Por Juan Antonio Lascuraín 

Si tuviéramos que resumir la historia de la decencia penal en cuatro eslabones, mencionaríamos las cuatro siguientes aboliciones: la pena de muerte, los castigos corporales, los trabajos forzados, la cadena perpetua. Esta historia acaba de dar un sorprendente salto involutivo con la introducción en el Código Penal de esta última, con el cosmético nombre de “prisión permanente revisable”. Tan involutivo es el salto que nos lleva a una época anterior a 1928, año en el que en que se elimina esta pena para así, leo textualmente, “permitir a la legislación española, tan calumniosamente tachada de cruel, ocupar puesto de honor entre las más humanitarias”. Si las razones saben de simetrías, asistimos entonces ahora a una reforma cruel, que nos situará entre las legislaciones penales menos humanitarias.

Pero no les quiero hablar de historia, sino de Constitución. Tan involutiva es la reforma que no cabe en nuestro amplio marco de principios y valores democráticos. Que es inconstitucional y que lo es por alguna o por la conjunción de las siguientes cuatro razones:

  • es una pena desproporcionada,
  • es inhumana,
  • es indeterminada,
  • y es contraria a la orientación resocializadora de la pena. 

Desproporcionada 

Frente a lo que nos dice la intuición respecto a una pena que se impone para delitos horrendos, se trata de una pena desproporcionada.

Según nuestro Tribunal Constitucional, desde la STC 55/1996, una pena supone un tratamiento desproporcionado de la libertad, entre otras causas, si responde al delito con una dureza innecesaria y si adolece de la flexibilidad necesaria para adaptarse a la concreta culpabilidad del autor del delito.

Como nuestro democrático punto de partida es la libertad, aborrecemos encerrar a las personas, privarles de la manifestación más elemental y primitiva de su libertad, algo que nos da lástima incluso respecto a los animales. En el Estado democratico cada pena de prisión, cada aumento de las penas de prisión, sólo se sostiene, sólo se justifica, por su utilidad para la libertad, para la convivencia. Porque previene conductas lesivas de los legítimos bienes individuales y sociales.

Y la carga de la prueba de que hace falta más pena recae en quien la propone. Existe una presunción de no elevación punitiva. In dubio pro libertate.

El legislador da ahora esta vuelta de tuerca en la dureza de nuestras penas con el presupuesto de que va a ser útil, de que va a prevenir mejor ciertos delitos que las penas actuales máximas de treinta años, que, en caso de concurso real de delitos, pueden llegar a una pena de cumplimiento de cuarenta años, que pueden ser además “íntegros y efectivos”, sin los acortamientos o la dulcificación que pudieran suponer los beneficios penitenciarios, el tercer grado y la libertad condicional. Sin embargo, como le reprochaba el Consejo de Estado al Anteproyecto del Ministerio, no se aportan datos ni de la necesidad de una pena más dura ni de su esperable utilidad. Y no se aportan datos frente a la evidencia de unas tasas de criminalidad que, en los delitos afectados, arrojan, en comparación histórica interna, y en comparación europea, una cifras bajas. Sólo una: en la Unión Europea España ocupa un sobresaliente vigésimoquinto lugar en tasas de homicidio.

Hay otro argumento crucial de desproporción. Y es la incapacidad de la pena de prisión permanente revisable para adaptarse a la culpabilidad del sujeto. Esta pena no es, como las demás, un marco adaptable a la culpabilidad del sujeto. Es una pena fija y sin alternativa. Es una pena de al menos 25 años que no admite atenuación o dulcificación. Es la misma pena para el asesino racista de Charleston que para la mujer inmigrante que pasto de la soledad y la penuria asesina a su hijo recién nacido.

Porque el que la pena vaya más allá de 25 años, incluso hasta su muerte, no depende de la culpabilidad, sino de la reinsertabilidad. Y con ello hemos dado un giro copernicano negativo a nuestra manera de entender el Derecho Penal. Ya no tratamos al sujeto imputable como un sujeto plenamente moral: cumplida la pena que demarcaba su culpabilidad nos arriesgamos a la libertad; le amenazamos con una pena, pero le dejamos en libertad.

Ahora no. No partimos de su libertad, sino que le privamos de la misma para controlarle, que es lo propio de los Estados autoritarios. En realidad, en la segunda fase de su condena, no le imponemos una pena. Le imponemos una medida de seguridad. Como a los inimputables.

Inhumana

Más importante aún que la desproporción de la prisión permanente revisable es su inhumanidad.

Afortunadamente el estándar constitucional de la pena inhumana está aún por construir. El adverbio se debe a que hasta ahora no ha habido decisiones legislativas que nos hayan llevado al cuestionamiento de si la pena era congruente con la dignidad del penado. Por la misma razón resulta pertinente otro adverbio: lamentablemente hoy sí asistimos a una pena que, cuando menos, como demuestra el que se haya puesto en la mesa del Tribunal Europeo, nos hace dudar de su humanidad.

Si, con el Tribunal Constitucional y con el TEDH estamos de acuerdo en que es insoportable, inconstitucional, la pena del Conde de Montecristo, el encarcelamiento de por vida (STC 91/2000, FD 9: “un riguroso encarcelamiento indefinido, sin posibilidades de atenuación y flexibilización”), habremos de acordar también que en la fórmula que ahora se propone es ésa una posibilidad. La prisión sigue si no se cumple una condición, la reinsertabilidad del preso. Se trata de una pena inhumana sometida a una condición cuyo cumplimiento eliminaría su inhumanidad. Pero lo propio de las condiciones es que podrían no cumplirse. ¿Qué diríamos de la constitucionalidad de una ley que incluyera la pena de muerte para el supuesto, condicionada a, que pasados veinticinco años el condenado no diera síntomas de rehabilitación? ¿Sería constitucional esta pena de muerte por ser condicional, por ser evitable? Lo mismo pasa con la cadena perpetua, con la prisión permanente. Aunque sea revisable.