Por Juan Antonio Lascuraín

 

Para desenredar en justicia un ovillo jurídico hay que seguir cuidadosamente los hilos conceptuales que lo forman. No es pequeño el que ha formado la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la inmunidad de Oriol Junqueras con la sentencia del Tribunal Supremo del procés. Su hilo principal es el que nos ayuda a etiquetar aquella resolución: la inmunidad. Ojo con este proteo que sirve para distintas categorías jurídicas. Al igual que en la vida, en la justicia penal se puede ser inmune a cosas distintas. Al menos, a tres. En primer lugar, las leyes penales pueden prescribir que ciertas personas no tengan responsabilidad penal por determinadas conductas delictivas. A esta institución, extremadamente excepcional, la denominamos en rigor “inviolabilidad”. La inviolabilidad más conocida es la de los parlamentarios “por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones” (art. 71.1 de la Constitución). Existen también normas, en segundo lugar, que impiden el enjuiciamiento penal de alguien si no es con la autorización de su colegio. Esto es lo que sucede también con los diputados y los senadores, que “no podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la cámara respectiva” (art. 71.2 CE). Y está, en fin, la inmunidad frente a la privación provisional de libertad, que, como en nuestra Constitución, cede para los parlamentarios de la Unión Europea “en caso de flagrante delito” (art. 9 del Protocolo sobre los privilegios y las inmunidades de la Unión).

Es esta última inmunidad respecto de Oriol Junqueras la que el Tribunal Supremo somete a consulta del Tribunal de la Unión. Y solo sobre ella, claro, se pronuncia el TJUE. Y lo hace en términos muy sensatos. Como la raíz de este escudo está en proteger a las cámaras de representantes de la alteración que podría provenir de las decisiones de detención del gobierno o de los jueces de instrucción, su cobertura debe funcionar desde el momento mismo de la elección del parlamentario. La inmunidad no espera a la adquisición formal de su condición como tal, porque la misma puede requerir determinadas formalidades cuya obstaculización a través de la detención es precisamente lo que se trata de precaver. La aplicación de esta doctrina sobre el momento de la adquisición de la inmunidad lleva al TJUE a afirmar que Oriol Junqueras era inmune desde que fue proclamado electo y que su desplazamiento al Parlamento Europeo para tomar posesión de su cargo y ejercerlo no podía impedírsele mediante su prisión provisional a menos que el propio Parlamento Europeo decidiera, a instancias del Tribunal Supremo, suspender su inmunidad. Qué decisión habría tomado la Eurocámara respecto a un acusado por rebelión o sedición para el que se solicitaban gravísimas penas y del que se postulaba riesgo de reiteración delictiva (por ello estaba provisionalmente en prisión) y con un duradero juicio oral aún en marcha, es una pregunta de derecho ficción cuya respuesta no es ni mucho menos obvia.

Sea como fuere, lo que dice el Tribunal Europeo es que las cosas se hicieron mal. Y la pregunta ahora, en el tejado del Supremo, es la de las consecuencias jurídicas de tal irregularidad. No puede ser una de ellas, desde luego, y la hipótesis me parece ya sonrojante, la anulación de la condena a Junqueras, pues el defecto de procedimiento pudo quizás afectar a su condición tempestiva de europarlamentario, pero en nada incidió en las garantías para la determinación de la conducta por la que fue condenado ni para su calificación como sediciosa y malversadora. Tampoco creo que el error deba determinar que se ponga ahora en libertad a quien está ya en prisión por una razón diferente y más sólida, cual es una condena penal firme que incluye además la inhabilitación de todo cargo público, incluidos los electivos.

Conviene recordar que la inmunidad lo es frente a la detención y no frente a la pena. Responde a una determinada ponderación entre la defensa de la composición del Parlamento y los fines procesales que persigue la detención, que no deja de ser una decisión provisional, no siempre judicial, generosamente discrecional y adoptada con información fragmentaria. La cosa cambia con la pena, que es nada menos que nuestra manera de prevenir de delitos. La pena es el fruto nítido de la ley – precisamente de la decisión del Parlamento – y se impone tras un proceso con todas las garantías, entre ellas la de la presunción de inocencia, que vela por que solo se condene al acusado por hechos que resulten plenamente probados, más allá de toda duda razonable.

Ni la detención es una pena, ni por ello la inmunidad puede convertirse en una inviolabilidad. Como sociedad podemos preferir que no se pueda detener a ciertos cargos para preservar nuestras instituciones democráticas, pero somos extremadamente reticentes a prescindir de la pena y por eso situamos en márgenes muy estrechos la inviolabilidad. No hay inmunidad frente a la pena, como lo confirma el hecho de que nuestras normas constitucionales, incluidas las europeas, renuncien a la inmunidad de detención en caso de “flagrante delito”. ¿Qué delito hay más flagrante en un Estado de Derecho que el afirmado en sentencia firme tras un proceso con plenas garantías?


Publicado en El País el día 24 de diciembre de 2019

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