Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Heath, Joseph, An Adversarial Ethic for Business or When Sun-Tzu met the Stakeholder, Journal of Business Ethics June 2007, Volume 72, Issue 4, pp 359-374
Comportarse moralmente significa
cumplir reglas diseñadas para reprimir el propio interés
cuando va en el interés de todos
que todos repriman sus propios intereses
Baier
En este trabajo, Heath utiliza los conceptos de cooperación y competencia para examinar las obligaciones morales. Su punto de partida es que
“las reglas que estructuran los sistemas de cooperación son significativamente más exigentes, desde el punto de vista moral, que los que gobiernan la conducta competitiva”.
En su opinión, mientras las “transacciones de mercado” tienen lugar en un marco competitivo (y, por tanto, las obligaciones morales son menos exigentes), las interacciones que tienen lugar en el seno de una organización (a las que llama “transacciones administradas” siguiendo a Williamson y su clasificación de las transacciones en el mercado y las realizadas en el seno de una empresa) son más exigentes desde el punto de vista moral.
Si, como decía Rubin los mercados son océanos de cooperación e islas de competencia y si, como se acepta generalizadamente, cualquier transacción voluntaria genera un beneficio (si no, no se realizaría), la cuestión de las “obligaciones morales” (o jurídicas) no se plantea de forma diferente en unas y otras transacciones. Quiero decir, esencialmente diferente. En ambos casos las partes de la transacción tienen que resolver dos problemas: el de llevar a cabo la transacción – si no se celebra y ejecuta la transacción no se realiza la ganancia esperada – y el de repartir la ganancia. Mientras que ambas partes tienen incentivos alineados para celebrar y ejecutar la transacción y elegir a la contraparte que permita vaticinar unos menores costes de celebración y ejecución o cumplimiento, las partes tienen intereses contrapuestos en lo que al reparto de la ganancia se refiere, puesto que ese reparto es un juego de suma cero donde lo que retiene el uno no lo recibe el otro.
La diferencia entre transacciones de mercado y transacciones “administradas” se refiere, más bien, a la intensidad de las constricciones externas que pesan sobre las partes en uno y otro caso. En el caso de las transacciones de mercado, el mecanismo de los precios elimina – en el caso de un mercado perfectamente competitivo – cualquier necesidad de cooperación explícita entre las partes de la transacción. En los mercados reales, sin embargo, las partes sufren costes más o menos elevados de celebración y ejecución de la transacción y han de negociar más o menos el reparto de la ganancia – la determinación del precio –.
Cuando una transacción se realiza en el seno de una organización, en realidad y como recordara Coase, no disponemos del mecanismo de los precios para orientar las actividades de búsqueda, celebración y ejecución de la transacción. A cambio, no tenemos que repartir la ganancia de la transacción porque ésta no se asigna a las partes, sino que se asigna a los titulares residuales o dueños del patrimonio sobre el que se materializa la transacción. En realidad, sí que podemos utilizar el mecanismo de los precios, pero no para cada transacción concreta, sino para conjuntos de transacciones (precio de la mano de obra, precio del capital, precio de la materia prima, precio de los productos que fabrica la empresa…).
¿Por qué entonces las transacciones en el seno de una organización son más “exigentes moralmente” que las transacciones en el mercado? Porque son más “discrecionales”, es decir, permiten a los que las celebran un margen de apreciación elevado creado, precisamente, por la ausencia de precios de mercado. Y no sólo son más discrecionales sino que se llevan a cabo por agentes, no por los principales, de manera que los intereses de los que actúan y los que soportan las consecuencias de esa actuación pueden no estar alineados. Los agentes tienen incentivos para retener para sí la ganancia de la transacción y cooperar entre ellos con la peor de las intenciones: repartirse el “botín” que correspondería al principal o lo que es lo mismo, coludir en perjuicio del principal.
¿Qué efectos tiene esta distinción sobre las obligaciones éticas de los individuos que realizan unas y otras transacciones? En las transacciones de mercado, que se realizan en un entorno competitivo, rige una “ética adversarial”, nos dice Heath, ética que es cooperativa en las transacciones realizadas en el seno de una organización. La ausencia de las constricciones que impone un entorno competitivo exige, en estas últimas, “much greater exercise of moral restraint”.
Continúa Heath diciendo que si todos los miembros de una Sociedad se autocontienen en la persecución irrestricta de su propio interés (cuando sea en el interés de todos que todos se repriman), la Sociedad estará mejor porque podrán obtenerse los beneficios de la cooperación. Las reglas morales permiten situaciones que generan sólo ganadores (win-win) y en ausencia de reglas morales, las Sociedades (Hobbes) decaen en lucha de todos contra todos una situación en la que sólo hay perdedores (lose-lose). Cuando algunos miembros de la Sociedad se comportan inmoralmente, tenemos situaciones en las que éstos ganan a costa de generar perdedores (win-lose). Es decir, las conductas inmorales destrozan la cooperación y convierten un juego de suma positiva en el que hay ganancias para todos (el juego de la cooperación entre los seres humanos) en un juego en el que, o bien hay ganadores (los que engañan, roban o matan) y perdedores (los que sufren el engaño y la violencia) o, finalmente, sólo perdedores porque la cooperación desaparece, el mercado colapsa y la Sociedad misma se disuelve.
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Competiciones deportivas y competencia económica
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Pero cuando hablamos de competiciones (deportivas, bélicas o de otro tipo) por oposición a competencia económica, hablamos de interacciones diseñadas para generar ganadores y perdedores. Y muchos equiparan las “competiciones” con el tipo de interacciones que se desarrollan en el mercado. De ahí que las interacciones en los mercados tiendan a verse como juegos de suma cero en el que siempre hay ganadores y perdedores. Sabemos que no es así, que son juegos de suma positiva en los que, con ciertos presupuestos, todos ganan. El error consiste en equiparar la competición deportiva – o bélica o la que se desencadena por encontrar pareja – con la competencia económica en un mercado.
Las competiciones deportivas o bélicas están diseñadas para maximizar la inversión de cada participante en aquellas capacidades que le permitan ganar. Dado que el premio es “fijo”, los participantes estarían mejor si se repartieran el premio sin competir. Porque lo invertido en incrementar las posibilidades de ganar (entrenar) es puro despilfarro, es una arm’s race. Dice Heath que utilizamos las competiciones porque, aunque sean juegos de suma cero para los que participan en ellas, generan externalidades positivas para la Sociedad.
En realidad, sería más preciso decir que, efectivamente, el objetivo de organizar la competición es generar un beneficio para la Sociedad y no para los participantes y que el premio no es más que el incentivo que paga la Sociedad a cambio de que los participantes se esfuercen. Pero, siendo más precisos, ¿en qué consiste esa externalidad positiva y en qué se diferencia de la que se obtiene mediante la utilización de los mercados y de la competencia económica?
Sabemos que la competencia económica en los mercados nos sirve para averiguar quién, de los que ofrecen un producto que satisface una necesidad de los consumidores, puede hacerlo al menor coste. Premiando al ganador, inducimos a todos a reducir los costes de producción de ese bien. Por tanto, podríamos decir que organizamos la competencia económica precisamente para averiguar quién es el que produce ese “bien” al menor coste. En el caso de las competiciones deportivas, de lo que se trata es de averiguar quién corre más rápido, regatea mejor o lanza más lejos una jabalina. Pues bien, la definición precisa del objetivo (determinar quién realiza esa actividad citius, altius, fortius) impide que, en una competición, se permita a los participantes innovar en cualquier sentido. Es más, innovar en una competición supone quebrar las reglas del juego, equivale a hacer trampas.
Por el contrario, en la competencia económica, el objetivo es el de satisfacer las necesidades de los consumidores a menor coste. Y, singularmente, el diseño de las “reglas del juego” de la competencia económica no incluye la prohibición de innovar porque cuando un emprendedor lanza un producto innovador al mercado está reduciendo el coste de cubrir las necesidades de los consumidores (ese coste era infinito previamente al lanzamiento del producto innovador porque la necesidad de los consumidores que ese producto satisface no estaba cubierta). De ahí la dificultad de utilizar la lógica de la competición en la competencia económica y, por ejemplo, sustituir el Derecho de Patentes por la concesión de premios a los inventores.
Lo más interesante tiene que ver con la utilidad y conveniencia de someter la competencia económica a reglas morales. En la competencia económica no hay reglas morales en el sentido de represión del propio interés que restrinjan la conducta de los competidores: todo está permitido salvo las conductas que impidan a los consumidores satisfacer una necesidad a menor coste del actual, que es el único objetivo de la competencia (usar la violencia, la coacción y el engaño). El “premio” en la competencia económica es el precio que pagan los consumidores por el producto. De esta forma, el sistema de precios garantiza que la competencia económica no genere una arm’s race (lo que ocurre con las competiciones deportivas o bélicas): los precios informan a los competidores acerca de cuánto han de invertir y cuándo deben abandonar la competición. Hablamos de competencia “destructiva” cuando el sistema de precios funciona tan mal, que no proporciona a los competidores la información suficiente – y de suficiente calidad – como para permitirles tomar decisiones racionales. Por ejemplo, si los precios de los insumos que utilizan los competidores no son conocidos, no hay garantía alguna de que no se estén consumiendo recursos más costosos que el premio – el precio – que paga el consumidor por el producto. Si los precios de esos insumos están distorsionados (porque los competidores los obtienen gratis cuando su producción es costosa, como ocurre con el aire limpio), el resultado de la competencia se distorsiona y no tenemos garantía de que aumente el bienestar social.
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Reglas morales en la vida en grupo y reglas morales en la competencia económica
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Como dijo Gauthier, no necesitamos reglas morales en la competencia económica. Es decir, no necesitamos restricciones a la persecución de sus propios intereses por los individuos porque los individuos no pueden dañar a ningún otro individuo. Las transacciones en un mercado competitivo son voluntarias y volenti non fit iniuria. Si permitimos a los competidores incendiar la fábrica del vecino o engañar, estamos fuera de la competencia económica y estamos en el marco de una competición bélica Recuérdese que Adam Smith formuló la más famosa metáfora de la Historia – la de la «mano invisible», añadiendo que siempre que no se infrinjan las «leyes de la justicia«.
Tampoco pueden dañar a la Sociedad en su conjunto porque los competidores no tienen poder para influir sobre los efectos sociales de la competencia. O sí, pero para eso necesitan poder de mercado que sólo pueden obtener si están en posición de dominio o se cartelizan, esto es, coluden entre sí.
Aún más: las reglas morales son contraproducentes en la competencia económica.
Imaginemos que exigimos a los competidores que apliquen la Golden Rule y que, antes de reducir el precio de su producto, piensen ¿me gustaría que mi competidor – el gasolinero de unas calles más abajo – hiciera lo mismo, o sea, bajar el precio? Y, lo que es peor, el comportamiento moral de un competidor puede acabar con su expulsión del mercado si los demás no tienen estándares morales igualmente elevados (es decir, si los demás anteponen su propio interés al del cliente, el trabajador o el proveedor).
Heath considera, sin embargo, que eso no convierte a la competencia económica en un ámbito libre de reglas morales o donde la aplicación de las reglas morales ordinarias sea contraproducente sino, meramente, “un conjunto de exenciones muy específicas”, es decir, un permiso para no aplicar determinadas reglas morales. Pero este argumento no resulta convincente. Porque la regla moral de la que estamos hablando es la “golden rule”, no cualquier regla moral. Y es muy raro que el cumplimiento de la regla moral sea el que produzca el resultado nocivo para la Sociedad.
En realidad, Gauthier tiene razón porque las reglas morales como la golden rule no se diseñaron por la Evolución genética y cultural de los seres humanos para aplicarla a los intercambios en el mercado. Durante los cientos de miles de años en los que se imprimió en nuestro cerebro la golden rule como una buena regla para facilitar la cooperación en el seno de los grupos humanos (la de la reciprocidad, la de la mutualidad), los mercados no existían y tampoco existían los intercambios entre seres humanos. Los bienes se producían por el grupo para ser consumidos por el grupo. Es decir, el objetivo del “juego” en el seno de una tribu de cazadores recolectores no era descubrir quién podía cubrir las necesidades de los miembros del grupo a menor coste, sino cómo maximizar la producción de los bienes que permitían cubrir tales necesidades. En ese contexto, la golden rule es muy funcional (haz a los demás lo que quisieras que ellos te hicieran, o sea, contribuye a la producción común como querrías que los demás hicieran y abstente de las conductas que dañen la producción común como quisieras que hicieran los demás). Y lo es porque la posición de todos los miembros del grupo es intercambiable o casi intercambiable (hay muy poca especialización – salvo por sexos – y, por tanto, no hay intercambio). Es más, incluso en los escasos intercambios que tienen lugar en el seno de estos grupos, no rige la lógica de los intercambios que tienen lugar en un mercado competitivo. Cuando los miembros de una tribu intercambian cosas no recurren a la compraventa. Recurren a la donación. Y esperan una conducta recíproca del donatario porque éste tiene la obligación moral de corresponder. Los préstamos entre los miembros del grupo no responden a la lógica de la deuda que se contrae en un mercado competitivo. Responden a la lógica de la ayuda mutua: pide cuando necesites, presta cuando te sobre. Es imposible que se haya imprimido en nuestros cerebros una moralidad competitiva. Simplemente, no ha habido tiempo. Para un mundo de intercambios, necesitamos la motivación del interés propio porque sólo desde el interés propio podemos explicar por qué la gente intercambia y por qué ese sistema de intercambios puede expandirse y ser sostenible (Sen). Pero para lograr estos objetivos no necesitamos la moral que es necesaria en un grupo pequeño sometido al riesgo permanente de perecer.
La conclusión aparente es que no es muy útil
Comparar las obligaciones morales de un competidor con las obligaciones morales del miembro de una Sociedad
Heath afirma que, en el seno de una empresa, las relaciones entre los administradores y los accionistas (o sea, las relaciones en el seno de la sociedad o compañía titular de la empresa) se rigen, claramente, por los deberes morales que cualquier agente tiene respecto de su principal. Pero
¿qué sucede con los demás individuos afectados por las actividades de la empresa? ¿Qué sucede con los clientes, acreedores, proveedores o las comunidades locales? Una concepción de la ética de los negocios que se fija de forma muy estrecha en las obligaciones hacia los accionistas parece dar a los individuos (que deciden el comportamiento de la empresa) barra libre para comportarse como deseen en sus relaciones con esos otros grupos de afectados.
Heath rechaza rápidamente que los que deciden en nombre de la empresa tengan deberes de lealtad frente a los miembros de los otros grupos. Y no hay más que remitirse a las discusiones acerca del interés social para darnos cuenta de que tiene razón: los demás grupos de interesados están protegidos por sus contratos, no necesitan de los deberes fiduciarios de los administradores. Sin embargo, de nuevo, Heath no es suficientemente preciso. En su opinión, la existencia de contratos no es suficiente para negar la existencia de deberes morales – fiduciarios – de los que deciden por la empresa. Según él y según hemos expuesto más arriba, lo que justifica que reservemos los deberes morales de los administradores para los accionistas es que los demás interesados están protegidos por la competencia económica, por los precios.
“Las transacciones que tienen lugar dentro de la jerarquía que es la empresa, lo que incluye a los trabajadores y los accionistas (estos representados por los administradores) se organizan como relaciones agente-principal y, por tanto, están gobernados por la lógica de la cooperación. Esa es la razón por la que las obligaciones morales adoptan en estos casos la forma de obligaciones fiduciarias o cuasi fiduciarias… avanzar los intereses legítimos del principal. Las transacciones de mercado, por otra parte, están mediatizadas por el mecanismo de los precios y están gobernados en consecuencia por una lógica esencialmente competitiva. Las obligaciones morales tienen, en este contexto, un carácter adversario, porque el mercado requiere de una conducta no cooperativa para mover los precios hacia el nivel que promueve el uso óptimo de los recursos… las obligaciones morales correspondientes no pueden ser fiduciarias porque nadie tiene una obligación moral de avanzar los intereses de un oponente en un contexto adversarial…. no se sigue de esto que estas obligaciones sean menos estrictas, significa sólo que tienen una forma diferente”
Critica así a Gauthier (1982) al que acusa de desconocer que los mercados perfectamente competitivos – los que hacen innecesarias e incluso contraproducentes las conductas morales – no existen en la realidad – son sólo modelos. Pero esta crítica puede refutarse. Gauthier no desconoce que la competencia perfecta no existe, pero al igual que los economistas, cree que la lógica que deducimos de un mercado perfectamente competitivo es trasladable a los mercados reales, a los mercados competitivos “realmente existentes”. Dice Gauthier: «nuestra preocupación es mostrar que la moralidad no tiene cabida en un contexto o interacción ideal, no pretender que este ideal tenga una aplicación práctica directa».
El error de Heath es, como hemos expuesto, que la lógica de las reglas morales no se corresponde con la conducta deseable en los entornos competitivos. Los seres humanos no inventamos la moral para obtener las ventajas sociales de la competencia económica. La inventamos para obtener las ventajas de la cooperación en el seno de un grupo con el objetivo de maximizar la producción de los bienes necesarios para la subsistencia del grupo. Precisamente, lo que «inventamos» los humanos para relacionarnos con otros grupos de humanos – con «ellos» – fue la competición, el juego suma cero, la ausencia de reglas morales. El desarrollo moral de la Humanidad consistió, precisamente, en «inventar» un sistema – la competencia y la economía de mercado – que permitió mejorar la vida de grupos cada vez más grandes en los que los individuos se relacionan entre sí de manera que se logra dicha mejora de forma compatible con la coexistencia pacífica entre ellos. La aplicación por cada individuo de las reglas morales – anteponer intereses de otros a los propios – propias de grupos pequeños en los que no había intercambios, sería un desastre para el individuo «más moral» y conduciría a la Humanidad a la vuelta a la Economía de subsistencia. La competencia económica, sobre todo, permite a todos vivir mejor y es «el mejor instrumento conocido hasta hoy para lograr la solidaridad de todas las personas» (Karl Homann Die moralische Qualität der Marktwirtschaft y Karl Homann Competition and Morality; Andreas Suchanek, Business Ethics and the Golden Rule)
El gran avance fue extender el «arco de la moralidad» hasta que abarque a todos los seres humanos desde una situación en la que la regla moral era coopera con los miembros de tu grupo y odia a los miembros de otros grupos a una coopera con cualquiera. Y para lograrlo, obviamente, no basta con que nos dejemos llevar por nuestro propio interés. Nuestro propio interés en relación con los que no forman parte de nuestro grupo nos lleva a aniquilarlos y apoderarnos de todos sus bienes si podemos hacerlo. Pero una vez que la violencia se descarta y se construye confianza, las relaciones entre personas que no forman parte del mismo grupo pueden ser cooperativas, pero no pueden ser cooperativas en la misma forma que las relaciones entre los miembros de un pequeño grupo. Han de poder ser relaciones de cooperación anónimas. Las reglas morales que sostienen esa cooperación son muy diferentes a las que sostienen la relación entre los miembros de una tribu en un ambiente hostil (o de un pelotón militar).
Los seres humanos, gracias a la moralidad, pudieron sostener niveles de cooperación intragrupo muy elevados. Pero pagaron el precio de que «sólo» consiguieron subsistir. Las reglas morales correspondientes a las sociedades primitivas – esas en las que se formaron nuestra conciencia y nuestras reglas morales – no garantizan el florecimiento del grupo y la máxima expansión posible de la personalidad de los individuos que lo forman. ¿Es acaso extraño que el individualismo y la libertad de los individuos y el libre desarrollo de la personalidad de cada uno sólo se haya asentado muy recientemente como fundamento de cualquier Ética y, por supuesto, del Derecho?
Si se afirma que “el carácter adversarial de las transacciones de mercado no implica afirmar que los competidores pueden (en el sentido de “tienen derecho”) a comportarse sin constricciones morales” se afirma una falacia porque el significado de “constricciones morales” es distinto en uno y otro caso. Si la golden rule se aplica sin lugar a dudas en nuestra conducta moral cotidiana, resulta implausible que califiquemos de constricciones morales a las que pesan sobre los competidores cuando les prohibimos actuar de acuerdo con la golden rule (recuérdese el ejemplo de Heath del gasolinero que hemos expuesto más arriba). No puede aceptarse tampoco que
“pensar que la mano invisible del mercado elimina la necesidad de las conductas éticas en los negocios es como pensar que la estructura competitiva del deporte elimina la necesidad de conducirse deportivamente. el mercado no es un <<todo vale>> como tampoco lo es un deporte competitivo”
Como hemos dicho más arriba, la competición deportiva y la competencia económica tienen lógicas muy diferentes porque los objetivos sociales perseguidos con una y otra son también muy diferentes.
El objetivo y el interés de los dueños de una empresa es maximizar el valor de la compañía que administran o controlan y, en la persecución de ese objetivo sólo les está prohibido lo que les está prohibido por las reglas jurídicas que les son aplicables, es decir, por las normas legales y por las obligaciones asumidas contractualmente («the laws of justice» de Smith). Más allá de eso, comportarse consideradamente (con rücksicht) hacia los intereses no protegidos jurídicamente por una obligación a cargo de la empresa de terceros tales como trabajadores, medio ambiente, clientes, proveedores etc (lo que se conoce bajo la figura de la responsabilidad social corporativa) es un cálculo racional de las ventajas que tal comportamiento generará para el valor de la empresa. Si las empresas que son “buenos ciudadanos” valen más – como parece ser que ocurre – las empresas se comportarán como “buenos ciudadanos”, no porque tengan la obligación moral de hacerlo, sino porque les conviene, eso sí, tras un examen racional del propio interés. De ahí que los moralistas hablen de «enlightened self-interest» para referirse al de los actores que se dan cuenta de que la extensión de la confianza entre grupos humanos cada vez más grandes y menos conectados por lazos personales permite aumentar el bienestar de todos y que en la realización de este objetivo, la actuación individual de cada empresa puede parecer, a primera vista, como una actuación en contra del propio interés.
Como decimos, resulta que las empresas que cumplen sus contratos con trabajadores, proveedores, clientes y que son «buenos ciudadanos», valen más. Por qué valen más puede explicarse con la reflexión de Amartya Sen cuando dice que
“también la producción de bienes privados – por oposición a public goods – tiene un contenido importante de bienes públicos en el sentido de que el proceso de producción es típicamente una actividad conjunta – es producción en equipo – y la supervisión de los miembros de un equipo es costosa y, a menudo, incompleta y cada participante del equipo contribuye al éxito de la empresa en formas que no quedan reflejadas en las ganancias privadas que reciben cada uno de los miembros del equipo”.
En el “equipo” hay que incluir no sólo a los accionistas y a los administradores, sino también a todos los que forman parte de la empresa en sentido amplio, esto es, proveedores, trabajadores etc. Y todos ellos contribuyen al éxito de la empresa y reciben – a través de los correspondientes contratos – una retribución que, si se determinara en un mercado perfectamente competitivo se correspondería perfectamente con su aportación. Pero esos mercados no lo son, de manera que los propietarios de la empresa – los titulares residuales, los accionistas – harán bien en “cumplir de buena fe” los contratos con los demás miembros del equipo de manera que el objetivo de la empresa se logre en mayor medida lo que habrá de transformarse en un “pastel” más grande y un mayor “residuo” – un mayor valor de la empresa – que pueden retirar los accionistas. Que la empresa sea percibida como “un buen ciudadano” (que no contamina, que observa las leyes como se espera de las personas) no es más que parte del cumplimiento de esos contratos entre los que forman el equipo que es la empresa en sentido amplio y que conduce a aumentar el valor de la compañía. Simplemente, éste depende de que la cooperación sea exitosa y la cooperación exitosa requiere de confianza.
En otras palabras, las empresas no son mercados. Son grupos de individuos trabajando juntos. Y lo que conduce al éxito de los intercambios en un mercado no es suficiente para sostener la cooperación en el seno de un grupo. En el seno de un grupo hacen falta comportamientos morales (sacrificio del interés propio en aras del interés del conjunto), por lo menos, hasta que logremos producir los bienes y servicios que se intercambian en los mercados competitivos a través de puros intercambios de mercado, lo que significaría que habríamos podido prescindir de la producción en grupo. Esta reflexión es la que está en el origen de la teoría de la empresa que formulara Ronald Coase.
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