Por Norberto J. de la Mata

Marcos (Ricardo Darín) le dice a Juan (Gastón Pauls) en la película de Bielinsky Nueve Reinas: “Putos no faltan, lo que faltan son financistas”. Aquí, financistas, para los corruptos, parece que no faltan. Sobra el dinero, depende para qué, y corruptores va a haber siempre. De lo que se trata es de evitar que haya corruptos (putos), no porque no haya dinero suficiente para pagarles, no porque no quieran, sino porque no puedan ni siquiera intentar serlo.

Algún autor ha reclamado para ello una tipificación autónoma de los delitos de corrupción política y la clarificación de su contenido. Para evitar confusiones terminológicas y dotar a los preceptos incluidos en ella de la respuesta penal que merecen conforme a la gravedad de su injusto. No creo que haga falta.

No puede afirmarse que no se disponga de un arsenal punitivo suficiente para luchar contra la corrupción. Ya no tenemos lagunas punitivas, que sí han existido en otras épocas.

En el ámbito penal son varias las medidas que se han ido tomando en la denominada lucha contra la corrupción, sobre todo en los últimos tiempos: la creación del delito de tráfico de influencias, la de la malversación del antiguo art. 434, la total modificación de la regulación de los delitos de cohecho, la de otros delitos (urbanísticos, blanqueo, etc.). Se ha creado la responsabilidad de las personas jurídicas y se ha extendido la misma a partidos y sindicatos. Se ha introducido el decomiso ampliado. Muy oportuna ha sido la transformación del clásico delito de malversación en una especie de administración desleal de fondos públicos.

Y puede afirmarse, con rotundidad, que, en la actualidad, tenemos tipos penales suficientes, completos y con penas bastante acordes al desvalor de las conductas punibles.

Alguna reforma sí es necesaria. Por ejemplo, en el replanteamiento de la pena, seguramente insuficiente, de delitos como el de prevaricación, todavía sin prisión. También en el correcto entendimiento del delito de financiación ilegal de partidos políticos, que, ubicado en el Código español entre los delitos socioeconómicos, no recoge el verdadero sentido de esta financiación, que no es sólo el de favorecer el triunfo de una determinada formación en unas elecciones, sino el de establecer, estructuralmente, un vínculo con quienes, ganadas las elecciones, ostentarán un poder público o incluso, financiando partidos ya en el poder, el de evitar, entregando la dádiva al partido y no al gobierno (si se prefiere, a los representantes de uno y otro), la aplicación de los preceptos que realmente tendrían que entrar en vigor cuando se menoscaba el ejercicio de la función pública. O en el ámbito de la regulación del indulto, excesivamente discrecional. Y hay que seguir discutiendo sobre la posibilidad de crear un delito de enriquecimiento injusto en el ámbito del ejercicio de la función pública (que va más allá que el decomiso ampliado), a semejanza de otras legislaciones.

Pero, como se insiste en señalar, ya casi por todos, lo que debe cambiarse no es tanto el Derecho penal sustantivo como el Derecho procesal penal, para, entre otros muchos aspectos, revisar aforamientos (un auténtico sinsentido en la actualidad), clarificar el modo de tramitar las piezas separadas en las macrocausas y, sobre todo, insistir en la agilización de los procedimientos y garantizar el reintegro íntegro de las ganancias de las actuaciones delictivas y la compensación del perjuicio causado. Éste debe ser el auténtico caballo de batalla de la respuesta a la corrupción. Con todo, el problema no está en la regulación existente sino, como tantas veces se ha reiterado, en la dotación de medios y en la preparación específica de los profesionales que intervienen en la investigación, más compleja económica que jurídicamente. Y, especialmente, en la regulación extrapenal. Así, en la normativa sobre financiación de los partidos, todavía muy cuestionable, y en todo cuanto tiene que ver con los procesos de contratación administrativa. Pero, sobre todo, en lo que significa un control administrativo eficaz que impida en origen un posterior daño económico (a la Administración) ya difícilmente compensable.

Pronto se celebrará la vista del denominado caso Nóos. Los hechos que indiciariamente han sido tenidos en cuenta como probados para permitir la apertura de juicio oral, si se confirman, tendrán respuesta jurídica. No cabe duda. Cuando en 2016, previsiblemente, se dicte Sentencia, habrán transcurrido trece años desde las primeras actuaciones punibles. Pero al final recaerá. Habrá conductas, de las que se consideren probadas, que quedarán sin respuesta, por ser previas a 2010, 2012, 2015 (años de las importantes leyes orgánicas 5/2010, 7/2012 y 1/2015), pero la mayoría sí la tendrán. De mayor o menor intensidad. Habrá sin embargo que estar atentos al modo en que se ejecuten las distintas penas (a su suspensión, la asignación de grados penitenciarios, el cumplimiento en “módulos de respeto”, la concesión de la libertad condicional), a la concesión de posibles indultos (totales o parciales)… También al modo de garantizar el pago de todas las responsabilidades pecuniarias. Porque, al final, ¿qué más dan dos o seis años de prisión, nueve o doce años de inhabilitación si durante todo ese tiempo se va a seguir disponiendo (ocultamente, a través de conocidos, mediante estructuras societarias complejas y opacas) de cuanto se obtuvo. ¿Qué efecto preventivo o retributivo tienen penas que no garantizan pueda seguir siendo rentable volver a delinquir?

En todo caso, el problema no es éste. El problema es que lo mismo, exactamente lo mismo, puede volver a ocurrir. No. Volverá a ocurrir. Y que habrá respuesta a los hechos considerados probados. Pero cuántos habrá que no han podido ni puedan serlo y que ni siquiera se conocen ni se conocerán.

Los juristas pueden escribir sobre la corrupción, los jueces pueden actuar contra ella, fiscales y policías pueden investigarla. Podemos tener una mejor o peor legislación: penal, procesal, administrativa. Pero quienes de verdad pueden evitarla son quienes pueden cometerla. Ésta es la paradoja. Funcionarios de toda clase, inspectores, interventores, jefes de servicio, secretarios de ayuntamientos y representantes políticos son quienes están ahí, quienes saben qué contratos se firman, qué acuerdos se adoptan, cómo se gasta el presupuesto, cómo se ejecutan los trabajos encomendados, qué entra y qué sale, quién entra y quién sale. No debería poder gastarse un euro que no esté presupuestado. No debería existir proceso de contratación alguna sin transparencia real. Y mientras se siga pensando que mi partido, mi ayuntamiento, mi consejería, mi institución funcionan bien y son otras las que no funcionan se va por mal camino. No se puede tratar sólo de buscar una prevención positiva insistiendo en el concepto de responsabilidad ciudadana, de conseguir hacer llegar y convencer de que lo público es de todos. Porque esto se está mostrando que es insuficiente. Se ha de garantizar una actuación “a cara de perro” que impida mover ilegalmente un solo euro. Y esto no es que lo diga yo. Es que ya lo dijo Beccaria, que la pena tiene que ser cierta (además de pronta y proporcionada). Y si esta certeza no existe, el riesgo de actuación delictiva es alto. Y hasta ahora esta certeza no está existiendo. Y no tiene aspecto de que vaya a existir por mucho que penalmente creemos una legislación perfecta.

En 2013, últimos datos hasta la fecha del Instituto Nacional de Estadística basados en la información facilitada por el Registro Central  de Penados, en los tribunales españoles ha habido 1 persona condenada por delito de tráfico de influencias, 13 personas condenadas por fraudes y exacciones ilegales, 51 por delito de cohecho, 62 por prevaricación, 89 por delito de malversación (de un total de 219.776 adultos condenados). ¿Alguien se cree esto? No la estadística, sino la correspondencia de la estadística (o sea, de la realidad judicial) con la realidad social. ¿Un condenado por delito de tráfico de influencias? Lo que falla no es la legislación penal. Es otra cosa.