Por Juan Damián Moreno

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                                   A propósito de la responsabilidad penal de la persona jurídica

 

Como no soy especialista en la materia, para tratar sobre este tema me he animado como decía Carnelutti a mirar al patio del vecino y conjeturar un par de hipótesis por si mis reflexiones pudieran ser de utilidad. He querido imaginarme, más allá de lo que forma parte de la teoría general del delito, que el actual régimen de responsabilidad de las personas jurídicas que regula el Código penal, tiene su origen en países donde se encuentra muy acentuado el sistema de responsabilidad corporativa y donde esta materia seguramente haya alcanzado un gran desarrollo doctrinal, especialmente en materia empresarial.

Por lo tanto, he preferido imaginarme, sin que tampoco tenga aun certeza de ello, de que en estos países lo que tratan de evitar es que cuando se produce un hecho dañoso, antijurídico, las grandes compañías no traten de refugiarse en el estrecho y correoso concepto de la compensación que obligue a los perjudicados a asumir el riesgo de tener que hacer frente a un proceso judicial para resarcirse de los perjuicios sufridos, sin tan siquiera tener la oportunidad de llegar aspirar a una sanción jurídica mucho más avanzada y justa desde el punto de vista de la respuesta legal, o que traten de desviar su responsabilidad hacia a un empleado de segundo nivel a quien imputar su responsabilidad o, lo que es peor, que intenten sortear el proceso ofreciendo cantidades que les impida tener que reconocer públicamente su culpa y pedir perdón por el mal causado.

Como ha indicado uno de los mayores especialistas en el tema en su elaborado trabajo Rethinking Corporate Crime, mi amigo James Gobert, este tipo de maniobras ocasionaban una enorme frustración entre las víctimas y sus familiares, que en la mayor parte de los casos no llegaban jamás a conocer la verdad de lo sucedido. Y para las empresas, afrontar esta responsabilidad, derivada de un hecho ajeno, también les generaba problemas ya que al final eran encausados directivos que no tenían culpa alguna y se veían abocados a soportar una sanción penal que no les correspondía.

Supongo igualmente que este tipo de comportamientos tan poco edificantes alcanzaron el mismo nivel de sofisticación al tratar de exigir responsabilidad a las empresas por la vía penal. Con arreglo a los esquemas clásicos, es fácil de adivinar la resistencia inicial que habrían podido tener los tribunales para condenar a una persona jurídica. Pero como al igual que a Kant fue el empirista Hume quien lo despertó de su sueño dogmático, a los tribunales de estos países a los que me refiero, seguramente fue la realidad la que logró despertarles también de su letargo dogmático comenzando a golpe de sentencia a abrir una brecha que llegó a permitir que se consiguiera finalmente condenar penalmente a las personas jurídicas.

Faltaba para completar este escenario encontrar el medio de incriminar a las empresas que, debido a su estructura organizativa, no fueran capaces de prevenirlos ni de evitarlos. No se trata pues de configurar una responsabilidad penal por vía sustitutoria. La eventual responsabilidad del causante del daño y la de la empresa o entidad en la que ésta se produce, aunque dependiente una de la otra, operan en planos distintos; por eso algunos, siguiendo el modelo norteamericano, sostienen de que se trata de una responsabilidad vicarial o indirecta (Circular FGE 1/2016), lo que no quiere decir subsidiaria, aunque a la vista de la jurisprudencia del Tribunal Supremo (SSTS 154/16 [Roj 613/2016] y 221/16 [Roj 966/2016]), parece que no es así.

Lo que sí creo que sé, es que es una responsabilidad que obedece a presupuestos diferentes a los de la responsabilidad individual y con una finalidad diferente, fundamentalmente preventiva y al margen de la reprochabilidad del sujeto individual causante del daño. Por lo tanto, la idea no es perseguir a las empresas que cometan delitos sino perseguir a las que dispongan de una organización interna que permita a sus directivos llevar a cabo actividades delictivas. Me inclino a pensar por ello que con ello se consigue además introducir en el ámbito corporativo hábitos moralmente saludables en la actuación comercial.

Y esta es la solución que quizás debió barajar el legislador español cuando decidió trasladar este esquema al ámbito de la justicia penal porque precisamente, al margen del resultado dañoso, la ley exonera de responsabilidad penal a aquellas empresas que, antes de la comisión del delito, hayan adoptado y ejecutado eficazmente un modelo de organización y gestión que resulte adecuado para prevenir delitos de la naturaleza del que fue cometido o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión.

Probablemente estemos todos de acuerdo en que la ausencia de medidas eficaces de control constituye el eje vertebrador de esta infracción y el fundamento de su responsabilidad. La ley exonera de responsabilidad penal a quien disponga de esta especie de línea de vida en el ámbito organizativo de las sociedades.

No estoy en condiciones de afirmar sin embargo si estamos ante una eximente, una causa de justificación o, como señala mi colega de Blog, Juan Antonio Lascuraín, que de esto sabe un rato, ante un presupuesto que elimina la tipicidad. Por eso, hubiera sido deseable que el legislador hubiera descrito mejor el tipo penal y haber aclarado que el delito cometido por la persona física es en el fondo una mera condición objetiva de punibilidad. Así pues, sería posible aventurar que para la persona jurídica, el deber de diligencia opera en muchos casos como la antítesis de la culpabilidad. Por eso, si tuviéramos que reflejar el sistema con una fórmula matemática, en la mayoría de los supuestos ésta podría responder perfectamente a la siguiente ecuación: Si «p» entonces «q». Si eso fuera así, ¿cómo puede librarse o liberarse la persona jurídica de su responsabilidad? A mi modo de ver, probando que se hayan adoptado precauciones razonables desde el punto de vista organizativo o de gestión adecuadas para prevenir el delito que ha cometido la persona física. Por lo tanto, a la fórmula habría que añadirle: a menos que haya obrado con la debida diligencia para identificar las eventuales malas prácticas e impedir la existencia del delito.

Pero siendo una circunstancia que exonera a la persona jurídica de la responsabilidad criminal y habiendo llevado el problema al ámbito de la jurisdicción penal, lo que un procesalista debiera preguntarse es si esto altera las reglas sobre la carga de la prueba. No hay duda de que a la acusación tendría que acreditar que el delito del que se hace derivar la responsabilidad penal de la persona jurídica. La acusación, de conformidad con los principios derivados del derecho a la presunción de inocencia, tiene el deber de soportar la carga material de la prueba y por lo tanto la necesidad de probar, más allá de cualquier duda razonable, que el delito lo ha cometido el sujeto a quien se dirige el procedimiento.

¿Cabe seguir idéntico planteamiento respecto de los hechos que dan lugar a la responsabilidad penal de la persona jurídica? El actual régimen de responsabilidad de las personas jurídicas alcanza su desarrollo más notable en países que han preferido reconducir esta materia hacia construcciones más pragmáticas, pero no por ello más útiles, y han pretendido dar contenido sustantivo a la noción del deber de diligencia. De esta manera se permite que las empresas puedan exonerarse de la responsabilidad penal si acreditan que disponen programas que presuponen inicialmente que se ha obrado con arreglo a dicho deber pero sin que sin que su existencia constituya una prueba definitiva y determinante. Por otra parte, como sabemos, la ley no castiga a las empresas por no disponer de sistemas eficaces de organización y de gestión que sirvan para prevenir ese tipo de delitos.

A mi modo de ver, atribuir a la acusación la carga de probar, más allá de cualquier duda razonable, que la empresa ha cumplido con su deber de diligencia y, en consecuencia, exigirle la carga de probar sobre si disponía o no de los medios eficaces para haber podido impedir que el delito se hubiese cometido o, incluso, para reducir las consecuencias del que se haya podido cometer, es, desde el punto de vista de la accesibilidad a las fuentes de prueba, situar al Estado en una situación procesalmente muy precaria y por esta razón como sucede en los países a los que acabo de hacer referencia, han decidido desplazar la carga de la prueba a la persona jurídica.

Para sortear este tipo de situaciones, los procesalistas llevamos tiempo acudiendo a la noción de facilidad probatoria como elemento modulador de la estricta aplicación de las normas que distribuyen la carga de la prueba. En este aspecto, creo que no sería descabellado aplicar dicho criterio igualmente a este tipo de supuestos por las dificultades que para la acusación supondría lograrla y no tuviera que soportar una prueba prácticamente imposible.

Eso no significa que la acusación tenga que cruzarse de brazos, máxime cuando junto a la acusación pública concurra una acusación particular a la que se le pueda presumir un alto grado de conocimiento de la situación interna de la empresa. Así pues, no se me ocurre otra forma de compaginar este punto de vista con la doctrina con la que Tribunal Supremo ha tratado este aspecto que acudir a una noción a la que ya he aludido en algún otro lugar como es la del esfuerzo razonable.

No cabe pedirle al fiscal un esfuerzo probatorio las más allá de lo que es razonable exigirle. Por lo tanto, si se me permite este juego de palabras, no cabe exigir al fiscal una prueba de la culpabilidad más allá de cualquier esfuerzo razonable. A lo largo del proceso el tribunal sentenciador puede y debe valorar la conducta de aquella parte que, teniendo a su alcance la posibilidad de acreditar un hecho, no lo hace y se limita a negarlo para obtener así una ventaja procesal amparada en la estricta aplicación de las reglas generales sobre la carga de la prueba.

Para terminar, quisiera referirme a otro de los temas que suelen ser objeto de análisis en aquellos países donde se encuentra muy consolidada la doctrina sobre esta materia: me estoy refiriendo al estándar de prueba. Ya sabemos que las normas de la carga de la prueba determinan quién debe soportar los efectos negativos de la falta de la prueba en caso de duda o inexistencia de prueba. En cambio, las reglas sobre el estándar de prueba tratan de explicar hasta qué grado de convencimiento hemos de exigir al juez para que pueda dar por probado un hecho, lo que a nuestro modo de ver tiene una incidencia directa en tema que nos ocupa.

En el proceso penal este problema está mucho más resuelto que en el civil en la medida en que de conformidad con el principio de presunción de inocencia, la culpabilidad del acusado debe quedar acreditada más allá de cualquier duda razonable. El fundamento de esta regla obedece como sabemos a la necesidad de minimizar el riesgo de que un error pudiera llevar al juzgador a condenar a un inocente. Como decía Ronald Dworkin, siendo la dignidad de los seres humanos lo que está en juego, el Estado debe poner todos los medios para que no ocurra; en esto, dice, no se puede ser tacaño («Justice for Hedgehogs», p. 372).

Así las cosas, y dando por supuesto que en estos casos la carga de la prueba corresponde a la persona jurídica o pueda en algún momento a llegar a admitirse que la tuviera, parecería obligado preguntarse cuál tendría que ser el estándar de prueba exigible a la persona jurídica. Desde mi punto de vista no creo que para exonerarse de su responsabilidad fuera adecuado exigirle a la persona jurídica un estándar de prueba similar al de la acusación. Por eso, la doctrina está siendo mucho más permeable a incorporar en este tipo de procesos la noción sobre el balance de probabilidadesbalance of probabilities» o, su equivalente en EEUU, «preponderance of the evidence»). De esta manera, en el marco referido exclusivamente a determinar la existencia o no de responsabilidad de la persona jurídica, y salvo que la ley o los tribunales exigieran justificadamente reglas específicas sobre el estándar de prueba, esto significaría que sería función del tribunal sentenciador determinar qué parte de los hechos es más probable que sea cierta, de forma que, entre dos hipótesis contradictorias, debería inclinarse por la que cuente con mayores probabilidades de ser la verdadera.

De cualquier forma y para terminar, vista la posición del Tribunal Supremo y de lo que defiende la doctrina mayoritaria, no tengo la seguridad de que todo lo que acabo de decir tenga algo que ver con nuestro país, pero por si acaso.


Nota: El texto anterior recoge la reconstrucción de la intervención que desarrollé el pasado 12 de septiembre de 2016 con ocasión del Encuentro de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo con Magistrados y Magistradas de los Tribunales Superiores de Justicia y de las Audiencias Provinciales que ha dirigido D. Manuel Marchena Gómez.

Imagen: La gallina ciega (Goya). Museo del Prado.