Por Pablo de Lora
Extracto de «Lo sexual es político (y jurídico)» Alianza, Madrid, 2019, en prensa
Han corrido ríos de tuits y comentarios en Facebook a propósito del anuncio del ayuntamiento de Murcia publicado en el BOE de 16 de enero de 2018 y que reza: «Realización del programa de desratización y desinsectación del municipio de Murcia, con perspectiva de género» (se puede consultar aquí). No es la primera vez que la aparición de este sintagma – o alguno semejante como “enfoque de género”- en el BOE causa una indisimulada perplejidad: en su Resolución de 4 de noviembre de 2010 de la Presidencia de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (BOE de 20 de noviembre de 2010) aparecía la concesión de una ayuda de más de 400.000 euros a la Fundación del Valle para desarrollar un proyecto de cooperación con título:“Incorporar la problemática de género en la producción acuícola y el acceso al pescado de calidad para el desarrollo sostenible del sector en Camboya”. También el denominado “impacto de género” se ha erigido como una importante dimensión en el diseño de políticas públicas, y así se consagra con carácter general en la Ley 30/2003, de 13 de octubre, sobre medidas para incorporar la valoración del impacto de género en las disposiciones normativas que elabore el Gobierno, y en la Ley orgánica 3/2007 de 22 de marzo para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, entre otras normativas.
El concepto “perspectiva o enfoque de género” parece afianzarse como una inevitable aproximación para conocer mejor fenómenos diversos y para informar la gestión y la política pública. Es indudable también que esa expresión se usa en sentidos diversos en la literatura (académica, normativa, política en general) y creo que merece la pena catalogarlos, para, una vez diferenciados, calibrar mejor cuánto rendimiento tiene, o ha de tener, el concepto en cuestión.
A mi juicio cabe distinguir, cuando menos, los siguientes sentidos de la noción “enfoque o perspectiva de género”: a) como razón o conocimiento “situado” o privilegiado; b) como recordatorio o indagación sobre las mujeres que han sido determinantes en el avance del conocimiento o en la lucha por la conquista social, pero injustamente ignoradas; c) como una forma de especificación o concreción de ciertos principios o nociones compartidas, y d) como toma en consideración de ciertas realidades o necesidades supuestamente distintivas de las mujeres.
La perspectiva de género como conocimiento “situado”:
En el número de 2017 de la revista Gender, Place & Culture, una revista académica de “geografía feminista”, Teresa Lloro-Bidart, profesora de la California State Polytechnic University, publica un trabajo con el título: “Cuando las ardillas “angelino” no comen nueces: una política feminista posthumanista de consumo a lo largo del Sur de California”. El trabajo parte de la constatación de que una determinada especie de ardillas, más reacias a alimentarse de la basura y convivir cerca de los humanos, fue introducida en determinadas zonas suburbanas de California desplazando a las especies autóctonas. Ese cambio demográfico en las ardillas, “… representa una oportunidad única para cuestionar y re-teorizar el presupuesto ontológico de la otredad que se manifiesta, en parte, mediante una política en la que las elecciones alimenticias del animal vienen a conformarse tanto por cumplimiento como por resistencia a las fuerzas dominantes en la cultura humana…” (la traducción, esforzada, es mía). Lloro-Bidart aprovecha ese fenómeno para confrontar las “teorías posthumanistas feministas” y las “ciencias de la alimentación (food studies) feministas” para demostrar que esas ardillas están sometidas a un pensamiento “generizado (gendered), racializado y especieísta” en los medios de comunicación como resultado de las prácticas de alimentación a las que se las somete.
En “Glaciares, género y ciencia: un esquema de glaciología feminista para la investigación sobre el cambio climático global” (Progress in Human Geography, Vol. 40, 2016, pp. 770-793), Mark Carey, M. Jackson, Alessandro Antonello y Jaclyn Rushing de la Universidad de Oregon, sostienen que un ámbito descuidado en el estudio de los glaciares y el cambio climático es la “relación entre género y glaciares”. Para ello proponen un esquema de glaciología feminista centrada en cuatro aspectos: (1) los productores de conocimiento, descifrando cómo el género afecta a los individuos al producir conocimientos sobre los glaciares; (2) ciencia “generizada” y conocimiento para afrontar cómo la ciencia de los glaciares y las percepciones sobre los mismos y la credibilidad de tales conocimientos dependen del género; (3) los sistemas de dominación científica para analizar cómo el poder, la dominación y el colonialismo han dado forma al conocimiento sobre los glaciares y (4) las representaciones alternativas que ilustran otros métodos y formas de presentar los glaciares.
En ambos trabajos late la idea de que es necesario adoptar un “enfoque de género” puesto que las mujeres conocen, piensan o saben “de otra manera”, uno de los corolarios del llamado “feminismo cultural”. En el ya clásico Women’s Ways of Knowing: The Development of Self, Voice, and Mind publicado en 1986 por Mary Field Belenky, Blythe McVicker Clinchy, Nancy Rule Goldberger, y Jill Mattuck Tarule, una obra fuertemente influida por las tesis de Carol Gilligan en psicología moral, se defiende que el desarrollo cognitivo en mujeres y hombres es distinto, y también los “estilos de razonamiento”. La razón impersonal, junto con la “duda cartesiana”, sería más lo propio de los hombres, mientras que un llamado “pensamiento lateral”, frente al “vertical” de los hombres, sería el típico de las mujeres, un pensamiento del que también participarían los negros y que resultaría más “inclusivo, relacional y espiritual” (Christina Hoff Sommers, Who Stole Feminism, 1994, p. 67).
Más allá de que las ciencias cognitivas acrediten o no estas especulaciones o descubrimientos (parece más bien que lo desmienten si atendemos a Steven Pinker, Better Angels of Our Nature, 2011, p. 342), la cuestión relevante es si tales “formas de conocer, pensar y razonar” constituyen una mejor forma de aproximarse al objeto que ha de ser conocido, o de avanzar en el conocimiento, o si verdaderamente puede defenderse que hay un acceso epistémico privilegiado por parte de las mujeres, o radicalmente distinto, de forma tal que el “saber de las mujeres” sea otro, frente a la imperante o dominante “ciencia masculina”.
Esta última consideración, una suerte de “solipsismo epistémico” de acuerdo con el cual pareciera que la experiencia, la perspectiva y el conocimiento estuvieran radicalmente situados en función del sexo o el género del sujeto cognoscente, y fuera intransferible, se ha defendido también como la lógica conclusión de entender que la ciencia es una construcción social y que la mayoría de los científicos son hombres. Sin embargo, esa forma de relativismo epistemológico se construye sobre bases endebles: la ciencia, se afirma, sería una construcción masculina porque se elige investigar unas cosas y no otras – en función de los intereses de los poderosos económica y militarmente- despreciando otros saberes ancestrales.
Es cierto que la investigación está motivada por intereses prevalentes y por consideraciones pragmáticas, pero eso no convierte al conocimiento científico en una empresa puramente subjetiva si por tal cosa queremos decir no sometida al implacable papel de tornasol de la posibilidad de repetir el experimento, compartir el conocimiento adquirido, confirmar o refutar las hipótesis etc.
Por otra parte, ¿cómo entender esos accesos únicos o privilegiados al conocimiento, esas experiencias o vivencias inefables, con el fácilmente constatable hecho de que esa “metateoría” o propuesta epistemológica es formulada también por hombres? ¿Por qué pueden escribir hombres sobre “cosas de mujeres”, o vindicar desde su posición masculina la visión de las mujeres? Tal cosa sólo es posible porque existe un lugar que trasciende a esos supuestos “enfoques” propios de un género u otro. Y pragmáticamente así cabe confirmarlo frecuentemente. Uno toma, por ejemplo, la revista Relaciones Internacionales publicada por el Grupo de Estudios de Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid, y encuentra que hay un número dedicado al feminismo en relaciones internacionales (número 27 de 2014-2015), y allí halla un trabajo “Los feminismos africanos. Las mujeres africanas <<en sus propios términos>>” donde se denuncia
“el carácter profundamente masculino de la disciplina”, un ámbito en el que ha predominado la metodología y epistemología de hombres blancos, occidentales y de clase media/alta. Se trata, dicen los autores, de “arrojar luz sobre los feminismos propuestos por las académicas africanas durante las últimas décadas… Acercarse a los feminismos africanos – prosiguen los autores- exige identificar y reconocer nuestra posición, ser conscientes del lugar desde el que reflexionamos. Escribimos desde Europa, cuna del poder colonial, del capitalismo y del individualismo. Asimismo, es necesario cuestionar nuestros propios conceptos feministas. Conceptos recibidos de un feminismo etnocentrista, blanco y burgués, que se ha construido como universal y ha declarado su validez y aplicabilidad para todas las mujeres”.
El artículo lo escriben Iker Zirioin Landaluze, un hombre blanco y occidental (profesor de la Universidad del País Vasco) y Leire Idarraga Espel, mujer, blanca y occidental (técnica en igualdad).
¿Debo seguir leyendo el artículo de Zirioin e Idarraga? Si lo hago es porque, a pesar de lo anunciado en el título y del conjunto de presupuestos epistemológicos y metodológicos que se asumen por los autores, los términos en los que se expresan las mujeres africanas (¿todas?) pueden haber sido válidamente mediados por Zirioin e Idarraga, quienes, como ellos mismos reconocen, tienen una perspectiva y situación muy distante a la de aquellas cuyas concepciones sobre el feminismo nos van a trasladar; y si me tomo en serio la apelación que los propios autores hacen sobre tales presupuestos: ¿para qué sigo leyendo? No hacerlo (y esperar a que una feminista africana y negra sea la que escriba en Relaciones Internacionales) sería, en el fondo, rendirles buen tributo. Pero entonces: ¿para qué escribieron el trabajo?
La vindicación de las científicas
Esta forma de subjetivismo epistémico es igualmente incompatible con otra de las frecuentes encarnaciones que adquiere la “perspectiva o enfoque de género”. En efecto: por tal cosa suele también comúnmente concebirse una justa reivindicación de quienes siendo mujeres contribuyeron de manera relevante al avance de la ciencia (entendida en sentido amplio) y han sido injustamente postergadas, o menos reconocido su papel histórico de lo que debiera. Repárese en que, como apuntaba, esta justa vindicación es directamente incompatible con el sentido anterior – la razón “generizada” o “situada”- de la que di cuenta en el apartado precedente.
No es que haya un “conocimiento o ciencia feminista” o un “saber de las mujeres”, sino que ha habido mujeres científicas, es decir, partícipes de la ciencia (sin apellidos), que han contribuido a los saberes (universales) y que deben ser más conocidas de lo que son y celebradas doblemente pues hicieron su labor en condiciones de ostracismo social, luchando contra el viento y la marea de los prejuicios. ¿Por qué merece un lugar más destacado en el panteón de la ciencia universal Rosalind Franklin, la químico inglesa? Se me antoja que no porque pensara “lateralmente” o “inclusivamente”, sino porque ayudó de manera relevante a desentrañar la estructura del ADN.
Esa vindicación es distinta a la de quienes por “enfoque de género en la ciencia” entienden el recordatorio de que la ciencia ha avanzado en buena medida sacrificando los intereses, la integridad y las vidas de muchas mujeres. El médico del siglo XIX J. Marion Sims, conocido como “padre de la ginecología moderna”, cuya estatua pretende ser desmontada de varias ciudades estadounidenses, entre ellas Nueva York, se valió de numerosas esclavas negras a las que usó como cobayas en su investigación; las células de Henrieta Lacks, una mujer negra y pobre de Baltimore, cultivadas sin su consentimiento, forman la línea celular más antigua de la que se dispone, con la que estudian miles de estudiantes de Biología en todo el mundo. Pero la ginecología no adopta “un enfoque de género” cuando, junto al estudio de los procesos clínicos que le corresponde, anexa esos recordatorios, ni tampoco la inmunología tiene un “enfoque de raza” si adjunta, a la explicación sobre la etiología del curso de la sífilis, la historia del ominoso experimento Tuskegee en el que durante décadas decenas de africano-americanos pobres de Alabama sirvieron, sin su conocimiento, y sin que les fuera administrado tratamiento antibiótico, de modelo para el estudio de la enfermedad.
En el ámbito de las ciencias sociales, algunas instituciones, conceptos o fenómenos exigen, para su más acotada y cabal comprensión, una mirada en la historia, una perspectiva que obviamente se topa con la subordinación secular de las mujeres, y de otras minorías, entre otras muchas claves historiográficas. Pero eso es distinto a que debamos adoptar un “enfoque de género”, sobre, pongamos, la institución de la sociedad mercantil, o sobre la noción de garantía real, o sobre la ley de la oferta y la demanda, más allá de saber, como ya sabemos, que los hombres han sido históricamente propietarios, accionistas y demandantes y oferentes en el mercado, y las mujeres protagonistas de la “economía doméstica”. Tener un enfoque de género en ese sentido no hace que la economía se convierta en “ciencia económica feminista” porque una economista dedique su investigación a indagar las razones de la llamada “brecha salarial”, o porque se proponga construir un modelo alternativo al capitalismo. ¿El veterinario que usa su ciencia en favor del bienestar de los animales explotados por la ganadería intensiva es un veterinario con “enfoque de especie”?
Enfoque de género como especificación de principios y conceptos compartidos
En la mayor parte, si no en todos, los usos que se encuentra de la aplicación del “enfoque de género” uno se topa con una “especificación” de un principio, concepto o regla general a las circunstancias del caso. Por poner un ejemplo ilustrativo: ¿cómo entender la noción de “alevosía” en el Derecho penal en los supuestos en los que el autor del homicidio en el ámbito doméstico es la mujer?
La alevosía es una circunstancia que, de concurrir, convierte al homicidio en un delito de asesinato. Uno de los modos en los que se considera que se ha actuado alevosamente es cuando el autor se prevale del desvalimiento de la víctima. Pero, ¿y si la mujer maltratada no puede sino ser alevosa dada su situación de inferioridad? El homicidio de las mujeres maltratadas a sus maridos maltratadores no debe, bajo esta perspectiva de género, ser calificado como asesinato. Así al menos lo defiende la penalista Elena Larrauri. Mercedes Pérez Manzano sostiene en cambio, y con razón, que habrá que calibrar el contexto de la acción, es decir, si ex ante la muerte del maltratador era o no posible o improbable sin alevosía. Alternativamente, Pérez Manzano, en aplicación nuevamente del enfoque de género, propone eliminar el requisito de la “actualidad” del ataque para poder apreciar la legítima defensa de la mujer que mata al marido, esto es, aplicar una suerte de “legítima defensa preventiva” que ya no opera como justificado medio para repeler una agresión sino para impedirla cuando se estima altamente probable que acontezca (Pérez Manzano, «Algunas claves del tratamiento penal de la violencia de género: acción y reacción«, RJUAM 34(2016) pp. 50-59). Tengamos en cuenta que, de admitirse la legítima defensa preventiva en estos términos, decaen las obligaciones de recurrir a medios más proporcionales como huir o acudir a la policía. Y es que el terror pudiera ser demasiado y esa exigencia excesiva.
Se trata, como ya anticipaba, de especificaciones de un concepto que resultan razonables en la medida en que puedan universalizarse, es decir, que trasciendan al género, que puedan hacerse también lo suficientemente “genéricas”, nunca mejor dicho, como para ser aplicables a cualquier individuo que reúna determinadas propiedades descritas con carácter general (vulnerable, desvalido, inferior dada la situación…) rasgos que son los que finalmente justifican en primer lugar las modulaciones en el caso de que la autora del homicidio sea una mujer.
Así concebida la perspectiva de género, dos corolarios salen inmediatamente al paso: no todas las mujeres serán ese tipo de individuo, y algunos de esos individuos serán hombres. No dudo que, estadísticamente, serán los menos, pero, en línea de principios, que haya hombres cuya acción de matar a su mujer no deba calificarse como asesinato porque la alevosía era inevitable, o sea calificable su acción como legítima defensa preventiva, no debería ser en absoluto descartable. Se trataría, en definitiva, de reverenciar la vieja máxima aristotélica que conmina a tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Bien puede ocurrir que en el ámbito doméstico a veces el desigual sea el hombre.
Políticas de la diferencia: ¿consolidar el género estereotipado?
Pero tal vez, al fin, el enfoque o perspectiva de género constituya en realidad la manifestación de una forma de “política de la diferencia”, por utilizar los términos de la pensadora feminista Iris Marion Young. Se trataría, en tal caso, de formas de “acción positiva” en la distribución de recursos en favor de las mujeres, o de exenciones al cumplimiento de obligaciones de carácter general por razón de pertenencia a una clase (el género femenino) lo cual podría incluir, por ejemplo, la suspensión o inaplicación de principios o garantías generales en su favor. Es típicamente el caso de la restricción del alcance de la presunción de inocencia de los hombres en los supuestos de violencia machista o de género.
En ocasiones, el “enfoque de género” ha dado pábulo en los tribunales a lo que, sin temor a exagerar, puede ser entendido como una prerrogativa por “razón de género” en el intento de “hacer justicia” más allá de lo que razonablemente se puede interpretar que se ha establecido en la ley.
Es el caso de la emblemática sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Canarias (de 7 de marzo de 2017) que resuelve el recurso de apelación de una señora a la que, en primera instancia, se le había negado la pensión de viudedad por no concurrir los requisitos establecidos en la legislación sobre la materia (artículos 174 y 220 de la LGSS).
La demandante había estado casada con el fallecido hacía más de diez años, el cual, después del divorcio, había vuelto a contraer nupcias, con lo que, en principio, la demandante no puede ser beneficiaria de tal pensión pues sencillamente ya no es la viuda. Sin embargo, la normativa establece una excepción: que la que fuera esposa hubiera sido víctima de violencia de género y así lo acredite mediante sentencia, archivo de la causa por extinción de la responsabilidad penal por fallecimiento, orden de protección, informe del Ministerio Fiscal, o cualquier otro medio de prueba admitido en Derecho. El Juzgado de primera instancia comprobó que no existía ninguna de esas resoluciones, ni ningún otro medio de prueba que acreditara la condición de víctima (las hijas habidas en el seno del matrimonio no quisieron nunca declarar) y denegó la pensión.
El Tribunal Superior de Justicia de Canarias, arguye, en cambio, que a la hora de resolver el asunto se debe integrar la “dimensión de género”, una dimensión que ha de llevar a los órganos jurisdiccionales a: “… adoptar interpretaciones jurídicas que garanticen la mayor protección de los derechos humanos, en especial los de las víctimas”. La impartición de justicia “con base en una perspectiva de género” (sic) implica en este supuesto incluir entre los medios de prueba que acreditan la condición de víctima la constancia de que la demandante ha acudido en varias ocasiones al servicio de información a la mujer del Instituto Canario de la Mujer y que en su día interpuso varias denuncias en la comisaría relativas a su situación matrimonial, antes y después de la ruptura (todas ellas fueron, sin embargo, archivadas o sobreseídas o se declaró la absolución del marido por parte de los juzgados que las tramitaron). Esa forma “flexible” (sic) de interpretar los “medios de prueba” lleva a la convicción del tribunal que la demandante de la pensión sí fue víctima de violencia de género y a fallar que la pensión que correspondiera a la viuda se reparta con la que fue anteriormente su esposa.
Esta forma de “uso alternativo del Derecho” en beneficio de las víctimas de violencia de género, viene alimentada, como he señalado, y se señala en la propia resolución del Tribunal, por un afán de “impartir justicia” teniendo en cuenta la perspectiva de género. En este supuesto, sin embargo, no hay un único “enfoque de género” sobre el tapete, y ni siquiera ese enfoque tendrá como consecuencia reparar una injusticia debida a la secular subordinación de las mujeres o hacer pagar a un maltratador que hubiera podido beneficiarse del “patriarcado institucional”; no, en absoluto, en este caso el resultado es que la viuda dispondrá de una pensión menguada. ¿Y su perspectiva? ¿No cuenta? ¿No sería plausible desestimar la demanda de la presunta víctima de violencia de género también bajo un “enfoque de género” que ponga a resguardo el interés de la viuda en cobrar la pensión? ¿Por qué esa no sería un tal enfoque?
O imaginemos que la exesposa que presuntamente fue víctima de violencia de género tiene una situación económica boyante, y en cambio la viuda no. Para satisfacer el interés de esta segunda adoptamos la perspectiva de género, pero el interés de la viuda es atendible bajo un, llamémosle, “enfoque de privación económica”. O supongamos alternativamente que la viuda es migrante, o negra, o discapacitada. ¿Podría resolverse el caso de manera contraria a como lo hizo el TSJ de Canarias si adoptamos un enfoque de “refugiada”, o de “raza” o de “diversidad funcional”? ¿Por qué triunfaría siempre el llamado “enfoque de género” en esos supuestos? Necesitamos, por tanto, una “perspectiva” de justicia más amplia, un enfoque imparcial que trascienda todas esas perspectivas. ¿Cómo, si no es desde un punto “arquimédico”, se resuelve semejante “interseccionalidad”? Cabe una alternativa: atenernos al ideal del imperio de la ley para embridar las acometidas justicieras de los tribunales, es decir, dejar que sea el legislador quien componga los intereses en liza.
En el ámbito prestacional del Estado, las políticas públicas con “enfoque de género” privilegian, como antes señalaba, a las mujeres por razones de justicia, bien para remediar agravios pasados o bien porque tratan de remover obstáculos particulares a su condición. Así ocurre si, por ejemplo, se destinan más fondos para prevenir el cáncer de mama que al cribado de cáncer de próstata, o si se otorgan permisos de maternidad más extensos a las mujeres o se les reservan cuotas para el disfrute de algún bien, derecho o recurso.
Así y todo, esos “enfoques” que suponen tomar en consideración las necesidades particulares o especiales de las mujeres, pueden contribuir, siquiera sea inadvertidamente, a la consolidación de esa misma “construcción social” del sexo que se denuncia. Es el supuesto, a mi juicio, del llamado “urbanismo de género”, es decir, la política urbanística informada por la existencia de la división sexual del trabajo y de supuestas – o reales – preferencias características de género.
Diseñar el espacio público de una forma “justa e igualitaria” implica obviamente componer intereses diversos – la personas mayores quieren aceras más anchas, los niños anhelan columpios, los jóvenes espacios deportivos, y todos, aunque razonablemente más las mujeres jóvenes, calles suficientemente iluminadas por las noches-, intereses que muchas veces correlacionan nítidamente con ciertas clases, describibles mediante propiedades genéricas, pero que otras veces atribuimos de manera sesgadamente esencialista. Por poner un botón de muestra suficientemente ejemplificativo: en el documento “Urbanismo con perspectiva de género” publicado por la Unidad de Igualdad y Género de la Junta de Andalucía se afirma que, habida cuenta de que son las mujeres las que tradicionalmente, y aún hoy, se ocupan mayoritariamente de los cuidados, el diseño del transporte a los lugares de esparcimiento infantil debe ser considerado como parte del capítulo “transporte al trabajo”, o lo que es lo mismo, si la preocupación del urbanista o planificador es la de facilitar los recorridos de los hogares al trabajo, no debe descuidarse el hecho de que las mujeres también realizan un “trabajo”: llevar a sus hijos al parque.
Diseñar las ciudades teniendo en cuenta lo que en el documento se categoriza como “cadenas de cuidados” es una forma de hacer más fácil la vida a los ciudadanos, pero llamar a eso “urbanismo con enfoque de género”: ¿no es una manera de solidificar odiosas atribuciones de roles por el mero hecho de ser mujer? ¿Sería arquitectura con “perspectiva de género” aquella que señalara que, como son las mujeres las que hacen la comida, en ninguna casa debe faltar una cocina? ¿No estaríamos en puridad construyendo disciplinas “con prejuicio de género”?
Ni el urbanismo, ni la arquitectura, ni la política pública en general es neutra “desde la perspectiva de género”, como se suele afirmar tantas veces como un mantra. Pero tampoco lo es desde ninguna otra perspectiva en lo que hace a sus usos que pueden perjudicar o beneficiar más o menos a clases definibles y diversas de individuos, no sólo a la clase compuesta por las mujeres. También las mujeres son heterogéneas en sus condiciones, y el diseño de la ciudad puede resultar favorecedor para las jóvenes más que para las ancianas, o menos para las mujeres migrantes que para las de ciudadanía plena, si resulta que en esas “cadenas de cuidados” son aquéllas las que, en un barrio determinado, se ocupan preferentemente de cuidar de los hijos de éstas.
Que para elaborar, al fin, los diseños de las políticas públicas – en urbanismo, y en otros ámbitos- se deba contar con formas eficientes de participación – que obviamente han de incluir a las mujeres- para conocer mejor los intereses de la ciudadanía no parece constituir un signo de identidad que singularice con alguna relevancia conceptual la noción de “enfoque o perspectiva” de género.
Coda
En el marco de los proyectos europeos de investigación del llamado “horizonte 20/20” de la Unión Europea, un grupo coordinado por la Fundació Institut de Bioenginyeria de Catalunya se ocupa en el desarrollo de herramientas para la terapia contra el cáncer basadas en una técnica conocida como “catálisis ortogonal”, un proyecto de investigación que ha sido dotado con más de 3 millones de euros. El consorcio incluye 3 socios, uno de los cuáles se ocupa de “minoría y género”, el Observatorio de Igualdad de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). De acuerdo con la información suministrada por la propia página web de la UAB:
“La Dra. Maribel Ponferrada Arteaga, técnica en materia de igualdad del Observatorio y especialista en género e investigación, será la encargada de llevar a cabo la formación sobre igualdad de género del proyecto, incluyendo tanto el abordaje de las desigualdades de género de la carrera académica como la integración de la perspectiva de género en los proyectos de investigación, y de este modo contribuirá a una formación integral de sus participantes y a su capacidad de realizar investigaciones innovadoras y con puntos de vista no androcéntricos” (cursivas mías).
Se concede, así, un proyecto de investigación en el que una parte de la investigación consiste en dar formación “integral” a sus participantes, es decir, en integrar la perspectiva de género en los proyectos de investigación. Esto parece implicar que esta investigación tan importante para mejorar en la terapia contra el cáncer ha podido ser financiada aún sin contar con la seguridad de que los investigadores puedan no tener “formación integral en género”, ni “puntos de vista androcéntricos”, ni que haya “una perspectiva de género integrada en la investigación”. ¿No será esta suerte de bucle melancólico una confirmación fatal de que para muchos ámbitos del conocimiento la perspectiva o enfoque de género es prescindible, así como el resto de tareas que se pretende acometer bajo el estandarte de la formación en igualdad de género?
@thefromthetree