Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Existen muchas empresas en las que el titular residual es el cliente,

 

(mutuas o cooperativas de consumo o vivienda). Legalmente, se denominan mutuas a las de seguros pero cooperativas a las de consumo o vivienda. Los beneficios que se obtengan se destinan a reducir el precio que los clientes pagan por el producto que les suministra la empresa de la que son propietarios.

En cierto sentido, una mutua es la respuesta simétrica del mercado a un monopolio de oferta. Si hay un monopolista en un mercado, los consumidores sometidos a él podrían ponerse de acuerdo y “comprar” al monopolista eliminando así la explotación y las ineficiencias asociadas al monopolio. Si eso no ocurre es porque los costes de acción colectiva de los consumidores del producto monopolizado para ponerse de acuerdo y comprar la empresa monopolística son muy elevados (todos los consumidores individualmente preferirán que sean otros los que acaben con el monopolio para aprovecharse de su fin pero sin contribuir a la labor – free riding). La alternativa a comprar la empresa monopolística – cuando ni siquiera haya aparecido – es que los clientes se pongan de acuerdo para autosuministrarse el producto o servicio. De este modo, una mutua de los habitantes de una ciudad para proveerse de servicios de luz, agua o teléfono o de servicios bancarios puede explicarse como un caso en el que dichos costes no han sido tan elevados como para impedir el acuerdo. Obsérvese que la mutua es la forma natural de organización en estos casos porque la posición de cada uno de los miembros es una y única: la de cliente del monopolista.

Así las cosas, es probable que florezcan las mutuas (i) en sectores de oferta monopolística y, en general, (ii) en sectores donde el conflicto entre accionistas y acreedores sea muy intenso y, por tanto, exista un fallo de mercado tan brutal que otras formas de empresa fracasen en la prestación de los servicios correspondientes. No es de extrañar, pues, que la prestación de servicios como el teléfono o la electricidad o el agua corriente se organizara en forma de mutua cuando eran actividades que se consideraban “monopolios naturales”. Es frecuente que los ayuntamientos o gobiernos locales, en general, presten estos servicios si no son los propios ciudadanos los que toman la iniciativa v., para una comparación entre lo que ocurrió a principios de siglo con la provisión de electricidad y lo que sucede ahorra con la extensión del acceso a internet en el medio rural, Rooselvet dijo, en 1932 que la propiedad colectiva de una compañía eléctrica podía estar justificada en casos extremos como éstos, es decir, cuando el mercado no presta adecuadamente los servicios. Piénsese que los Estados Unidos siempre vieron con recelo la participación pública en la actividad económica:

«Yo compararía el derecho de la gente a ser la propietaria y a gestionar su compañía de electricidad con una buena vara, que se deja en el armario y se saca de él solo cuando el niño se comporta tan mal que una mera regañina no sirve de nada»

También son frecuentes las empresas mutualistas cuando el Estado privatiza una actividad y le “encarga” a una empresa privada la gestión de un servicio esencial para un determinado sector. En tal caso, es probable que el Estado obligue a que en el accionariado de dicha sociedad participen todos los futuros clientes. Piénsese, por ejemplo, en la compañía dueña de la red de transporte de electricidad o de los oleoductos/gaseoductos (Ley 34/1998, de 7 de octubre, del sector de hidrocarburos) o en las sociedades titulares de las bolsas (Ley del Mercado de Valores).  Y tampoco es extraño que en el sector financiero, donde la reserva fraccionaria facilita sobremanera la explotación de los depositantes por parte de los accionistas o gestores, hayan florecido las mutuas. Al igual que ocurre con las cooperativas, a menudo las empresas controladas por sus clientes adoptan una forma distinta de la mutua, esto es, son sociedades de capital y, singularmente, agrupaciones de interés económico.

 

Los costes iniciales de organizar una empresa como una mutua son más elevados que los de organizar una sociedad anónima o limitada

 

La razón es que los mutualistas soportan elevados costes de acción colectiva porque han de ser muy numerosos y han de poder coordinarse para constituir la mutua. Y se necesita, normalmente, de un “emprendedor” que coordine a esos clientes. Pero estos fundadores que organizan una cooperativa o una mutua en lugar de una sociedad anónima no retienen una parte significativa de los beneficios de la empresa, que se reparten entre los cooperativistas o mutualistas.

“En consecuencia, a menos que el emprendedor tenga una preferencia intensa por el bienestar de los demás o a no ser que la cooperativa proporcione ventajas excepcionales en relación con la empresa de propiedad capitalista, no se fundarán cooperativas”.

No es extraño que sean instituciones sin ánimo de lucro o filántropos sociales los que están en el origen de muchas cooperativas o mutuas. Y que twitter no se haya convertido en una mutua propiedad de sus usuarios.

Sin embargo, los mercados generan incentivos para crear cooperativas precisamente como solución a fallos de mercado que hacen que las empresas capitalistas sean menos eficientes, como los que hemos descrito más arriba. En efecto, nada impide que el emprendedor obtenga beneficios que superen los costes de emprender, sobre todo, en términos de dispersión del riesgo. Los beneficios personales pueden derivar de su condición de administrador de la cooperativa o de prestador de servicios a la cooperativa (lo que podía haber hecho Uber respecto a los taxistas cobrando a éstos por la utilización del software producido por Uber). Las cooperativas de vivienda, por ejemplo, son iniciadas normalmente por un promotor inmobiliario que organiza a los particulares interesados en adquirir una y que se beneficia del precio que cobra a la cooperativa por la prestación de servicios de gestión. Además, ser gestor de la cooperativa le permite iniciar otros negocios por su cuenta. Y, del lado de los costes, no necesita financiación – que adelantan los cooperativistas – ni asume riesgos. La mayoría de los emprendedores – piénsese en los médicos que forman un hospital – pueden obtener una parte sustancial de los beneficios por vías distintas al reparto de los dividendos. Además, las cooperativas y las mutuas suelen ser negocios de gestión muy sencilla, lo que reduce los costes de los fundadores.

En todo caso, la forma de sociedad anónima o limitada es tan flexible que puede imbuirse de los principios cooperativistas, simplemente, organizando el capital de modo que cada accionista tenga una acción y, por lo tanto, un voto y previendo un mercado interno para las participaciones. Así están organizados muchos clubes deportivos con la ventaja de que se atribuye la propiedad de las instalaciones a los socios que retienen así la cuota de liquidación correspondiente.

Las cooperativas de proveedores existen por las mismas razones que mueven a las empresas a integrarse verticalmente: el mercado puede estar dominado por los compradores (cfr. la relación entre agricultores o ganaderos e industria agroalimentaria) o hay economías de escala (en la adquisición de insumos o en la prestación de servicios a los productores) o de producción conjunta (esto es, de realizar bajo una misma empresa determinadas actividades de producción y transformación o distribución) o hay que realizar inversiones específicas para incrementar la eficiencia de la producción por parte de los proveedores que no puede conseguirse a través de contratos con la empresa transformadora.

En fin, las empresas mutualistas tienden a ser más longevas que las capitalistas. En la medida en que los miembros carecen de derechos en la liquidación o sus derechos de propietarios son limitados, tienen también menos incentivos para liquidar la cooperativa.

 

Las mutuas se han desarrollado especialmente en el sector financiero: seguros y banca

 

Así, los titulares residuales de la Mutua Madrileña Automovilista son sus mutualistas-clientes, de forma que los beneficios que la actividad aseguradora produzca se destinan o deberían destinarse a disminuir la prima anual que han de pagar como contrapartida a la cobertura del riesgo de accidente automovilístico. En el caso de los seguros, parece razonable tener en cuenta, además, los aspectos relativos al riesgo y a la iliquidez. Mientras que en una compañía de seguros que sea una sociedad anónima, el riesgo se traslada –previa distribución – de los asegurados a los accionistas, que pueden diversificarlo en el mercado de capitales, en las mutuas, el riesgo se distribuye entre los mutualistas pero no se traslada a terceros. Cabe esperar, pues, que las mutuas sean más escrupulosas en la selección de los riesgos que cubren (en la selección de los que admiten como mutualistas) que las sociedades anónimas de seguros. Además, el mutualista ha de ser compensado, en comparación con el accionista, por la iliquidez de su posición como propietario ya que no puede deshacerse de esta condición sin perder, simultáneamente la condición de asegurado.

Así, las mutuas no se desarrollaron en el comercio marítimo precisamente porque los riesgos a los que estaban sometidos los mutualistas – los riesgos del comercio por mar – no eran homogéneos.

Los bancos de carácter mutualista surgen con dos estructuras de propiedad: bancos de depósito y bancos de crédito. Los bancos de depositantes surgen para proporcionar a las clases más bajas una posibilidad de invertir sus ahorros. No son auténticas mutuas porque los depositantes carecen de verdaderos derechos de control y acceso a los rendimientos residuales aunque son beneficiarios de la actividad del banco porque los excedentes se destinan a mejorar la retribución de sus depósitos. Por eso pueden calificarse como mutuas débiles. Así, en el caso de las Cajas de Ahorro, los depositantes no tenían derecho a recibir en dinero los excedentes acumulados por la Caja ni a recibir una cuota de liquidación en caso de que la Caja fuera disuelta y extinguida ni a transmitir su posición en la Caja ni a transformar la Caja en una sociedad anónima en la que ocupar la posición de accionistas. Esta estructura de propiedad era eficiente para resolver un problema contractual muy severo existente en el siglo XIX y era el conflicto agudo existente entre depositantes y propietarios de un banco. Los propietarios del banco tienen incentivos para destinar los depósitos a estrategias arriesgadas de inversión que, si salen bien, les enriquecen y, si salen mal, se traducen en que los depositantes pierden sus depósitos. Aún más, en el caso de mercados incipientes, los que controlan el banco tienen incentivos para saquearlo directamente quedándose con los depósitos. La solución, pues, pasa por eliminar el conflicto eliminando la dualidad de posiciones: desaparecen los accionistas (el banco no es de nadie) y, según los casos, la empresa se convierte en una empresa sin ánimo de lucro subjetivo de forma que no hay nadie a quien repartir las ganancias de estrategias arriesgadas.

Los bancos mutualistas en sentido fuerte (cuando los mutualistas son titulares residuales) surgen como instituciones de crédito para sus miembros, es decir, los dueños del banco son los que reciben préstamos del banco. Los mutualistas participan en la gestión (un hombre, un voto) y tienen derecho a una cuota en caso de liquidación del banco. La responsabilidad ilimitada por las deudas de la cooperativa de crédito de todos sus miembros y la intransmisibilidad de las acciones de las que cada miembro ostentaba una única favorecían extraordinariamente el conservadurismo en la gestión de la empresa común (recuérdese que los bancos son empresas muy endeudadas porque tienen reservas fraccionarias). Cada miembro – responsable de las deudas generadas por los otros miembros – tenía todos los incentivos para ser muy exigente en la selección de nuevos miembros y en la supervisión de los créditos que se otorgaran a sus consocios; de ahí que fuera trascendental que se compartiesen, entre los miembros, muchas características (eran todos comerciantes de la región o, en zonas económicas más grandes, eran todos comerciantes de un ramo), de modo que el control recíproco fuera poco costoso. Estos bancos no eran instituciones de depósito, es decir, no captaban fondos del público en general, sino que eran más bien empresas que ayudaban a los comerciantes a financiar su actividad (crédito comercial): los comerciantes pagaban a plazo a los fabricantes y cobraban a plazo de los clientes. El plazo lo proporcionaba un banco mediante el descuento de los documentos cambiarios que entregaba el comerciante al fabricante o el que recibía del cliente. Los comerciantes locales estaban, pues, muy interesados en evitar que el banco local – a menudo, en posición de monopolio – persiguiera una estrategia arriesgada de maximización de los beneficios. La forma de resolver el conflicto pasaba por dar al banco forma mutualista o adquirir acciones en el banco – si éste tenía la forma de sociedad anónima – y presionar para que las reglas de funcionamiento del banco asegurasen una gestión conservadora y prudente. Hansmann y Pargendler explican así, por ejemplo, la extensión de las limitaciones al número de votos que podía emitir un accionista en los estatutos de sociedades bancarias.

En España, tenían este carácter las Cajas Rurales, que financiaban los créditos a sus miembros con aportaciones – también en forma de créditos – de sus miembros o, más frecuentemente, de terceros como el Banco de España. No es extraño que, en la actualidad, los llamados “bancos de pobres” y el microcrédito en general que se ha desarrollado notablemente en algunos países subdesarrollados adopten una estructura semejante y que reciban aportaciones de capital de donantes y no sólo de los propios recipiendarios de los préstamos.

 

Lo que la mutua no elimina son los conflictos de los mutualistas con los gestores y los conflictos de los mutualistas entre sí

 

Cuando el número de mutualistas es elevado, la gestión de la mutua se encarga a especialistas en gestión, con lo que nacen los costes de agencia propios de cualquier organización en la que hay separación entre propiedad y control. La típica entidad mutualista está gobernada por un Consejo de Administración que se perpetúa sustituyéndose sus miembros por cooptación por razones obvias. En sentido contrario, los miembros del consejo de administración de una mutua son, a menudo, independientes en el sentido de que no participan directamente en la gestión (no son ejecutivos) por lo que su reputación puede llevarles a defender de forma efectiva los intereses de los mutualistas. En principio, los gestores tienen incentivos para ser muy conservadores en lo que a la asunción de riesgo por la mutua se refiere ya que, si la mutua quiebra, los gestores pierden normalmente la totalidad de sus ingresos. Consecuentemente, y al igual que los administradores de sociedades anónimas abiertas, los gestores serán más aversos al riesgo que los propios mutualistas que pueden tener sus inversiones diversificadas. Cabe deducir, por tanto, que las mutuas sobrevivirán en ámbitos en los que los costes de vigilar y controlar a los gestores (costes de agencia) sean pequeños, bien porque el número de mutualistas sea pequeño o bien porque la gestión no sea discrecional.

Los gestores de una mutua, al igual que los administradores de una sociedad anónima abierta no soportan el control por parte de los mutualistas porque no hay, por definición, mutualistas que tengan un número de votos suficiente para influir sobre las decisiones (la regla es “un mutualista, un voto”). Tampoco están controlados por el mercado de capitales donde el mutualista descontento pueda vender su participación en la mutua, porque la condición de mutualista no es libremente transmisible. Consecuentemente,  tampoco hay intentos de adquisición por terceros (Opas hostiles) sobre una mutua. Además, hay un conflicto entre administradores y mutualistas respecto al crecimiento y las inversiones de la mutua. Los mutualistas no querrán que aumente el número de mutualistas porque tendrán que repartir con ellos las reservas acumuladas desde la fundación de la mutua pero los gestores, en la medida en que su salario sea proporcional al tamaño de la mutua, querrán que ésta crezca todo lo posible. Se comprenderá, igualmente, que un problema de gobierno corporativo de capital importancia en el caso de las mutuas sea el del control de la autocontratación (self-dealing) por parte de los gestores.

Sobre todo, la competencia en el mercado de productos en el que está activa la mutua protege a los mutualistas. Si un mutualista observa que otra empresa de la competencia que no es una mutua ofrece una póliza de seguro más barata o más interés para sus ahorros, abandonará la mutua con más o menos facilidad en función de sus derechos sobre las reservas. Las mutuas que no sean eficientes perderán clientela y acabarán por desaparecer.

Los costes de adoptar decisiones y los conflictos de los mutualistas entre sí se reducen si el producto o servicio que presta la mutua es estándar. Así ocurre en aquellos sectores, como el de los seguros, donde todos los asegurados/socios tienen una participación idéntica en la mutua – un mutualista/una póliza de seguro –  y donde todos los beneficios se destinan a reducir el coste de la prestación del servicio a los mutualistas (no a pagar dividendos a los mutualistas) y donde la gestión del negocio no exige tomar muchas decisiones discrecionales a los administradores. Por el contrario, si los intereses de los mutualistas son heterogéneos 

Por ejemplo, una decisión del Consejo de la mutua (de la primera compañía de seguros de incendio de viviendas de los EE.UU) de la que derivó que se dejaran de asegurar las casas rodeadas de árboles, porque éstos entorpecían los esfuerzos de los bomberos, causó tanto descontento entre algunos miembros que, al final, crearon una nueva mutua aseguradora para dar ese tipo de cobertura pagando un suplemento adicional – la Mutual Assurance Company, cuyo símbolo es un árbol verde

Igual ocurre si los beneficios residuales se reparten de forma distinta a una reducción del coste del bien o servicio: la intensidad del conflicto de intereses entre mutualistas se incrementa. Si las mutuas repartieran parte de los beneficios en forma de dividendos, los intereses de los mutualistas podrían entrar en contradicción. Unos estarían más interesados en maximizar los beneficios de la empresa y otros en minimizar el coste del seguro, contradicción que se ampliaría exponencialmente si la mutua prestara servicios a terceros no mutualistas o si existieran, junto a los socios mutualistas, socios no mutualistas o si la mutua entra en negocios que requieran un talento gestor muy elevado.

Por otro lado, el reparto equitativo de los beneficios se hace mucho más costoso conforme se diversifica la participación de cada uno de los mutualistas en la sociedad hasta el punto de hacer arbitraria cualquier desmutualización que atribuya las nuevas acciones a los antiguos mutualistas.

Otra característica que favorece la eficiencia de la forma cooperativa o mutualista de empresa es la vinculación a largo plazo de los clientes. En el caso de los seguros de vida, el contrato entre el cliente-mutualista y la mutua es un contrato de largo plazo.

En el caso de los bancos, los conflictos crecen cuando junto a los depositantes aparecen los prestatarios como miembros de la mutua y se exacerba cuando las entidades de depósito y crédito se convierten en “bancos completos” y empiezan a prestar dinero en formas muy diversas y a individuos muy diversos y en cuantías muy superiores a su capital. Mientras que los depositantes preferirán maximizar el tipo de interés que reciben por sus depósitos y maximizar la seguridad de que recuperarán éstos (lo que les lleva a preferir estrategias de bajo riesgo que no pongan en peligro la solvencia de la entidad), los prestatarios preferirán minimizar el tipo de interés que les cobra el banco-cooperativa por los créditos y, en la medida en que el proyecto para el que solicitan financiación sea arriesgado, desearán que la entidad adopte una política más agresiva de préstamos que la que desearían los depositantes. Este conflicto puede minimizarse si los depositantes y los prestatarios pertenecen todos ellos al mismo grupo de interesados, por ejemplo, porque la cooperativa sólo otorgue crédito a los miembros de la misma (o sea, a los depositantes) y todos los depositantes tengan semejantes intereses en lo que a los créditos se refiere, es decir, todos estén interesados en obtener el crédito y en condiciones semejantes. Naturalmente, el conflicto fundamental se plantea entre los depositantes y los accionistas del banco.

Cuando el nivel de riesgo de la actividad bancaria desciende, se intensifica la competencia entre bancos y se incrementa la regulación pública de control de riesgos, los clientes “abandonan” la propiedad de los bancos que se convierten en sociedades anónimas capitalistas “normales”, esto es, controladas exclusivamente por sus accionistas. En definitiva, muchos de los bancos eran mutuas con forma de sociedad anónima.

Cuando la mutua se enfrenta a la contradicción de intereses entre sus mutualistas, la respuesta de la entidad puede ser (i) la de maximizar las ganancias y (ii) la de desmutualizarse o (iii) privar de derechos de propiedad a los mutualistas. Muchas de las mutuas del sector bancario o de seguros han acabado transformándose en sociedades anónimas o en fundaciones.

 

Próxima al tipo de la mutua se encuentra la sociedad de garantía recíproca (SGR)

 

Se trata de una sociedad mutua (los socios se agrupan para obtener afianzamiento cuando piden un crédito) con forma de sociedad anónima. La causa del contrato – mutualista – explica sus peculiaridades en relación con la sociedad anónima. En efecto, en una mutua de seguros, el mutualista es, a la vez, cliente – tomador/asegurado – y propietario. En la SGR el socio es, a la vez, deudor afianzado y propietario. El socio de una SGR paga un precio por la garantía que es inferior al que tendría que pagar si recurriera al mercado.

La garantía recíproca no es un negocio sostenible porque la diversificación que se logra (ya que no van a resultar impagados todos los créditos afianzados por la SGR a la vez) no protege en el caso de riesgos catastróficos, esto es, que una recesión económica que afecte a la Economía en general provoque una elevación general de los impagos y que los acreedores ejecuten en masa las garantías otorgadas por las sociedad de garantía recíproca. De ahí que, como ocurriera con las cooperativas rurales de crédito, su supervivencia dependa de la existencia de “socios protectores” – Administraciones Públicas – que aportan fondos a la SGR.

 

También constituyen organizaciones peculiares las que sirven a la inversión colectiva, típicamente, los fondos de inversión.

 

Los inversores son denominados “partícipes” aunque, en realidad, no tienen la condición de socios de una persona jurídica. Su posición jurídica es mucho más parecida a la del comprador de un bien que a la del miembro de una organización. Según el art. 3 de la Ley de Instituciones de Inversión Colectiva (LIIC), lo peculiar de un fondo de inversión es que la gestión del patrimonio aportado por los inversores está encargada a una sociedad gestora que “ejerce las facultades de dominio sin ser propietaria del fondo” pero que no tiene la “posesión” de los fondos – que están en manos de una tercera entidad denominada depositario” sin que los propietarios del fondo puedan influir en las decisiones de la sociedad gestora (v., art. 5 y 6 LIIC). A cambio de esta falta de “voz” y de derechos de participación, la Ley otorga a los partícipes un derecho absoluto de separarse, esto es, de recuperar su inversión en cualquier momento y sin necesidad de alegar razón alguna para hacerlo (art. 5.3 a y 12.2 LIIC). Con el fin de garantizar la vigencia incondicionada de este derecho, la sociedad gestora ha de invertir en activos líquidos, esto es, realizables inmediatamente de modo que se pueda determinar el “valor liquidativo” de cada participación en cualquier momento. La vigilancia de la conducta de la sociedad gestora se logra limitando legalmente la discrecionalidad de su actuación (no hay business judgment), regulando legalmente su remuneración; imponiéndole obligaciones de información estandarizadas y atribuyendo a la autoridad administrativa que supervisa los mercados de valores facultades muy amplias de intervención en la actividad de las sociedades gestoras.

La separación entre sociedad gestora y el fondo (los activos que forman el fondo se entregan al depositario) garantiza a los inversores que no quedan sometidos a los riesgos de la actividad de la primera, lo que hace suficiente protección de los inversores la posibilidad de retirar en cualquier momento su inversión. La gestión de los fondos se pone en manos de especialistas – en manos de la sociedad gestora – con lo que los inversores consiguen las ventajas de la especialización entre propiedad y control de las inversiones. Además, el fondo no puede adquirir deudas ni celebrar contratos a largo plazo que dificulten su liquidación. En fin, los inversores pueden diversificar su inversión – adquiriendo participaciones en distintos fondos – ajustando ésta al nivel de riesgo deseado y la sociedad gestora puede obtener las economías de escala si gestiona, simultáneamente, una pluralidad de fondos. El coste es, naturalmente, el de los conflictos de interés entre fondos cuando la remuneración del gestor sea mayor en unos que en otros. En el caso de las sociedades de inversión colectiva (SICAV), las participaciones en el fondo se sustituyen por participaciones sociales normalmente líquidas bien porque coticen en un mercado, bien porque la sociedad esté obligada a adquirirlas reduciendo su capital.

La iniciativa para la constitución del fondo procede de la entidad gestora, de modo que ésta ha de realizar una suerte de oferta pública para convencer a los inversores de que adquieran participaciones en el fondo. La separación patrimonial entre la gestora del fondo y el fondo es absoluta, de modo que los acreedores de la primera no pueden atacar los activos que constituyen el fondo para cobrarse una deuda contra aquélla. Los inversores tampoco participan en los beneficios que obtenga la sociedad gestora. No siendo titulares residuales, los partícipes no ostentan derechos residuales ni en cuanto a los resultados de la gestora ni en cuanto a las decisiones de ésta. Se logra así optimizar la asignación de la propiedad y el control, ya que los partícipes son los que pueden diversificar y son un grupo muy homogéneo, lo que reduce los conflictos entre partícipes y facilita la toma de decisiones pero, sobre todo, los hace fungibles y su derecho de separación les hace reacios a invertir en vigilar a los gestores (si no les gusta como están invirtiendo su dinero, siempre pueden pedir recuperar su inversión). Como no realizan inversiones específicas (su inversión vale lo mismo dentro y fuera del fondo), no necesitan un “mecanismo de gobierno” en la terminología de Williamson de su relación con la entidad gestora.  En términos de doctrina de los property rights, la casi perfecta definición de los derechos de los partícipes, que no pueden verse afectados por los gestores, hacen más apropiado, para regular la relación entre ambos, recurrir a las reglas más simples de los contratos de intercambio en lugar de hacerlo a las más complejas del Derecho de Sociedades. En efecto, los partícipes pueden “observar” perfectamente la conducta de los gestores gracias al valor de liquidación y reaccionar – separándose del fondo – sin necesidad de contar ni con el consentimiento ni – siquiera – con la necesidad de comunicarse con los gestores. Dice Morley que si dos fondos tienen los mismos activos, tienen el mismo valor de liquidación. Sin embargo, pueden tener diferentes comisiones y sus gestores ser de diferente calidad. En un caso así, los rendimientos esperados en el futuro de uno y otro fondo han de ser también diferentes. Sin embargo, el valor liquidativo es el mismo y los partícipes no necesitan “votar” para “echar” a los gestores malos o que cobran comisiones excesivas. Les basta con liquidar su participación e invertir en otro fondo idéntico pero con mejores gestores o comisiones más bajas. Si el coste de cambiar es muy reducido (V., el art. 5.3 a) y b) Ley 35/2003) los partícipes no necesitan de un derecho de voto para agregar sus preferencias respecto de la forma de gestión de sus fondos ni, por tanto, para “completar el contrato” con los gestores o con los demás partícipes.

La diferencia entre una participación en un fondo y la participación en una sociedad anónima – la acción – es notable. Las acciones de dos sociedades que tengan exactamente los mismos activos pero sus administradores cobren una remuneración diferente y sean diversas también su competencia y honradez, no tendrán un idéntico valor de cotización. Por dos razones (en comparación con los fondos): la primera es que la composición de los activos de las sociedades anónimas no permite determinar a diario la cuota de liquidación que le correspondería a cada socio (los activos no son realizables inmediatamente, las deudas tampoco vencen inmediatamente….) y la segunda es que, en consecuencia, la cuantía de la cuota de liquidación depende de la conducta de los administradores de la sociedad. Dicho de otro modo, los partícipes no necesitan coordinar su actuación para protegerse frente a la expropiación por parte de los gestores, lo que sí han de hacer los accionistas de una sociedad de capital disperso.

Estas características de los fondos de inversión no están presentes en grado tan extremo en los demás vehículos de la inversión colectiva. Por ejemplo, en el caso de las inversiones a través de private equity, la forma organizativa es la de una sociedad comanditaria en la que el socio colectivo es el gestor (rectius, una sociedad creada para tal fin por el gestor) y los inversores son socios comanditarios. Aunque la posición del socio comanditario es la de un socio “no gestor”, las limitadas posibilidades de “salida” del inversor y, sobre todo, la naturaleza de las inversiones que realiza el gestor, hacen que el voto y el derecho de información tengan mayor valor para los inversores que en el caso de un fondo de inversión.


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