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Por Verónica García Acedo

 

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La «suspensión» de los términos y plazos procesales operada por la Disposición Adicional Segunda del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, suscitó entre los operadores jurídicos importantes debates interpretativos sobre su alcance. Entre otros, por la imprecisión a la hora de utilizar los términos de «suspensión» e «interrupción» de los mismos. Con la publicación en el BOE del Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, el ejecutivo aclaró que se trataba de una verdadera interrupción, de tal manera que

«[l]os términos y plazos previstos en las leyes procesales que hubieran quedado suspendidos (…) volverán a computarse desde su inicio, siendo por tanto el primer día del cómputo el siguiente hábil a aquel en el que deje de tener efecto la suspensión del procedimiento correspondiente» (artículo 2.1).

A la vista de lo anterior, la Secretaría Técnica de la Fiscalía General del Estado ha emitido un informe en el que afirma con rotundidad que el artículo recién transcrito

«despliega sus efectos en relación con todos los términos y plazos previstos en las leyes procesales, entre ellos y especialmente, los plazos que para la fase de instrucción prevé el artículo 324 LECrim».

Dicha interpretación, aunque encuentra un forzado cobijo en la más estricta literalidad del Real Decreto-ley, constituye una vulneración del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas, así como del principio de celeridad que ha de regir todo proceso penal, y por ello resulta inasumible desde una perspectiva tanto legal como constitucional.

 

El polémico artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal

 

El artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal fue modificado en el año 2015 para la introducción de «plazos máximos realistas cuyo transcurso sí provoca consecuencias procesales», en sustitución del anterior «exiguo e inoperante plazo de un mes». Con la reforma se introdujo, en esencia, el deber de llevar a cabo la fase de instrucción en un plazo ordinario de 6 meses, susceptible de prórroga hasta un máximo de 3 años (con la posibilidad adicional de fijar un nuevo plazo máximo), siempre y cuando concurran razones que lo justifiquen (lo que viene siendo interpretado por los tribunales, con carácter general, de manera ciertamente flexible).

No es nueva la controversia existente en torno a este precepto. Su derogación ha sido defendida por muchos: fundamentalmente, por las situaciones de impunidad que –según sus detractores– genera la imposición de límites temporales a la fase de instrucción. Sin embargo, el propio artículo 324 prevé, en su apartado 8, que «[e]n ningún caso el mero transcurso de los plazos máximos (…) dará lugar al archivo de las actuaciones si no concurren las circunstancias previstas en los artículos 637 o 641». Lo que el trascurso de los plazos máximos conlleva es la imposibilidad de acordar la práctica de nuevas diligencias de investigación, y la necesidad de tomar una decisión sobre la continuación o no del procedimiento. Por tanto, únicamente dará lugar al archivo de las actuaciones si de las diligencias practicadas en plazo no se desprenden suficientes indicios de criminalidad contra un investigado para justificar el paso a la siguiente fase. En otras palabras, y salvo contadas excepciones: la limitación de los plazos máximos de instrucción únicamente conllevará impunidad en caso de inactividad o falta de diligencia del órgano judicial, del Ministerio Fiscal (único legitimado para instar la declaración de complejidad) o de las acusaciones particulares o populares (en los supuestos de prórroga excepcional del apartado 4).

¿Se podrán dar casos excepcionales en los que, pese a la diligencia de todas las partes, la extrema complejidad de la instrucción dé lugar a impunidades? Si bien es cierto que la realidad es muy compleja, el legislador ha previsto –para los casos que así lo requieran– unos plazos máximos de instrucción muy amplios (36 meses), y los tribunales –insistimos– vienen interpretando los requisitos con cierta flexibilidad. El establecimiento de límites temporales máximos, cuyas prórrogas están sujetas a la concurrencia de determinados requisitos, lo único que impide es la prórroga injustificada de determinados procedimientos, alentando con ello la diligencia de las partes durante la fase de instrucción.

En todo caso, hemos de también de valorar lo que se encuentra al otro lado de la balanza: el derecho fundamental de todo ciudadano a que su causa sea decidida en un plazo razonable (artículo 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos). A un proceso sin dilaciones indebidas, tal y como se recoge en el artículo 24.2 de nuestra Constitución.

Ostentar la condición de investigado en un procedimiento penal conlleva gravísimos perjuicios y prejuicios en la vida personal, familiar y profesional (la conocida como «pena de banquillo») que no podemos ignorar. La concepción social de que –si se nos permite el refrán– «cuando el río suena, agua lleva» (inaplicable en la práctica penal) implica un gravísimo daño al honor de las personas y a su presunción de inocencia, hasta extremos de auténtica destrucción social y económica de una persona. Y no sólo en el caso de los «delitos primarios» (que atentan contra bienes jurídicos fundamentales tales como la vida o la integridad física y sexual); piénsese por ejemplo en un empresario investigado por estafar a sus clientes, o en los efectos que la imputación de una empresa cotizada puede tener sobre su valoración en el mercado. Pero es que, además, puede comportar la carga de soportar diversas medidas cautelares mientras se dilucida el objeto del procedimiento. La prisión provisional tiene sus propios máximos temporales, pero, ¿qué ocurre con el resto de medidas cautelares, tanto personales como reales? Un ejemplo clásico sería el bloqueo de la totalidad de cuentas bancarias de un investigado. Pero piénsese también en los graves perjuicios que una retirada del pasaporte, con prohibición de salida del territorio nacional, puede generar en un investigado con intereses personales o profesionales en el extranjero. Ambas situaciones quedan ilimitadas en el tiempo en la tesis favorable a la derogación de los plazos máximos de instrucción.

Algunos lo justifican en la ausencia de medios de la Justicia y en la saturación y el colapso de los Juzgados y de las Fiscalías, que cierta y tristemente son una realidad que no pretendemos obviar. Pero, ¿se puede legítimamente cargar a los ciudadanos con el deber de soportar las consecuencias, hasta tal punto de neutralizar con ello sus derechos fundamentales? ¿No es acaso la acotación temporal de la instrucción el mejor modo de impulsar el que se alleguen aquellos medios?

La fijación de plazos máximos de instrucción constituye una limitación al poder punitivo del Estado y una llamada a la diligencia de todas las partes que intervienen en un proceso. Se trata de acabar con las causas eternas, y de evitar que los ciudadanos puedan ser víctimas de una instrucción penal ilimitada en el tiempo y, muchas veces (pese a la prohibición de las investigaciones prospectivas), en el objeto.

 

Efectos del Real Decreto 463/2020 sobre los plazos máximos de instrucción

 

En todo caso, no pretendemos ahondar sobre los beneficios e inconvenientes de la limitación temporal de los plazos de instrucción, sino simplemente contextualizar la realidad subyacente a la interpretación que la Secretaría Técnica de la Fiscalía General del Estado hace del artículo 2.1 del Real Decreto-ley 16/2020 a este respecto. Según el informe de la Secretaría Técnica de la Fiscalía General del Estado,

«[e]ste artículo 2.1 del Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril de 2020, despliega sus efectos en relación con todos los términos y plazos previstos en las leyes procesales, entre ellos y especialmente, los plazos que para la fase de instrucción prevé el artículo 324 LECrim (…) Una interpretación auténtica, pero también literal, de la norma evidencia que la voluntad del legislador no es otra que volver a computar desde su inicio los términos y plazos procesales, es decir, por no tomar en consideración el plazo que hubiera transcurrido previamente a la declaración del estado de alarma. Esta previsión legal debe ser interpretada, por consiguiente, en el sentido de considerar anulado el cómputo del plazo de instrucción realizado hasta la fecha de la entrada en vigor del estado de alarma –cuyo dies a quo fue el del auto de incoación de diligencias previas–, «siendo por tanto el primer día del cómputo el siguiente hábil a aquél en el que deje de tener efecto la suspensión del procedimiento correspondiente» (artículo 2.1 in fine)».

 No podemos negar que una interpretación estrictamente literal del Real Decreto-ley podría llegar a amparar la interpretación de la Fiscalía. Pero las normas, además de «según el sentido propio de sus palabras» (que en este caso distan mucho de la claridad y precisión necesarias para no incurrir en inseguridad jurídica), también han de ser interpretadas «en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas» (artículo 3.1 del Código Civil). Debemos preguntarnos entonces: ¿cuál es el espíritu y la finalidad del Real Decreto-ley 16/2020 cuando prevé la interrupción y reinicio de los plazos? La intención del legislador parece ser la de simplificar el cómputo de los plazos procesales, y la de contrarrestar el efecto negativo que la crisis sanitaria pueda haber tenido a estos efectos sobre los ciudadanos, e incluso en los profesionales jurídicos.

Pero, cuestión distinta al reinicio de plazos para la interposición de recursos o la evacuación de traslados o requerimientos judiciales, es pretender –alegando un inexistente escenario de impunidad, y en contra precisamente de los intereses de los ciudadanos– aumentar artificialmente los plazos de instrucción acordados por el legislador de 2015, vía interpretación parcial de un Real Decreto-ley. El plazo transcurrido ha sido –o debería haber sido– de instrucción efectiva y, hasta la declaración del estado de alarma, las posibilidades de acordar diligencias de investigación transcurrieron con total normalidad.

Imaginemos una causa declarada compleja cuya instrucción se ha desarrollado en condiciones normales durante 16 meses, y a la que le restaban únicamente 2 meses para finalizar. ¿Por qué ahora esos 2 meses no son suficientes, y se necesitan otros 18 meses adicionales? Si el motivo que subyace a tal petición es el aumento de la actividad judicial que se avecina tras la reanudación de los plazos, o la dificultad para practicar diversas diligencias de investigación –de las que pudiera surgir la necesidad de acordar nuevas– en la «nueva normalidad», lo cierto es que existen vías para solicitar una prórroga de los plazos («cuando, por circunstancias sobrevenidas a la investigación, ésta no pudiera razonablemente completarse en el plazo estipulado» –artículo 324.1– o «por concurrir razones que lo justifiquen» –artículo 324.4–). Y, en los casos en los que no quepan más prórrogas, dese prioridad a la tramitación de las mismas. O búsquese una solución alternativa: amplíese, de forma justificada, el plazo de instrucción por un tiempo razonable para contrarrestar los efectos de la saturación judicial que se avecina, pero únicamente de las causas en esta específica situación. Lo que en ningún caso resulta justificado es ampliar, sin criterio ni justificación, los plazos de instrucción de la totalidad de las causas.

 

Conclusión

 

Los plazos de instrucción han de entenderse suspendidos durante la vigencia del estado de alarma, pues la actividad judicial se ha visto paralizada. Pero ninguna razón puede justificar su interrupción (con el consecuente reinicio de su cómputo), pues ello implicaría afirmar que el plazo transcurrido con anterioridad no sirvió a los fines de la instrucción, lo que sencillamente no se corresponde con la realidad.

El intenso debate existente en torno a la conveniencia o no de la limitación temporal de los plazos de instrucción ha de quedar al margen de la interpretación del Real-Decreto-ley 16/2020. Existe una Proposición de Ley para su derogación, cuya tramitación ya ha sido aprobada por el Congreso, por lo que habrá de esperarse al oportuno debate parlamentario. Lo que no se puede pretender, mediante una interpretación sesgada e interesada del Real Decreto-ley 16/2020, es tomar un «atajo» y con ello neutralizar el único mecanismo de control de la diligencia de las acusaciones, vulnerando por el camino derechos constitucionales. La propia Fiscalía deja entrever este «atajo» cuando afirma en su informe que «[d]e esta manera, el Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril de 2020, garantiza que el coronavirus COVID-19 no generará impunidad, a la espera de la derogación del artículo 324 LECrim, repetidamente solicitada por la carrera fiscal», dando –sorprendentemente– por hecho la inminente derogación del artículo.

En definitiva, dada la redacción actual del Real Decreto-ley 16/2020, la única interpretación posible que salvaguarda los derechos y garantías que se tratan de preservar con el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, es la suspensión –que no interrupción– de los plazos máximos de instrucción, que volverán a computar desde el término en que quedaron el pasado 13 de marzo de 2020.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo