Por Juan Antonio García Amado
Si hay una cuestión que aparentemente separa de modo radical a iuspositivistas y iusmoralistas es la de la ley injusta. En dicha cuestión urge diferenciar dos aspectos o preguntas independientes: cómo calificar, en términos de validez jurídica, la ley injusta, y cómo debe obrar el jurista y en particular el juez, ante o con la ley injusta.
Antes de entrar en el tratamiento detallado del tema, permítase una precisión. Asumamos como evidente que cualquier persona o grupo puede calificar en un momento dado una norma jurídica como justa o injusta. Mas también entendemos todos que hay una escala que va desde la norma cuya justicia nadie discutiría a aquella otra sobre cuya injusticia puede haber también gran acuerdo en un momento histórico determinado. Entre esos dos extremos de la escala, hay muchos grados intermedios y existen normas de las que sin duda una gran parte de la sociedad afirmaría su indudable justicia y otra su indiscutible injusticia. Bástenos, a día de hoy, pensar en una norma legal que permita en aborto voluntario dentro de los tres meses iniciales del embarazo.
En pro de la claridad y para no enredarnos simultáneamente con demasiados temas, aquí voy a suponer una norma (N) que reputarán como injusta la gran mayoría de las personas de bien.
Pensemos en una que autorice a las fuerzas de seguridad del Estado para el internamiento sin juicio y en campos de concentración de los miembros de un determinado grupo étnico o nacional o de un cierto partido político o de una confesión religiosa en particular.
Y, para que no tengamos que entremezclar también problemas intrasistemáticos o formales de validez, supongamos o bien que esa norma está en la cúspide formal de la jerarquía normativa del respectivo Estado, en la Constitución o equivalente, o que, siendo infraconstitucional, ha sido declarada válida por el órgano encargado del control de constitucionalidad, bien porque no ha visto antinomia con lo que la Constitución dice, bien porque se ha ponderado y ha salido que los principios que se ponen en el otro platillo de la balanza (seguridad ciudadana general, orden público, defensa del Estado…) pesan más que el derecho de los integrantes de tal grupo a no padecer dicho tratamiento. Si no nos apetece quedarnos en simples hipótesis teóricas, pensemos en la decisión del Tribunal Supremo de EEUU en el viejo caso Korematsu vs. United States, de 1944. Creo que puede verse como un caso de ponderación. Hechas tales precisiones, vamos al tema.
En el lenguaje habitual de la Teoría del Derecho, decir que una norma es válida es tanto como afirmar que es propiamente norma de Derecho, norma jurídica, y que lo es porque posee las propiedades o condiciones que, dentro del sistema jurídico de referencia, se exigen para que una norma sea Derecho y, por tanto, pertenezca al sistema jurídico de que se trate. No hace falta que aquí y ahora entremos en las complicaciones de la relación entre validez, vigencia y aplicabilidad de las normas en Derecho. Pensemos en una situación en la que N está formalmente vigente (no ha sido formalmente derogada, no ha caído en desuso y tampoco ha perdido su eficacia el sistema jurídico en que se inserta) y es aplicable, según sus términos, a los casos que se consideran.
Lo primero que llama la atención, pese a ser poco menos que indiscutible, es que un iuspositivista y un iusmoralista tanto pueden estar de acuerdo como discrepar sobre la justicia o injusticia de N, juzgando del asunto cada cual desde su sistema moral personal. Llamemos P al iuspositivista y M al iusmoralista. Las combinaciones posibles de coincidencia o discrepancia pueden retratarse así:
(i) P y M están por completo de acuerdo en que N es plenamente justa.
(ii) P y M están por completo de acuerdo en que N es plenamente injusta.
(iii) P estima que N es justa y M estima que N es injusta. Hay, pues, desacuerdo.
(iv) P estima que N es injusta y M estima que N es justa. Hay, pues, desacuerdo.
¿Es sorprendente lo anterior? En modo alguno. Sólo hay que acudir a los abundantes y variados testimonios de la historia. Hay positivistas que apoyaron la justicia de leyes que a muchos nos parecerán absolutamente inicuas y hay positivistas que las combatieron por injustas, igual que hay iusmoralistas que aplaudieron su justicia y otros que contra ellas lucharon por ser injustas, porque así las consideraban.
En todo caso, no sé si hay mucho equilibrio en las posturas que la historia enseña. En España y bajo el franquismo, y entre los iusfilósofos al menos, positivistas hubo muy pocos, si acaso uno o dos, y no consta que defendieran la justicia de las normas franquistas más incompatibles con la filosofía de los derechos humanos, por ejemplo. En cambio, la inmensa mayoría de los que como iusfilósofos o asimilados ejercieron en tiempos de Franco sí eran fuertemente iusmoralistas, unos como iusnaturalistas claros y confesos y otros bajo otros paraguas doctrinales. Y, de ésos, la gran mayoría apoyó la justicia de aquellas leyes de Franco y del sistema como un todo. Y en la Argentina de la dictadura feroz, por ejemplo, ¿cuántos iuspositivistas y cuántos iusmoralistas aplaudían o rechazaban la legislación y la práctica jurídica de los Videla y compañía? Hoy mismo, ¿son en su mayoría positivistas o antipositivistas los que con entusiasmo respaldan los ataques que ciertos regímenes autoritarios de América Latina están haciendo contra libertades y derechos fundamentales tan básicos como la libertad de expresión, la libertad de información, el principio de legalidad sancionatoria, el debido proceso, el derecho a un juez imparcial e independiente predeterminado por la ley, etc., etc.?
Sea como sea y salgan esas comparaciones como salgan, aquí lo que importa resaltar es que ni ser positivista equivale a que no se pueda considerar injustísima alguna norma jurídica, ni ser iusmoralista equivale que no se vaya a valorar como muy justa hasta la ley para muchísimos perfectamente aberrante. Se dirá lo que se quiera, pero los Frank, Schmitt, Schaffstein, Dahm, Eckhardt, Maunz, Koellreuter, Larenz, Henkel, Huber, Siebert, Forsthoff, etc., líderes de la doctrina jurídica del nazismo, antes de 1945 no sólo muy difícilmente podrían ser calificados como positivistas, sino que abominaban expresamente del iuspositivismo en los términos más radicales y se acogían, contra el positivismo, a los valores subyacentes al Estado y el Derecho alemanes, si bien esos valores que ellos sacaban a relucir no eran precisamente los nuestros de ahora.
Alguien puede pensar que si el iusmoralista es aquel que pone precisamente la justicia como supremo valor y salvaguardia del Derecho, garantía de que el sistema jurídico no se torne aberrante y descaradamente abusivo, es raro que un iusmoralista apoye la norma injusta. Pero, evidentemente, el iusmoralista no apoya la norma injusta, sino que apoya la norma que a él le parece justa. Cuando Tomás de Aquino respaldaba la justicia y necesidad de la esclavitud obraba, seguro, de buena fe y firmemente convencido de que sus conclusiones no eran inicuas ni equivocadas.
La gran mayoría de los iusmoralistas, si no todos, expresa o tácitamente se acogen al objetivismo moral. Esto es, piensan que existen y existen objetivamente las normas de la moral verdadera, que además pueden ser descubiertas por la razón de cada cual y con el adecuado método. Pero si asumimos el objetivismo moral, lo que tendremos que admitir es que a lo largo de la historia ha habido muchos iusmoralistas que objetivamente se equivocaron y tomaron por justo lo objetivamente injusto; al igual que no fueron escasos los iuspositivistas que acertaron, de modo que sus personales juicios sobre lo justo e injusto coincidían con la verdad moral objetiva. Esto es, ni el proclamarse con convicción objetivista en ética y antipositivista en teoría jurídica es garantía ninguna de decencia o acierto moral del sujeto, ni el decirse no objetivista en ética y positivista en Derecho equivale a que no se pueda acertar con la decisión y la valoración personal más justa de acciones o normas. Más justa a juicio de la mayoría o a nuestro juicio ahora mismo. Si comparamos las opciones morales que a lo largo de su vida tomaron, en muy diversos temas, un positivista confeso como Kelsen y un antipositivista declarado como Karl Larenz, seguro que nos vamos a sentir casi todos los de bien más cercanos a Kelsen que al arribista Larenz.
Si se permite la analogía, y tomándola en lo que valga, es como si comparamos, desde el punto de vista moral o de la justicia, las acciones de los creyentes y las de los ateos. Es de toda evidencia que ha habido grandísimos criminales ateos y grandísimos criminales con gran fe religiosa (pensemos, todavía, en tanto sicario con la imagen de la Virgen en su pulsera, o en tanto ladrón de guante blanco que llena ahora mismo las iglesias españolas), igual que han existido muy virtuosos y loables sujetos, con fe y sin ella, cuyo sacrificio por su prójimo y cuya generosidad sin tacha no admiten dudas. Volveré sobre esto.
Hablábamos del juicio de validez jurídica de normas como aquella del ejemplo y que llamamos N. Para el iuspositivismo, la validez de una norma de un sistema jurídico depende nada más que de las condiciones puestas por ese sistema jurídico, en las normas del mismo relativas a la creación, modificación y derogación de normas de ese sistema jurídico. Para el iusmoralismo, además de esas condiciones intrasistemáticas de validez, hay una más, y capital: la norma (radicalmente) injusta no puede ser jurídica, carece de validez como Derecho y, por tanto, jurídicamente no obliga a sus destinatarios a cumplirla ni a los jueces a aplicarla.
Dejemos de lado aquí también el tema de si puede un sistema jurídico poner entre las condiciones expresas de validez de sus normas, por ejemplo en la Constitución, la de que sean justas. Este asunto es el que da pie, dentro del positivismo, a los debates entre los llamados positivismo excluyente y positivismo incluyente.
Aplicada la diferencia a nuestro ejemplo, podemos decir que para P, el iuspositivista, N será norma válida si cumple con los requisitos internos de su sistema jurídico (órgano y modo de creación, no antinomia con norma superior, etc.), y lo será aunque P piense que es injusta o aun cuando, adscribiéndose P al objetivismo moral, esté convencido de que N es demostrablemente y objetivamente injusta.
¿Y qué pasa con M, el iusmoralista? M dirá que si N es injusta, o muy injusta, N no es ni puede ser norma jurídica válida. Porque para el iusmoralismo la justicia (o la no injusticia fuerte) es condición adicional de validez de las normas jurídicas. Bien, pero ¿qué sucederá si M piensa, con pleno convencimiento, que N es una norma objetivamente justa? Entonces afirmará que se satisface también esa condición de validez y que, dado el cumplimiento igualmente de las otras, de las intrasistemáticas o formales, N es norma jurídica plenamente válida.
En resumen, que para P, dadas las condiciones intrasistemáticas, N será siempre jurídicamente válida, pero para M sólo lo será cuando piense que es justa (o no fuertemente injusta). Aquí se capta ya de sobra una circunstancia desconcertante: si los iusmoralistas por regla general son objetivistas morales, ¿cómo es posible que consideren N, que es aberrantemente injusta, como norma justa y, por tanto, válida? Por una sencilla razón: la adscripción de un sujeto al objetivismo moral, como doctrina, en nada garantiza que ese sujeto no pueda sostener juicios de justicia horripilantes; o, en otros términos, que no pueda errar en sus juicios morales, por mucho que se pretendan muy objetivos. Bien objetivista moral es la Iglesia católica, con su iusmoralismo iusnaturalista, y hasta la propia Iglesia acabará admitiendo que se equivocó de plano cuando condenó por radicalmente inmoral el uso de pantalones por las mujeres, o como inválida por injusta la norma que permitía el divorcio, incluso en el matrimonio no eclesiástico. Y tantísimas otras, como la plena libertad de expresión, la información sin censura o la libertad sexual entre adultos que consienten.
Entre los positivistas son posibles y probables estos acuerdos:
“bien, estamos de acuerdo en que esta norma jurídica es válida; ahora debatamos si nos parece justa o injusta y, si lo segundo, veamos qué hacemos”.
Pero entre los iusmoralistas no caben así, ya que su acuerdo es sólo en la premisa abstracta: es inválida la norma injusta. Pero ante una norma en concreto, discrepan siempre, y mientras que el uno dice que es válida por justa y que hay, pues que cumplirla, ya que satisface la doble condición de validez jurídica y validez moral, el otro iusmoralista proclama que es injusta y por consiguiente ni es Derecho ni hay por qué acatarla. Todo iusmoralista pretende objetividad para ese tipo de juicios suyos, pero los iusmoralistas se encuentran en plena perplejidad y aporía cuando no se ponen de acuerdo sobre la justicia o injusticia de una norma o acción. Es evidente, para ellos, que alguno de ellos se equivoca, pero ¿cuál? Si deciden votando y por mayoría, usan un procedimiento formal para ellos bien impropio y que parece más apto para los positivistas.
¿Cabe que alguien sea al mismo tiempo objetivista moral y iuspositivista?
Cabe perfectamente. Llamemos S a tal sujeto. S, en cuanto objetivista, está convencido de que hay verdades morales objetivas y normas que las recogen, que son, pues, normas morales verdaderas o normas de la verdadera moral. S está, así, en las antípodas de cualquier forma de escepticismo o relativismo ético. Además, cree que esas normas de la moral objetivamente verdadera pueden ser conocidas mediante la razón humana, a base de buen método y esfuerzo honesto. Mas ese objetivismo de S para nada le compromete a dar el paso de sostener que la norma jurídica contraria a dichas norma morales objetivamente verdaderas no es en verdad norma jurídica, carece de validez y de obligatoriedad como Derecho. A S le basta perfectamente sostener que tales normas jurídicas son objetivamente injustas o inmorales, pero su objetivismo moral no le fuerza a aseverar que si son, así, contrarias a la moral verdadera, aquellas normas que pretenden ser de Derecho no son en verdad jurídicas.
S, entonces, será iuspositivista aun cuando en ética sea objetivista y cognitivista. ¿Por qué? Porque sin incoherencia ninguna mantiene que la norma N es a la vez jurídicamente válida y moralmente incorrecta, inmoral, injusta o muy injusta. Además, con tal postura de ningún modo vincula su acción de obedecer o desobedecer N. Lo único por lo que queda condicionada es por esto: si opta por no cumplir N, no podrá decir que su conducta es jurídica, sino que tendrá que admitir la antijuridicidad de su acción, acción que será, además y para él, la moralmente debida. Ningún iuspositivista, ni éste ni ningún otro, está por tal doctrina comprometido a dar prioridad a la norma jurídica sobre su conciencia moral, en cuanto base y guía de su acción. Es más, la historia más bien insinúa que, al menos en la época moderna, hay más desobedientes al Derecho entre los positivistas que entre los otros.
Ahora pensemos en el iusmoralista. Si lo que acabo de sostener (que es posible y no descabellado ser objetivista moral y iuspositivista) no es desacertado, se desprenden consecuencias interesantes. El objetivismo moral no es por sí razón determinante para ser iusmoralista. El objetivismo será, si acaso, una razón coadyuvante, no una razón determinante o suficiente. Entonces, el iusmoralista lo será por otras razones y su iusmoralismo deberá justificarse por otras razones. Son esas razones las que hemos de demandar al iusmoralista. En otras palabras, la tesis de que la norma jurídica N es objetivamente injusta no le bastará al iusmoralista para justificar su afirmación de que N no es norma jurídicamente válida.
De nuevo las combinaciones posibles. Sobre el papel, un sujeto S puede ser:
(i) Objetivista y iusmoralista.
(ii) Objetivista y iuspositivista.
(iii) No objetivista y iuspositivista.
(iv) No objetivista y iusmoralista.
Históricamente las combinaciones más frecuentes son la (i) y la (iii). La (iv) –no objetivismo y iusmoralismo- es la que encierra mayor complicación teórica. Sin embargo, también cabe. Sería el caso de quien sostenga que no es Derecho la ley injusta, pero para sustentar la justicia o injusticia de las normas formalmente jurídicas apele a una moral cuya objetividad es relativa a una determinada sociedad o a la moral subyacente a cada sistema jurídico. Podría ser este el caso de Dworkin. Pero, entonces, ese elemento de relatividad impide señalar la invalidez por injustas de las normas jurídicas que estén perfectamente en consonancia con la concreta moral subyacente al respectivo sistema jurídico. Por ejemplo, no sería inválida por injusta la norma que discrimine por razón de raza en un sistema de apartheid en el que el racismo de la ley se corresponda con el racismo de la moral social dominante en la población de ese Estado y que inspira y da sentido a su legislación. O sea, la moral social que da sentido y contenido a los principios subyacentes a ese sistema jurídico, una moral racista, haría que no pudieran tildarse de inválidas por injustas las normas jurídico-positivas que hacen ese sistema jurídico racista.
Pero situémonos en el caso más claro, el del objetivista moral pleno o clásico que es también iusmoralista. Llamémoslo nuevamente M. La pregunta decisiva es ésta: ¿qué razones tiene M para negar validez jurídica a la norma que, desde su objetivismo, tilda de objetivamente injusta?
Una primera razón puede ser de pragmática conveniencia. M puede mantener que, una vez conocida con objetividad la moral verdadera, los verdaderos contenidos objetivos de la justicia, será mucho mejor y más deseable una sociedad cuya organización, en lo que del Derecho depende, se corresponda con tal justicia; en suma, que una vez que sabemos cuáles son los contenidos justos del Derecho, esos son, obviamente, los contenidos deseables del Derecho. Pero esa no parece una razón decisiva para negar validez al Derecho injusto. A M su objetivismo le da buenos motivos para dos cosas: a) para no acatar, él, la norma jurídica injusta, aun cando sea válida; o, si M es juez, para negarse a aplicarla; b) para usar los medios de actividad política y social a su alcance para luchar en pro de la derogación o modificación de la norma jurídica injusta. Esas son valiosas razones para oponerse a tal norma, pero intelectualmente o “lógicamente” no fuerzan a negar validez jurídica a la norma. Además, dichas razones las puede compartir plenamente el iusmoralista con un iuspositivista que también crea en la injusticia de esa norma, ya sea un iuspositivista objetivista, ya sea un iuspositivista no objetivista. Pues, evidentemente, los no objetivistas también tienen sus convicciones personales sobre lo justo y lo injusto, aunque no den el paso de entender que sus convicciones sobre la justicia se correspondan con lo que la justicia objetivamente es.
Una segunda razón puede estar en que M, al negar validez a la norma injusta, quiera convencer a los ciudadanos y a los jueces para que no la cumplan y apliquen, haciéndoles ver que eso que cumplen y aplican en verdad no es Derecho. Así, lo que M en cierta forma pretende es ser “legislador negativo”. Pero en un Estado Democrático de Derecho ningún ciudadano está legitimado como “legislador negativo”.
Por muy convencido que M esté de la verdad objetiva de sus convicciones morales, ha de saber que su pretensión de ser “legislador negativo” es incompatible con la Constitución de un Estado democrático de Derecho y hasta con los valores morales subyacentes a esa Constitución.
Primero, porque las propias constituciones especifican qué personas y órganos están legitimados para anular por inconstitucionales las leyes que se opongan a los preceptos, los principios o, incluso, los valores constitucionales esenciales.
Segundo, porque M tiene que saber y sabe que, de hecho, convive con ciudadanos que creen en otros contenidos morales bien diferentes de los suyos; y que, además y sobre todo, allí donde las constituciones consagran como principio básico el del pluralismo, que es también pluralismo moral, y, correspondientemente, derechos como los de libertad de creencias, libertad ideológica, libertad religiosa y similares, ningún ciudadano puede arrogarse el derecho a, desde su personal moral, ser “legislador negativo”, pues lo será a costa y en contra de lo ciudadanos con creencias morales diferentes, incluso de ciudadanos que son objetivistas morales pero que tienen por moral verdadera una diferente de esa de M. Pues es un hecho incontestable no sólo el de la pluralidad de morales concurrentes, sino también este otro: que entre objetivistas morales, que creen que hay una sola moral objetivamente verdadera, existen discrepancias radicales acerca de cuáles son, en general o para casos concretos, los contenidos de la moral objetivamente verdadera.
Para evitar el desorden social consiguiente y hasta la “guerra” entre objetivistas morales, es para lo que las constituciones de los Estados de Derecho instituyen la democracia, la legitimación democrática de las normas jurídicas. Cuando M pretende hacer de “legislador negativo” no sólo va contra la legitimación democrática de la norma jurídica, sino que trata también de anular a los otros objetivistas morales que no comparten sus mismas creencias en los contenidos de la moral objetivamente verdadera.
Se dirá que no es para tanto y que M lo único que intenta es que entre todos se hable y se decida si la norma es justa o injusta y si debe cumplirse y aplicarse o no. A lo cual podemos replicar dos cosas.
Una, ¿acaso la democracia no consiste precisamente en ese diálogo y cuando M “invalida” la norma jurídica democráticamente legitimada no trata de anular los resultados de tal diálogo?
Dos, si M, a falta de acuerdo sobre la justicia o no de la norma, sigue manteniendo, desde su objetivismo, que es inválida, ¿no está negando lo que afirmaba sobre el diálogo, su carácter dirimente?
El objetivismo que hoy vemos entre los iusmoralistas es de dos tipos principales. Uno, el viejo modelo iusnaturalista. El otro, el que se corresponde con el llamado constructivismo ético. Refirámonos brevemente a éste.
El constructivismo viene a indicarnos que lo objetivamente justo para cada caso u ocasión no está predeterminado o preestablecido en ningún espacio ontológico u orden metafísico, sino que sería aquello que, en la situación de referencia, acordaría el auditorio universal, es decir, cualquier conjunto de seres humanos racionales, perfectamente informados y que argumentaran y decidieran con pleno respeto a las reglas de la argumentación racional. Por tanto, si M es constructivista, para establecer si la norma jurídica N es justa o injusta y si, en consecuencia, debe ser aplicada o inaplicada, no tendrá que guiarse por su personal convicción sobre lo justo, sino que habrá de imaginarse qué considerarían justo en ese caso aquellos sujetos ideales puestos en aquella ideal situación de diálogo perfecto.
El objetivismo de los constructivistas es sui generis, y bien diferente del de los iusnaturalistas, por ejemplo. El constructivista en realidad no puede decirnos qué considera objetivamente justo, sino que siempre habrá de empezar por respondernos así: espere a que en mi cabeza me represente qué consentiría como justo un grupo de sujetos que argumentan y razonan bajo condiciones que aseguran perfectamente la racionalidad del proceso discursivo y la imparcialidad del acuerdo resultante.
Lo malo y triste está en dos datos.
Primero, que siempre el constructivista llega a pensar que cualesquiera sujetos en condiciones argumentativas ideales acabarían concluyendo unánimemente que es justo lo que a él de mano le parecía justo.
Segundo, que entre quienes aplican o pretenden estar aplicando tal método constructivista para llegar a la verdad moral o verdadera y objetiva justicia para cada caso no suele haber acuerdo, sino desacuerdo. Más que nada, porque vaya usted a saber cómo puedo yo averiguar qué pensaría yo si en lugar de ser yo, con mis prejuicios y mi biografía y en mi particular tesitura, fuera yo un sujeto colocado en aquella situación ideal de diálogo y donde todos razonáramos de modo inmaculadamente imparcial.
Sea como sea, supongamos por un momento que con el método constructivista el sujeto M fuera capaz de hallar la solución justa y de saber con verdad si es conforme a la justicia objetiva la norma N o su aplicación a un determinado caso, el caso C. Podría decir M y podríamos decir nosotros que M conoce la solución justa sobre esa norma o tal caso de su aplicación. ¿Estamos racionalmente compelidos a aceptar que M tiene plena autoridad para negar la validez de N, en general o para ese caso C? Si así fuera, M podría afirmar que N no es norma jurídica o que no es conforme a Derecho aplicar N a C. En mi opinión, una cosa no se sigue de la otra.
De la verdad del enunciado “N es injusta” o del enunciado “N es injusta para C” no se desprende la verdad del enunciado “N no tiene validez jurídica” o del enunciado “Es antijurídica la aplicación de N a C”. Salvo, por supuesto, que asumamos la validez de una premisa adicional: la de que las normas jurídicas injustas no son jurídicas, no tienen validez como Derecho” o la de que la aplicación de una norma jurídica a un caso no es una solución jurídica, sino antijurídica, cuando es injusta la consecuencia jurídica de esa norma para tal caso. Así pues, o caemos en un razonamiento perfectamente circular o que pide el principio, o lo que el iusmoralista debe justificar es la verdad o corrección de esa premisa adicional, para lo cual no le valdrá simplemente afirmar, a modo de peculiar tautología, que lo que hace que no sea válida una norma injusta es que es injusta, o que lo que provoca que no sea conforme a Derecho la aplicación de una norma que provoque un resultado injusto es que el resultado es injusto.
Se podrá decir, frente a lo anterior, que en las mismas está el positivista, que tampoco puede justificar por qué es Derecho una norma jurídica o por qué es jurídicamente válida la aplicación de una norma a un caso. Pero, en su descargo, el positivista puede aducir que no es él quien aporta o se inventa la juridicidad de una norma o de una solución normativa de un caso, sino que él simplemente recoge y describe un hecho, un hecho social: que esa norma es, aquí y ahora y en este sistema social y jurídico-político, reconocida generalmente como jurídica, y por eso hablamos del problema moral que plantea tal norma jurídica; y que, por lo mismo, la sentencia que aplica tal norma jurídica es considerada sentencia, un tipo de acto jurídico, en lugar de un mandato o pretensión de otro tipo, y de ahí que para una sentencia cualquiera, una vez reconocida como tal, podamos preguntarnos si es justa o injusta, moral o inmoral. Subrayando, adicionalmente, que el reconocimiento de tales datos o hechos objetivos no es óbice, bien al contrario, para que cualquier norma o aplicación de ella puedan ser calificadas, desde el sistema de normas morales que se tome como referencia, como justas o injustas, o de económicamente convenientes o inconvenientes, si las “reglas” que consideramos son las de la economía, o de virtuosas o pecaminosas, desde el punto de vista de los mandamientos o reglas de una determinada religión, etc.
Me parece un excelente artículo, del maestro Juan Antonio García Amado. Sin embargo, creo que aún nos deja en la incertidumbre que si no existe una moral objetivamente establecida todo sistema de derecho estará sujeta al vaivén de los iusmoralismos de los jueces de turno.