Por Andrés Recalde Castells

 

Aspectos generales

La persecución por las sociedades anónimas de intereses colectivos es, sin duda, una cuestión de moda, aunque menos novedosa de lo que a veces se dice. Como es sabido, a ella se ha venido haciendo referencia con terminología diversa. A veces se hablaba de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC); otras del compromiso con los objetivos de ESG (Environmental, Social & Governance) o de la sostenibilidad. No obstante, no hay diferencias sustanciales. En todos los casos se hace referencia a la facultad de los administradores ejecutivos de considerar en la dirección de la corporación otros intereses distintos a los de los accionistas.

Los principales foros empresariales, como el Business Roundtable que reúne a los CEOs de las mayores compañías estadounidenses, conocidos abogados de empresas o el gestor del mayor fondo de inversiones (Larry Fink) han proclamado el nacimiento de un nuevo stakeholders´capitalism en el que las sociedades deben dirigirse en beneficio de todas las partes afectadas y no solo de los accionistas. El mismo Foro Económico Mundial de Davos en 2020 declaró que

el fin de una compañía es comprometer a todas sus partes interesadas en la creación de un valor compartido y sostenido. Al crear ese valor, la compañía no sólo sirve a sus accionistas, sino a todas sus partes interesadas: empleados, clientes, proveedores, comunidades locales y a la Sociedad en general (…) Una compañía es más que una unidad económica que genera riqueza. Cumple con las aspiraciones humanas y sociales como parte de un sistema social más amplio. Los resultados deben medirse no sólo en función del rendimiento para los accionistas, sino también en función de la consecución de sus objetivos medioambientales, sociales y de buen gobierno”.

De la materia me ocupo con cierta extensión en un trabajo de próxima publicación en el Libro homenaje al Profesor Ricardo Alonso Soto, y que ya es accesible aquí. En este momento me limitaré a ofrecer un breve apunte sobre alguna cuestión que, quizá, se sobrevoló con excesiva rapidez y en las que se partió de cierto voluntarismo. Antes me veo obligado a hacer una advertencia que sonará a excusa no pedida. Yo también creo que se deben evitar la explotación laboral, en especial la que afecta a la infancia, la discriminación de las mujeres, que se debe perseguir la actividad de las grandes empresas que causan desastres naturales o dañan el medio ambiente, de la misma manera que consideró justo las grandes empresas deben cumplir con las obligaciones generales contra el cambio climático o deben implicarse en la defensa de la biodiversidad. Asumido todo esto, se trata de determinar si el Derecho de sociedades es el instrumento adecuado para defender esos objetivos colectivos. En concreto, si lo es obligar a los ejecutivos a una gestión en que se va más lejos de cumplir con la legalidad externa, anteponiendo esos intereses a los de los accionistas. El debate remonta a que se suscitó hace algunas décadas cuando se criticó la funcionalización del Derecho privado (Girón, Gondra) o el uso alternativo de sus instituciones para fines que, en principio, debe cumplir el Derecho público. Esto afecta a la seguridad jurídica y distorsiona la consecución de los objetivos legítimos que buscan los particulares cuando se asocian para emprender actividades económicas. Además, puede resultar contraproducente si contribuye a frenar la adopción de las ineludibles decisiones políticas (Bebchuk/Tallarita).

Las propuestas de que las sociedades se ocupen de la RSC o de los objetivos ESG, incluso por delante del lucro de los accionistas, responden a cierto prejuicio. A menudo se defienden las reformas legales porque se dice que el Derecho de Sociedades no permite más que una gestión societaria que defienda los intereses de los accionistas, y, típicamente, el incremento del valor de su participación. En esta preconcepción late la influencia de M. Friedman cuando, en los años 70 del siglo pasado, proclamó que la

única responsabilidad social de las sociedades es utilizar sus recursos y realizar actividades destinadas a aumentar sus beneficios siempre que se respeten las reglas del juego”

En el Derecho las cosas fueron menos simples. En primer lugar, porque difícilmente puede identificarse un interés común de los accionistas con un accionariado disperso y heterogéneo. La ganancia pretendida por los socios se pretende en algunos casos con los beneficios de la actividad empresarial que genera la sociedad; otras veces el lucro especulativo se espera al liquidar la inversión en un breve plazo; o, incluso, a veces son las remuneraciones encubiertas con lo que se pretende conseguir ese lucro. Por esa diversidad de objetivos el “interés social” se debe buscar en la organización societaria mediante un proceso de toma de decisiones sometida a las reglas de procedimiento de la corporación (Esteban Velasco). Todo esto no obliga a una gestión en exclusiva atención al interés de los accionistas o a la prohibición de atender otros intereses. En realidad, cuando los tribunales a menudo proclaman esa visión en la que el interés social es el común de los socios (p. ej. STS 991/2011, 17 de enero; STS 873/2011, 7 de diciembre; 825/1998 18 de septiembre), nunca cuestionaron decisiones societarias que promovieran la defensa de intereses de terceros; esas declaraciones conviven, además, con otras (también en arriesgados obiter dicta) de corte institucionalista. P. ej. STS 889/2021, 21 de diciembre:

al reconocer personalidad jurídica propia a la entidad, distinta de sus socios, y al dotarla de un objeto social y, consiguientemente, de una finalidad, pueda hablarse de un interés de la propia sociedad”; aunque inmediatamente añade que “lo relevante es que los administradores se abstengan de anteponer su interés personal al de la sociedad, que en principio viene configurado por el interés del conjunto de los socios. Lógicamente esta consideración viene enmarcada por un límite, que la conducta de los administradores, respondiendo a lo que había sido convenido por los socios, no perjudique legítimos derechos de terceros, como podrían ser los de los acreedores”).

Desde un punto de vista práctico, debería reconocerse que los administradores ejecutivos siempre han disfrutado de un amplísimo poder para tomar sus decisiones empresariales y que ello no les ha impedido considerar intereses distintos a los de los accionistas, incluso promoviendo actuaciones altruistas con cargo al patrimonio de la sociedad. No faltan ejemplos en el Derecho comparado. En Alemania se afirmó un interés de la empresa «en sí» (an sich), que lleva a que deban considerarse los efectos de su actividad sobre las personas relacionadas. En EEUU el modelo de capitalismo tecnocrático dotó también de una enorme autonomía a los managers. En ambos casos, la discrecionalidad de los ejecutivos se consideró condición para una eficiente gestión de la gran empresa.

Diversos argumentos se utilizaron para justificar la posibilidad de una gestión de otros intereses. A veces se hizo identificando un valor compartido, que permitiría alinear el interés de los accionistas y los de los terceros relacionados (Embid/Del Val; Megías); otras, proclamando la existencia de una RSC “buena”, que sería la que en último caso beneficia a los socios, frente a una “RSC mala” (Alfaro). Ha sido especialmente exitosa la fórmula que intenta justificar las decisiones de gestión ajustadas a objetivos públicos con la defensa de un interés a largo plazo de los socios.

De este modo se compatibilizaba la tradicional “teoría de la propiedad”, en la que la corporación era vista como la propiedad de sus accionistas y debía ser gobernada en su beneficio, con la visión de la corporación como una “institución social”, con deberes para con todos los grupos sociales implicados en su actividad”.

Aunque

“(r)ara vez eran impugnadas estas actividades corporativas de carácter filantrópico o benefactor por los accionistas y, cuando lo eran, no resultaba difícil encontrar una defensa argumentando los beneficios que reportaban a los socios en el largo plazo” (Gondra).

Pero las decisiones de los ejecutivos que no benefician directamente a los accionistas no necesitan apoyarse en esa difícil prueba de que a largo plazo deberían favorecerles. Entre otras cosas, porque un beneficio “a la larga” es casi siempre irrelevante para los actuales socios. Si este fuera el criterio legitimador, habría intereses de los accionistas “buenos” y otros deberían considerarse “malos”, debiendo prevalecer los primeros sobre los segundos, lo que es difícil sostener con un planteamiento puramente contractual. En la realidad, la autonomía y la discrecionalidad de los administradores hacen innecesaria la demostración de que sus decisiones satisfacían ese interés largoplacista de los accionistas.

En definitiva, la conclusión que se alcanza es nítida: cuando los ejecutivos gestionan una gran empresa siempre han podido atender en la gestión a la satisfacción de otros intereses distintos de los de los accionistas (Esteban Velasco). Ahora bien, la contemplación de objetivos públicos en la gestión fue voluntaria. A veces lo hacen de forma vaga e imprecisa, como sucede hoy cuando las sociedades invocan sus metas o purposes (raramente como previsión estatutaria). La misión o ‘razón de ser’ de la empresa, como también se la llama, debería inspirar la gestión partiendo de una atención a esos objetivos colectivos (Megías), aunque la previsión del propósito de la empresa se acoge de forma difusa y en ningún caso entraña un compromiso vinculante para la sociedad o para sus gestores.

Pero la legitimidad de decisiones voluntarias de gestión altruistas debe acompañarse de una regulación de la información que se traslada al mercado referida a esas actuaciones no financieras en las que la sociedad atiende intereses generales. La invocación de actividades de esta naturaleza a menudo responde a una estrategia de marketing, que trata de atraer a inversores con conciencia social. Por ello conviene ajustarla a una normativa, que determine con objetividad los estándares o que fije la lista de actividades y empresas que se corresponden con una actuación sincera en favor de los derechos humanos o de la sostenibilidad medioambiental. En definitiva, la información debe ser veraz y, sobre todo, comparable. A este objetivo responde la Directiva sobre información no financiera, en fase de profunda reforma, y la regulación de la publicidad de empresas y productos financieros, que merecen la calificación de sostenibles medioambientalmente (Reglamento UE 2020/852, “de Taxonomía”). En todo caso, este modelo de transparencia reglada sigue confiando en el valor discriminador del mercado.

La Propuesta de Directiva sobre la debida diligencia: obligaciones, competencia y sanciones frente al incumplimiento

En el debate actual, sin embargo, los cambios que se proponen van más lejos de la mera posibilidad de gestionar las grandes corporaciones en consideración a otros intereses. Recientemente se promueve un deber de gestionar las grandes empresas tomando en cuenta otros objetivos y no solo los de los accionistas. Es lo que ha sucedido en las recientes reformas de Francia, Alemania o de otros países. También en ello está implicada la Comisión Europea a través de la Propuesta de Directiva sobre la «debida diligencia» (due diligence) relativa a la sostenibilidad de las sociedades.

Varias cuestiones se plantean en tal caso: (i) el tipo de obligaciones que se imponen y quiénes serían sus destinatarios; (ii) la competencia para fijar los fines y estándares a aplicar, así como el control de los resultados; y (iii) las sanciones o remedios frente al incumplimiento de esas obligaciones.

(i) La obligación se impone a las sociedades y pretende que estas atiendan a las consecuencias de su actividad sobre los derechos humanos, el medio ambiente o el cambio climático. El modelo más generalizado impone el establecimiento de procesos de debida diligencia (due diligence), que adoptan la forma de un plan de vigilancia o una estrategia que debe identificar, controlar y mitigar los efectos perniciosos de su actividad en estos órdenes. Ocurre con la reforma francesa de la ley de vigilancia o con la Propuesta de Directiva. En todo caso la obligación no solo afecta a los riesgos generados por la sociedad, sino también a los que causan sus filiales y otras entidades con las que aquella tiene una relación comercial y que se integran en su cadena de suministro o en su cadena de valor.

Pero la Propuesta de Directiva, además de obligar a la sociedad a realizar esta due diligence, también prevé que los administradores deberán gestionar con la diligencia debida (duty of care) y en interés de la Sociedad, en consideración a las consecuencias de sus decisiones en materia de sostenibilidad o, si fueran aplicables, derechos humanos, cambio climático, así como consecuencias medioambientales. El patrón de diligencia aplicable es el que resulta de la normativa internacional (v. Anexo I). En ausencia de mayor precisión, el patrón será el fijado en el Derecho interno, que en nuestro caso es el del ordenado empresario, aunque la ley incluye, también, el deber de establecer una adecuada organización corporación y adoptar las medidas precisas para la buena dirección y el control (p. ej. art. 225.2 LSC) en función de las características de cada sociedad (Benedetti).

(ii) Por otro lado, las auditoras y las empresas del incipiente sector dedicado a certificar o revisar a las sociedades comprometidas en estos objetivos públicos, tratan de atraer para sí la función de fijar esos objetivos, los estándares a cumplir o, incluso, la evaluación de los resultados alcanzados respecto de esos objetivos. Ahora bien, la atribución de esas funciones a entidades privadas suscita recelos desde la perspectiva de la legitimidad democrática. Esta desconfianza ya se manifestó hace 20 años respecto de la participación de las grandes auditoras en la producción de la normativa contable (Gondra). Pero ahora concurren agravantes. A las sociedades se encomiendan actuaciones públicas, la defensa de intereses generales, en fin, objetivos referibles a decisiones de naturaleza estrictamente política. Por ello no puede dejar de cuestionarse la atribución a empresas privadas la determinación de los objetivos ESG que las corporaciones deben cumplir; en definitiva, la función de resolver sobre las actuaciones a emprender, las inversiones a realizar, los objetivos a perseguir o, simplemente los criterios para ordenar dichos objetivos en caso de conflicto (p. ej., el que se puede producir entre la lucha contra el cambio climático o el desarrollo económico en regiones pobres).

Conviene advertir que los instrumentos de gobierno corporativo durante mucho tiempo fueron medios para alinear a los ejecutivos con los intereses de los accionistas dirigidos a controlar su discrecionalidad, mientras que ahora se impregnan de nuevos valores sociales lo que conduce a que los procesos de toma de decisiones sean mucho más complejos (Roe). Y aquí conviene advertir frente a lo que Larry Fink les decía a los CEOs americanos en su carta de 2022: «stakeholder capitalism is not about politics». En realidad, se trata de decisiones que afectan a intereses generales y, con ello, de estricta naturaleza política. Mantener lo contrario recuerda la leyenda de la cínica admonición que nuestro siniestro “generalísimo” hacía a sus visitantes recomendándoles que obraran como él y no se metieran en política. Siendo decisiones de gran trascendencia con efectos sobre intereses generales, se deben prever controles como los que en los sistemas democráticos presiden la ordenación o jerarquización de los fines y objetivos políticos.

(iii) En fin, debe analizarse en qué medida el cumplimiento de estas nuevas obligaciones se puede controlar o cuáles serían los “remedios” en caso de que se infrinjan. Si estas obligaciones se extienden a los administradores, cabe pensar que la sanción natural sería la responsabilidad (Paz-Ares). Este instrumento será eficaz en el caso de incumplimiento de obligaciones externas de carácter regulatorio. El deber de diligencia de los administradores comprende el de legalidad, lo que supone cumplir con la leyes y reglamentos administrativos (Alfaro, Navarro). Pero es cuestionable si este compliance normativo agota la diligencia debida o si se abre el camino a reclamar, como se ha dicho con precisión, un “sobrecumplimiento normativo” (Navarro).

Los problemas que plantean estos remedios derivan de la falta de concreción de los objetivos tanto cuando los prevén las sociedades como “purpose” o razón de ser voluntarios de la compañía, como en el caso eventual en el que el legislador los menciona en abstracto como un objetivo general de la gestión social. Para que esos intereses públicos se contemplen en la gestión, sería necesario, al menos, obligar a crear una organización corporativa adecuada para la detección y prevención de los correspondientes riesgos. Ello encuentra amparo en la norma que, en el marco del deber de diligencia, impone la obligación de adoptar “medidas precisas para la buena dirección y el control de la sociedad” (art. 225.2 LSC).

Otras razones frenan el juego de la responsabilidad como instrumento frente a la infracción de estos deberes, desde la difícil determinación de los daños resarcibles, hasta las cuestiones de si la legitimación activa para reclamarlos corresponde a los socios o a los titulares de esos intereses. Pero, sobre todo, conviene recordar que la regla de la discrecionalidad empresarial (art. 226.1 LSC) en la mayoría de los casos cubrirá decisiones de los administradores que se podrían enjuiciar por no cumplir con el deber de atender este deber de gestionar en consideración de los derechos humanos o el medio ambiente, reduciendo el riesgo de incurrir en un deber de resarcir.

El otro camino para promover una gestión con los objetivos ESG pasa por conceder incentivos que retribuyan, a través de la remuneración variable, los resultados. De nuevo aquí el éxito es escaso, ante la dificultad para medir con criterios econométricos objetivos y seguros esos resultados. Y, de nuevo, esto incrementa el riesgo de que la persecución por las sociedades de fines públicos incremente el poder sin control de los ejecutivos e, incluso, puedan influir en su propia remuneración (León).

 

A modo de conclusión

Vuelvo al principio, cuando me “sorprendía” del entusiasmo con el que los ejecutivos de las grandes corporaciones se enrolan en esta aventura en la que se empuja a la empresa a la consecución de objetivos colectivos de interés general. La fijación, ordenación y jerarquización de estos fines implica complejos procesos de decisión por los órganos corporativos de la sociedad en atención a intereses más heterogéneos y plurales que los que siempre tuvieron que considerarse. Pero cuando los administradores deben contemplar y defender más intereses, mayor es su discrecionalidad y menor es el control al que se someten y su responsabilidad (Embid, Stella-Richter). Quizá esto pueda ayudar a explicar la adhesión de los ejecutivos a la nueva moda, menos altruista de lo que se pretendía, cuando proclaman su disposición para encarnar la defensa de esos intereses que la empresa debe perseguir (¿no habría que hablar ya de un interés an mich?) para frenar el egoísmo accionarial. Por ello, este interés debe verse con cierto escepticismo en el marco de este ritornello del debate que se remonta a hace más de 100 años sobre el modelo de gobierno corporativo (Gondra). La invocación de estos intereses resucita la tensión irresoluble entre la eficiencia en la gestión, que sin duda requiere una amplia discrecionalidad, y la necesidad de establecer límites al poder de esos ejecutivos, que se ve afectada cuando se autoriza a los ejecutivos a atender nuevos intereses.


Foto: Pedro Fraile