuestras creencias contienen errores, y que también los tengan nuestras creencias sobre nuestra identidad no debería sorprendernos. En cualquier caso, no debería conducirnos a creer que somos seres tan ficticios como Santa Claus.

Nuestros pensamientos no constituyen un sistema de ideas perfectamente consistente y coherente. Cada mente individual, al estar viva, contiene una cacofonía de hipótesis en competencia sobre lo que sucede dentro y fuera de ella. Pero esto no significa que no haya una sola persona unificada a la que pertenezca este complejo proceso. En efecto, conductas deliberadas y decididas sólo son posibles si el ser logra traspasar un cierto umbral de unidad de percepción y una comprensión suficientemente ordenada de la realidad.

En resumen, las extraordinarias afirmaciones de Harari de que carecemos de libre albedrío e incluso de yoes individuales coherentes simplemente no resisten el escrutinio.

¿La igualdad humana bajo amenaza?

Harari continúa argumentando que los avances científicos mejorarán notablemente las capacidades mentales y físicas de algunos seres humanos pero no de otros, lo que erosionará aún más la tesis del humanismo liberal según la cual todos los seres humanos son moralmente iguales.

Para darle sentido a esta afirmación, primero debemos aclarar lo que Harari entiende exactamente con “igualdad” en este contexto. Harari piensa que, para ser un humanista liberal, hay que creer que todos los humanos, y todas las experiencias humanas, son igualmente valiosas. Una vez más, Harari no hace referencia a un solo filósofo que haya defendido exitosamente semejante posición. Porque es evidentemente ridícula. Por supuesto que algunos seres humanos ofrecen más valor al mundo que otros, y por supuesto algunas experiencias humanas son mucho más significativas que otras.

La verdadera cuestión, a la que los humanistas se han enfrentado durante siglos, es la del significado del concepto de igualdad moral para todos los seres humanos. Más concretamente, si es posible concebir a todos como moralmente iguales cuando se tiene conciencia de que unos y otros individuos son sustancialmente desiguales.

Una respuesta aceptable a esta pregunta es la que afirma que todas las personas gozan de los mismos derechos. Es decir, los seres humanos individuales deben ser tratados de manera similar, al margen de cualquier diferencia arbitraria (como la raza, el género o la orientación sexual). Nótese que esto no significa necesariamente que atribuyamos el mismo valor a la vida de Stephen Hawking que a la de Osama bin Laden.

Dicho esto, hay un sentido profundo en el que puede afirmarse que casi todos los seres humanos son equivalentes en valor: todos comparten una capacidad cognitiva básica para comprender las afirmaciones verdaderas hechas por otros y ajustar sus creencias en consecuencia. Esta capacidad compartida de “racionalidad” separa como un abismo tremendo a los humanos de las demás formas de vida conocidas. Las diferencias relativamente menores entre los seres humanos racionales son eclipsadas por la diferencia entre un ser humano racional y un animal no racional.

Esto es lo que muchos dicen cuando se refieren a todos los humanos como “iguales”: estamos igualmente bendecidos con una naturaleza racional (como lo expresó Aristóteles), a pesar de nuestras diferencias relativamente triviales en inteligencia, competencia y apariencia.

Ahora que hemos aclarado lo que un humanista liberal sensato podría entender por “igualdad”, podemos entender por qué Harari piensa que su versión de la igualdad está amenazada debido a los avances de la biotecnología.

Por supuesto, a medida que las tecnologías de mejora humana continúan progresando, los seres humanos pueden llegar a ser sustancialmente menos iguales en cuanto a capacidad o destreza. La pregunta es: ¿por qué esto habría de importar? Históricamente, todas las innovaciones, desde los analgésicos hasta las vacunas y los teléfonos móviles, comienzan como un privilegio para los ricos, pero con el tiempo se vuelven baratas y generalizadas, a medida que las empresas compiten por venderlas a un precio más bajo y con mayor calidad, o los gobiernos las distribuyen universalmente.

Pero no, esta vez será diferente, nos advierte Harari. Mientras que las biotecnologías anteriores estaban destinadas a curar a los enfermos, es decir, trataban de llevar a todos a un nivel normativo igualitario de “salud”, la biotecnología del futuro tendrá como objetivo mejorar las capacidades humanas, aparentemente sin límites. De forma inacabable y estableciendo constantemente nuevas bases de referencia.

Pero eso no implica que las personas serán más desiguales con el paso del tiempo, ya que los más pobres seguirán siendo más inteligentes y capaces a medida que baje el precio de la última innovación. Y no será en interés de “la élite” inhibir el progreso de los pobres, ya que necesitarán una población cada vez más inteligente y productiva para comprar sus productos cada vez más sofisticados (incluyendo creaciones artísticas), y para asegurar que la gente pueda ganar el dinero para pagar por estos productos.

Este punto contradice la preocupación de Harari a lo largo de todo el libro de que una gran parte de la población se quede atrás y pierda todo su valor a los ojos de la élite. Olvida que a todos nos interesa que estas biotecnologías aprovechen a todos. Es decir, beneficiarán a todos.

A medida que nos embarcamos en la siguiente fase de la mejora humana, la sociedad seguirá estando formada por seres humanos más y menos competentes. Lo que importa, y lo que los humanistas liberales han argumentado en general históricamente, es que todos nos tratemos con el mismo respeto. Esto significa considerar a los demás como agentes libres e individuales que tienen el derecho a perseguir su propia concepción del bien, bajo igual protección de la ley.

El significado del humanismo liberal

En su fascinante libro Nothing is True and Everything is Possible (2015), Peter Pomerantsev relata su trabajo como productor de televisión en los más altos niveles de los medios de comunicación controlados por el Estado ruso a principios de la década de 2000. En un momento dado, le pregunta a un miembro de un grupo juvenil pro-Kremlin cómo se define políticamente. Este contestó sonriendo: “Soy liberal. Puede significar cualquier cosa”.

Del mismo modo, para dar base sus muchos argumentos provocativos, Harari también necesita retorcer el humanismo liberal en una forma históricamente irreconocible. Al hacerlo, reconstruye lo que cree que son los principios básicos de la doctrina filosófica, y los ataca vigorosamente. Esto a su vez erosiona la estabilidad de su significado real, lo que deja espacio para interpretaciones menos honestas y más siniestras.

Esto nos lleva quizás al error más importante y persistente del libro. Este consiste en la acusación espuria que Harari hace continuamente de que el humanismo liberal es “solo una religión más” llegando a decir, en un momento dado que los cruzados medievales y los liberales modernos sufren del mismo delirio (Homo Deus, p.304).

Para sostener tal cosa, Harari adopta la frustrante táctica de ignorar la definición común del diccionario de “religión”, que requiere creer en algún tipo de ser sobrenatural. Por el contrario, debilita esta definición para que sea una creencia en “cualquier cosa que confiera legitimidad sobrenatural a las estructuras sociales humanas”. Así puede calificar con seguridad al humanismo liberal como una religión, porque sus seguidores creen claramente en un sistema de leyes morales que no fueron inventadas por los humanos (y que por lo tanto son de carácter “sobrenatural”).

De hecho, los humanistas liberales sostienen mayoritariamente que hay verdades morales por descubrir, en concreto, verdades sobre los mejores y peores modos de organización social, que no han sido arbitrariamente inventados por seres humanos.

Se podría decir que el humanismo liberal asume la existencia de hechos morales “sobrenaturales”, es decir, respalda una especie de sobrenaturalismo ético. Sin embargo, esto no implica un sobrenaturalismo epistemológico que implicaría que sólo un ser sobrenatural puede comprender verdaderamente qué afirmaciones morales son verdaderas o falsas. Esta creencia es lo que distingue a la mayoría de las religiones de otros sistemas de creencias: postulan la existencia de un ser con una mente fundamentalmente superior a la nuestra, cuyos dictados morales a su vez están, en última instancia, más allá de nuestra comprensión. Por eso es necesaria la obediencia ciega a tales seres, no tenemos otra opción que someternos a su sabiduría superior, en lugar de llegar a una comprensión independiente de la bondad inherente a sus mandamientos.

Por eso, los primeros humanistas liberales se definieron precisamente en términos de su resistencia a una obediencia tan ciega. El lema de la Royal Society cuando se fundó en 1663 era “nullius in verba (en la palabra de nadie). Del mismo modo, el gran reto para la humanidad del filósofo del siglo XVIII Immanuel Kant fue “sapere aude”: atrévete a saber.

Enturbiar esta frontera entre el sobrenaturalismo ético y epistemológico, permite también a Harari aducir que mientras que las declaraciones de hechos pertenecen a la ciencia, todas las alegaciones éticas pertenecen a la esfera de lo religioso, lo que conecta con la concepción de los “magisterios no superpuestos” del difunto Stephen Jay Gould según la cual la ciencia y la religión se ocupan simplemente de diferentes tipos de conocimiento.

Pero un relato humanístico liberal más sensato pasa por afirmar que las alegaciones científicas y éticas son, ambas, intentos de alegaciones fácticas, sobre la realidad, de modo que la distinción relevante es entre los modos discursivos racionales e irracionales sobre tales afirmaciones. Los participantes en los discursos racionales tienen como objetivo último descubrir y eliminar los errores en sus ideas (es decir, la búsqueda de la verdad), mientras que los que emprenden discursos irracionales tienen un objetivo último diferente: descubrir y seguir la voluntad de un ser superior, o lograr algún resultado o arreglo político ideal.

Harari malinterpreta sistemáticamente la posición humanista liberal sobre la Ética, afirmando que quienes la siguen creen que las personas eligen libremente sus valores, o lo que constituye el bien. No es verdad, no creen tal cosa. Creen que la gente es capaz de mejorar sus valores heredados a través de la libre participación en un discurso racional. Es decir, pueden descubrir valores que son objetivamente mejores que los preexistentes, en el curso de una investigación libre. Para ello se requiere la capacidad de criticar racionalmente sus creencias así como imaginar creencias alternativas.

Harari también malinterpreta el relato humanista liberal de la política, al afirmar que considera que el votante individual siempre tiene la razón. Es obvio, sin embargo, para cualquier humanista, por ejemplo, que muchos votantes alemanes en la década de los treinta del pasado siglo estaban totalmente equivocados. La razón por la que los humanistas liberales propugnan que todos los individuos tengan un voto igual no es porque cada uno sea moralmente infalible, o incluso porque todos tengan el mismo valor. La razón es que se trata de un medio tosco pero eficaz para garantizar que una minoría no pueda esclavizar a la mayoría.

Sin embargo, es evidente que la democracia es un medio extraordinariamente inadecuado para garantizar que la mayoría no aplaste a una minoría. Por eso hablamos del liberalismo y la democracia como proyectos políticos relacionados pero distintos. Es posible tener una dictadura relativamente liberal, donde la libertad económica individual es sustancial bajo un gobierno no democrático (como en Chile en la década de los ochenta del pasado siglo), así como una democracia iliberal, donde las libertades individuales están restringidas pero la regla de la mayoría sigue funcionando (como en Venezuela hoy en día).

Por último, Harari malinterpreta el relato humanista liberal de la estética. Los humanistas liberales no necesitan sostener, como él dice, que la belleza es totalmente subjetiva o arbitraria, y que no hay diferencia objetiva entre los tambores tribales y una sinfonía de Mozart. Es posible criticar el arte de todas las formas, e imaginar maneras en que podría ser mejor. Cuando oímos una nota musical que no es del todo correcta en una nueva canción, o cuando vemos un agujero en la trama del último thriller de ciencia ficción, estamos participando en un discurso racional sobre el arte. Los artistas intentan realmente descubrir lo bello, al igual que los científicos intentan descubrir los principios de la naturaleza, y los teóricos políticos y sociales intentan descubrir mejores principios de organización social.

Al tergiversar sus principales alegaciones metafísicas y éticas, Harari ha perdido una oportunidad de comprometerse con el mensaje básico del humanismo, y ha proporcionado inadvertidamente munición para ideologías alternativas y agresivas. El historiador A.P. Norman ya ha acusado a Harari de agrupar al nazismo y al estalinismo bajo la bandera del “humanismo”, simplemente porque también buscaban reemplazar la autoridad tradicional de Dios por la de los seres humanos. Lo que importa es lo que nosotros, como humanidad, hagamos con esa autoridad. Hitler y Stalin se definen por su total incumplimiento de un deber moral humanista esencial: tratar a todos los seres humanos individuales como fines autónomos en sí mismos, igualmente dignos de respeto y dignidad.

Por supuesto, Harari, como todo el mundo, es libre de usar palabras como “humanista” como quiera. Pero al combinar semánticamente el humanismo liberal con otras ideologías peligrosas, dificulta innecesariamente la defensa de la primera.

El inevitable ascenso del “datismo”

Hacia el final del libro, Harari afirma que a medida que el humanismo liberal entre en decadencia, surgirá una nueva ideología en su lugar, a la que él llama “datismo”.

El contenido exacto del “datismo” es bastante difícil de precisar. Harari lo describe como la teoría de que “todo es flujo de datos” (Homo Deus, p. 367). El valor de un ser humano deriva, pues, de su contribución a este flujo de datos, presumiblemente por la rapidez con la que se puede responder a los correos electrónicos. Lo que se sigue del datismo es que los algoritmos informáticos serán capaces de comprender y satisfacer nuestros deseos mucho mejor de lo que jamás podríamos hacerlo a través de la introspección. El punto clave es que las instituciones del liberalismo político y económico se volverán totalmente redundantes, como medios inferiores para lograr el fin de la satisfacción óptima de las preferencias.

Harari afirma que el datismo está aumentando entre los que dirigen Silicon Valley. Pero una vez más, no se molesta en referirse a nadie más que tenga este punto de vista. Esto se debe a que el “datismo” no es más que la realización distópica de su propia negación del libre albedrío, de los yoes individuales y de la igualdad moral humana.

Puesto que todos estamos fundamentalmente compuestos por algoritmos bioquímicos, Harari afirma que las máquinas cada vez más inteligentes pueden ser capaces de realizar esos subprocesos mucho mejor de lo que jamás podríamos hacerlo a través de la deliberación y la elección conscientes. En este punto, Harari tiene razón: si todos nuestros subsistemas bioquímicos no son nada más que la suma de sus partes, estar esclavizados por algoritmos sería una idea excelente. Sería mucho más sensato que “pensar por nosotros mismos”, por muy tonta que sea la ficción.

Harari concluye Homo Deus con una súplica a medias para evitar el destino datista: “conócete a ti mismo”. Esta es una sugerencia sabia, al igual que su defensa de la meditación mindfulness (de concentración plena) como un medio valioso para hacerlo. Pero sigue siendo una demanda extraña, dados sus vigorosos intentos anteriores de desmantelar todo el concepto de un yo que podría ser objeto de conocimiento.

Una sugerencia mejor sería conocer el humanismo, sin el cual estaríamos de vuelta en la edad oscura, clamando a dioses imaginarios para salvar nuestras miserables almas.


Publicado originalmente en inglés en Medium

Traducción de Carlos Salas