Por Fernando Gascón Inchausti

 

A comienzos de este año el Ministerio de Justicia dio difusión al Anteproyecto de ley de acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores. Se trata del primer paso para trasponer a nuestro ordenamiento la Directiva (UE) 2020/1828 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de noviembre de 2020; de hecho, se trata de un primer paso ya tardío, pues la normativa para incorporar lo dispuesto en la directiva debía haber estado publicada ya el 25 de diciembre de 2022 y, en todo caso, debería ser aplicable el próximo 25 de junio.

 

El modelo de la Directiva sobre acciones de representación

La Directiva sobre acciones de representación se aprobó tras un laborioso esfuerzo, debido a las reticencias de ciertos Estados miembros y a la dificultad de hallar un punto de equilibrio entre los intereses contrapuestos de quienes apuestan a ultranza por la tutela de los consumidores −y, por supuesto, por la plena efectividad del Derecho europeo de consumo− y quienes recelan de una llegada a suelo europeo de las class actions estadounidenses, con todos los efectos secundarios que de ello se derivarían.

Esta es, de hecho, la idea-fuerza que late tras la regulación de la Directiva: desplegar un sistema completo de tutela judicial colectiva de los consumidores que sea inmune al abuso.

a) En cuanto a lo primero −desplegar un sistema completo de tutela colectiva−, debe recordarse que desde 1998 el legislador europeo obligaba a los Estados miembros a disponer de acciones de cesación para la defensa de los consumidores: en aplicación de una Directiva de 1998 (puesta al día en 2009) existen en los sistemas procesales nacionales mecanismos que legitiman a determinadas entidades para solicitar que empresarios o profesionales dejen o se inhiban de realizar actuaciones contrarias a los derechos de los consumidores. La orden judicial de cesación o inhibición beneficia a todos aquellos que se habían visto afectados por la conducta antijurídica e impide que otros consumidores se vean perjudicados en el futuro: por eso puede y suele decirse que este tipo de acciones son “colectivas”. Ahora bien, lo que no proporciona la orden de cesación es una reparación de los daños que la conducta lesiva haya provocado a los concretos consumidores afectados.

Este lleva siendo el caballo de batalla desde hace más de quince años –el hito más relevante en el camino fue la Recomendación que en 2013 dirigió la Comisión a los Estados miembros sobre los mecanismos de recurso colectivo de cesación o de indemnización–, pues las consecuencias económicas de una acción colectiva de cesación son, sin duda, mucho menos gravosas que las que puede llevar asociada una sentencia que condene a reparar a todos los consumidores perjudicados o, si no a todos, a un número muy elevado. Por eso, lo más significativo de la Directiva 2020/1828 es precisamente que obliga a los Estados miembros a disponer en sus ordenamientos nacionales de instrumentos eficaces que permitan el ejercicio de acciones colectivas resarcitorias.

b) Y, precisamente como contrapartida, se trata de asegurar por todos los medios que el ejercicio de estas acciones colectivas resarcitorias no será abusivo, esto es, que no podrá utilizarse de forma torticera para distorsionar el funcionamiento del mercado y/o de la actividad económica de productores y empresas del sector terciario. La terminología utilizada es un claro indicio de esta voluntad de marcar distancias con lo que ocurre en Estados Unidos: se habla de “acciones de representación”, no de acciones colectivas o acciones de clase. Pero, al margen de la simbología de las palabras, la Directiva utiliza varias piezas normativas para alcanzar este fin. Así, la legitimación ha de restringirse a ciertas entidades, que han de contar con el visto bueno de los Estados miembros (art. 4 DARC) y que están sujetas a su supervisión (art. 5 DARC): se excluye así la posibilidad de que un solo consumidor afectado pueda erigirse en representante de la clase y, con el apoyo de un despacho de abogados, interponga una acción colectiva de alcance resarcitorio –como sucede habitualmente en Estados Unidos–. Se prevé, igualmente, que puedan desestimarse las demandas infundadas “en la fase más temprana posible del procedimiento” (art. 7.7 DARC). La “alergia” a las class actions se hace igualmente visible cuando se desaconseja vivamente la imposición de indemnizaciones punitivas (considerandos 10 y 42). En esta misma línea incide la prohibición de que la acción colectiva pueda estar financiada por un tercero cuando exista conflicto de intereses (art. 10 DARC).

 

El impacto de la Directiva en nuestro ordenamiento y la opción por una reforma en profundidad de nuestro sistema de tutela colectiva en materia de consumo

Aprobada la Directiva, cada legislador nacional ha tenido que analizar su impacto real sobre su ordenamiento, como paso previo para proveer a su trasposición. En España, como ya se sabe, la entrada en vigor de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 supuso la aparición de herramientas procesales para el ejercicio de acciones colectivas en materia de consumo, sin límite en cuanto a su contenido, incluyendo también –diría incluso que sobre todo– pretensiones resarcitorias o de reparación lato sensu. La trasposición en 2002 de la Directiva de 1998 sobre acciones de cesación, además, dotó de un régimen procesal específico a esta modalidad de pretensiones. Vistas las cosas a gran escala, podría decirse que nuestro ordenamiento sí que es compatible con la Directiva −sí que “cumple” con sus exigencias−. Podría pensarse, en consecuencia, que la incorporación de esta a nuestro ordenamiento no habría de comportar excesiva dificultad, más allá de los imprescindibles ajustes legales.

Una comparación más detenida pone de manifiesto, sin embargo, que son muchos los “detalles” que la Directiva regula y de los que nuestro aún vigente sistema carece; y no solo detalles, sino piezas esenciales del modelo de la Directiva, como los acuerdos resarcitorios, brillan por su ausencia en la actualidad. Además, existen previsiones de la Directiva que pueden chocar en gran medida con la voluntad del legislador europeo, especialmente en lo que atañe al cumplimiento y la ejecución de las sentencias y, en su caso, de los acuerdos transaccionales.

Por otro lado, no puede obviarse que la regulación vigente no ha servido para canalizar en la práctica la tutela judicial de situaciones en que se habían producido lesiones a los derechos e intereses colectivos de los consumidores. Son varias las razones que explican el fracaso en la práctica del modelo de acciones colectivas de la LEC; pero entre ellas se encuentra, sin duda, una regulación legal claramente incompleta e insuficiente, que no otorga a los operadores jurídicos implicados −primordialmente a jueces y abogados− un entorno de “seguridad jurídica procesal” adecuado.

La necesidad de trasponer la Directiva ha servido así de oportunidad para ofrecer una reestructuración amplia del régimen de las acciones colectivas, tanto en lo más externo o visible, como en su propio contenido.

a) En el terreno de lo externo, el Anteproyecto propone regular de forma sistemática esta cuestión en el Libro IV de la LEC, en un nuevo Título IV, con la rúbrica “De los procesos para el ejercicio de acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores y usuarios”. Con ello, se propone añadir a la Ley nada menos que 58 artículos, del 828 al 885. Esto comporta a su vez abandonar la técnica regulatoria previa, que había consistido en establecer especialidades procedimentales para los procesos colectivos dispersas en aquellas sedes de la LEC en que se regulaba el requisito procesal, el trámite o el efecto procesal al que dicha especialidad había de afectar (v.g., al tratar la capacidad para ser parte, la intervención, la competencia territorial, la acumulación de procesos, la cosa juzgada o la ejecución). Se propone, en consecuencia, suprimir prácticamente todas las referencias a las acciones colectivas del articulado de la LEC, salvo un par de menciones al abordar el recurso de casación (para asegurar su procedencia) y la ejecución provisional (para negarla).

Asimismo, el Anteproyecto propone reformar el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, especialmente el Capítulo I del Título V, en el que dejan de regularse las acciones de cesación −su régimen se incorpora plenamente a la LEC− y se aborda la legitimación para el ejercicio de las acciones de representación, estableciendo qué entidades estarán habilitadas a tal fin, qué requisitos habrán de cumplir las asociaciones de consumidores y usuarios que aspiren a esa habilitación, qué procedimiento ha de seguirse para obtenerla y los mecanismos de supervisión, evaluación y revocación.

Finalmente, el Anteproyecto propone modificar las leyes especiales que contenían normas específicas sobre acciones colectivas y/o acciones de cesación en defensa de los derechos e intereses de los consumidores, básicamente para adaptarlas a las nuevas normas de legitimación y al nuevo régimen procesal (se trata, en particular, de las normas sobre competencia desleal, condiciones generales de la contratación, servicios de la sociedad de la información, comercialización a distancia de servicios financieros, contratación de bienes con oferta de restitución del precio, contratación de préstamos o créditos hipotecarios, libre acceso a las actividades de servicios, contratos de crédito al consumo, aprovechamiento por turno de bienes de uso turístico y garantías y uso racional de los medicamentos).

b) En cuanto al contenido, los 58 nuevos artículos que se quieren incluir en la LEC ofrecen un tratamiento normativo mucho más extenso y exhaustivo de la materia. Ante todo, porque se regulan extremos que hasta ahora carecían de previsión normativa expresa. Y, en general, porque se ofrecen normas detalladas en relación con el qué, el cuándo y el cómo de las diversas piezas y fases del proceso. Sin duda, el resultado son preceptos en ocasiones largos y prolijos, con frecuentes remisiones internas y que obligan a un estudio detenido de todo el conjunto. Pero se trata de algo conforme con la cultura regulatoria de nuestro sistema procesal, donde tanto jueces como abogados están acostumbrados a trabajar al amparo de regulaciones que descienden al nivel del detalle en muchos extremos y que, como he señalado antes, les ofrecen un contexto de seguridad jurídica procesal que les permite desempeñar mejor sus respectivas funciones. Y este elemento, aunque sea más sociológico, es importante a la hora de fomentar una mejor aplicación de las normas.

Sentadas las premisas anteriores, los párrafos que siguen pretenden ofrecer una descripción de conjunto del sistema que propone el Anteproyecto. Me ocuparé primero de aquellos aspectos que son comunes al sistema, para después abordar de forma separada el régimen de las acciones de cesación y, sobre todo, el de las acciones resarcitorias. Omitiré las referencias a artículos concretos del texto propuesto, pues cabe imaginar que habrá cambios, si llega a aprobarse. Y, por puras razones de estilo o de economía del lenguaje, utilizo con la expresión de “acción colectiva” como sinónimo de acción de representación, y la expresión de “proceso colectivo” para referirme al proceso en que se ejercite una acción de representación.

 

Un sistema centrado en la tutela de los consumidores

En abstracto cabe imaginar sistemas de tutela colectiva en todos aquellos sectores del ordenamiento en que puedan producirse infracciones que generen daños homogéneos a una pluralidad de sujetos. La Directiva de 2020, sin embargo, solo obliga a los Estados miembros a implantar mecanismos de tutela colectiva acordes con sus estándares cuando se trate de la protección de los derechos de los consumidores en aquellos ámbitos en que se ha producido una previa actuación normativa del legislador europeo –que se enumeran en su Anexo I. El objetivo, al menos por ahora, consiste en reforzar al máximo la aplicación de la normativa europea en materia de consumo, dejando de lado otros posibles sectores (como, v.g., el medio ambiente).

El legislador español, como cualquier otro legislador nacional, es libre de arbitrar mecanismos de tutela colectiva de ámbito más amplio, siempre que el sector del consumo esté cubierto. No obstante, la opción del Anteproyecto consiste en ceñir la nueva regulación que se propone al ámbito del consumo. Ahora bien, a diferencia de la Directiva, se ha preferido efectuar una remisión abierta y genérica: el sistema podrá utilizarse para reaccionar “frente a conductas de empresarios o profesionales que infrinjan los derechos colectivos de los consumidores y usuarios”, sin ulteriores especificaciones. Quedan cubiertas, por tanto, todas las parcelas sectoriales del Derecho de consumo a que se refiere el Anexo I de la Directiva, incluidas aquellas que no son propiamente normas para la defensa de los consumidores pero en cuya aplicación puedan acabar produciéndose infracciones con resultados dañosos a quienes se hayan relacionado con empresarios o profesionales en su condición de consumidores y usuarios: es lo que sucede, señeramente, con la protección de datos personales (el RGPD figura en el listado del Anexo I). Más aún, lo genérico del ámbito de la regulación propuesta por el Anteproyecto permite abarcar el ejercicio de acciones colectivas en sectores no mencionados en el Anexo I de la Directiva, siempre que se trate de tutelar a quienes ostenten la condición de consumidores: y esto abre las puertas al ejercicio de acciones colectivas para reclamar la reparación de daños ocasionados a consumidores –pero solo a ellos– como consecuencia de la infracción de las normas de defensa de la competencia (a pesar de que este sector del ordenamiento ha quedado fuera del ámbito de la Directiva).

 

Tribunales especializados y “empoderados”

Es necesario encomendar la dirección y tramitación de estos procesos a tribunales especialmente cualificados. Esta cualificación, a mi juicio, se proyecta de dos modos distintos, pero complementarios: hacen falta tribunales especializados y tribunales «empoderados».

a) Solo puede asegurarse el buen funcionamiento de un sistema de acciones colectivas si se deposita en las manos de tribunales especializados, esto es, expertos en las materias objeto de enjuiciamiento, pero también en la singular forma de gestionar este tipo de procesos. Esta especialización se puede fomentar, por supuesto, a través de programas de formación ad hoc; pero también ha de tener un respaldo orgánico o, si se prefiere, organizativo.

En este punto, el Anteproyecto propone atribuir el enjuiciamiento de estos procesos a los Juzgados de Primera Instancia, con independencia de la materia sobre la que versen. Pero ha de tratarse de Juzgados especializados, preferiblemente con ámbito provincial, en términos similares a lo que ya ocurre con los conocidos “Juzgados de cláusulas suelo”. Esta opción por los Juzgados de Primera Instancia, en detrimento de los Juzgados de lo Mercantil, puede resultar polémica y resulta, en todo caso, coyuntural, no estructural: lo relevante, en el fondo, es que estos procesos se concentren en pocos tribunales que, de ser posible, no se encuentren de partida sobresaturados. Una eventual aprobación del nuevo modelo de organización judicial que propugna el Proyecto de Ley Orgánica de eficiencia organizativa del servicio público de justicia puede permitir fórmulas diversas, en función de los tribunales de instancia y de las secciones en que estos se organicen.

b) Pero, además de especializados, los tribunales que conozcan de los procesos en que se ejerciten acciones colectivas han de ser tribunales «empoderados». A mi juicio, un tribunal «empoderado» es aquel en quien concurren tres circunstancias: i) tiene legalmente atribuidos unos poderes o potestades; ii) es consciente de que los tiene; iii) el legislador –en abstracto– y los justiciables –en cada caso concreto– esperan de él que los ejerza y, de hecho, pueden forzarlo a utilizarlos. Esos poderes del tribunal no están limitados a la ordenación formal del proceso, sino que también inciden en su ordenación material, pues ambos terrenos son especialmente difíciles de deslindar en materia de procesos colectivos.

Y esto se logra a través de normas que en algunos puntos de la regulación del proceso han de ser «abiertas», en el sentido de que no predeterminan la decisión del tribunal en relación con un aspecto concreto del proceso, ni le ofrecen pautas o criterios cerrados que dependan de elementos constatables, sino que le fuerzan a resolver con arreglo a parámetros discrecionales, en función de las circunstancias del caso y de lo que se considere mejor para una buena administración de justicia, ponderando de forma adecuada los intereses contrapuestos.

 

Legitimación extraordinaria, restringida y vigilada

La regulación de la legitimación para el ejercicio de las acciones de representación (sean del tipo que sean, esto es, sin distinción entre las cesatorias y las resarcitorias) se delega por la LEC al Texto Refundido de la LGDCU. En este punto, el Anteproyecto propone cambios de cierta relevancia, pues limita la legitimación a (i) el Ministerio Fiscal, (ii) la Dirección General de Consumo y los órganos o entidades de las comunidades autónomas y corporaciones locales con competencia en materia de defensa de los consumidores y (iii) las asociaciones de consumidores y usuarios que estén “habilitadas” para el ejercicio de acciones de representación.

A diferencia de lo que sucede ahora, el mero hecho de estar registrada como tal no asegura a una ACU la legitimación para el ejercicio de acciones colectivas; y la presencia en el Consejo de Consumidores y Usuarios tampoco cualifica a una ACU como “representativa”. Para la designación/habilitación, una ACU habrá de cumplir con una serie de requisitos, que la Directiva solo exige para aquellas que aspiren al ejercicio de acciones transfronterizas −esto es, acciones de representación en Estados miembros distintos de aquel en que están establecidas−, pero que el Anteproyecto −siguiendo en esto la recomendación de la Directiva− ha optado por extender también a los supuestos puramente internos. Estos requisitos están encaminados a asegurar una cierta “seriedad” en el ejercicio de acciones colectivas −en coherencia con el propósito de evitar litigios colectivos abusivos− y, en gran medida, coinciden con los que se exigen para registrarse como ACU. En particular, debe señalarse la exigencia de que hayan desempeñado durante un periodo mínimo de un año, de manera efectiva y pública, la actividad propia de su fin de protección de los intereses de los consumidores: se cierra el paso así a posibles asociaciones ad hoc y, desde luego, se deja fuera del sistema a los “grupos de consumidores” que, según el régimen aún vigente, tienen capacidad para ser parte y legitimación para ejercer acciones colectivas si están integrados por más de la mitad de los afectados por el hecho dañoso.

La concurrencia de los requisitos de los que depende la habilitación para ejercer acciones colectivas, por otro lado, es objeto de supervisión. Al margen de un control más general, la parte demandada podrá alegar en el proceso que la entidad demandante carece de aquellos requisitos, como fórmula para lograr (previo informe del Ministerio de Consumo) el sobreseimiento del proceso o, al menos, la exclusión de la entidad afectada del elenco de eventuales codemandantes: se trata de una pieza que abunda en el propósito de evitar los abusos.

 

Un Registro Público de Acciones de Representación (y algunos otros elementos comunes al sistema)

Como pieza adicional para el buen funcionamiento de un sistema de acciones colectivas se propone la creación de Registro Público de Acciones de Representación, de carácter electrónico y con sede en el Ministerio de Justicia –similar a los que existen en otros países de la Unión–. En él se ha de inscribir información en relación con las demandas colectivas admitidas a trámite, su ámbito objetivo y subjetivo, así como los hitos procesales que resulten relevantes para una mejor coordinación entre procesos colectivos y un adecuado ejercicio de los derechos de los consumidores afectados por ser titulares de los derechos o intereses en juego.

Para reforzar la posición jurídica de los potenciales demandantes se extiende igualmente a este ámbito –con los ajustes imprescindibles– el régimen de acceso a fuentes de prueba de los arts. 282 bis) y sigs. LEC, inicialmente diseñado para los procesos en reclamación de daños antitrust y que también se aplica a los procesos en que se ejercitan acciones en defensa de los secretos empresariales.

Asimismo, se propone que el ejercicio de cualquier acción de representación, con independencia de su contenido cesatorio o resarcitorio, suspenda los plazos de prescripción de las acciones individuales de resarcimiento. Esta regla, sin embargo, ha de manejarse con cierta prudencia: según se verá más adelante, el ejercicio de una acción colectiva resarcitoria que resulte certificada en modo opt-out (la regla general) acaba determinando, una vez cerrado el plazo para ejercer la facultad de exclusión, la preclusión al ejercicio de acciones individuales comprendidas en su ámbito; así, por mucho que se hubiera suspendido el plazo de prescripción, una eventual falta de ejercicio separado será imposible llegado un cierto punto, aunque no sea ya por prescripción.

 

Reglas especiales para las acciones de cesación

En relación con las acciones de representación de cesación el Anteproyecto asume la regulación preexistente, aunque aporta una serie de novedades, haciendo suyas en algunos puntos las recomendaciones de la Directiva.

a) El contenido posible de la acción se amplía: además de la cesación en la conducta, la prohibición de reiteración y la prohibición de realización de una conducta, podrá también pretenderse la declaración de que una conducta es contraria a las normas de protección de los derechos e intereses de los consumidores y usuarios. Se presume, pues, el interés para el ejercicio de pretensiones meramente declarativas.

b) La estimación de la pretensión no requerirá la prueba de la existencia de dolo o negligencia por parte del demandado, ni de pérdida, daño o perjuicio efectivo en los consumidores y usuarios afectados.

c) Se incorpora como requisito para la admisibilidad de la demanda la reclamación previa al empresario o profesional, con una antelación mínima de quince días: se pretende, con ello, fomentar una suerte de cumplimiento voluntario que haga innecesario el ejercicio de la acción en vía judicial.

d) Se mantiene la tramitación de estas pretensiones por los cauces del juicio verbal, aunque con cuatro particularidades:

(i) el plazo para contestar a la demanda será de veinte días, en vez de los diez días habitualmente previstos por la ley;

(ii) siempre habrá de celebrarse vista. Téngase en cuenta que el Anteproyecto de ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de justicia pretende ampliar el margen de tramitación de juicios verbales sin vista, especialmente cuando no resulta necesaria la práctica probatoria; y esta falta de necesidad probatoria no será extraña en los procesos en que se ejercitan acciones de cesación, a menudo centrados en extremos puramente jurídicos, no fácticos. Con esta regla pretende evitarse que procesos en que se resuelven pretensiones de alto impacto pudieran llegar a resolverse sin una audiencia formal del tribunal con las partes (de modo más parecido, pues, a un expediente administrativo que a un proceso judicial);

(iii) su tramitación será preferente;

(iv) frente a la sentencia dictada en apelación habrá de caber en todo caso recurso de casación.

 

Acciones resarcitorias: contenidos posibles y preferencia por un modelo opt-out

La regulación de las acciones de representación resarcitorias concentra las principales novedades del sistema y, sin duda, las más polémicas −especialmente, pero no solo, desde el punto de vista de los potenciales demandados.

El contenido de la acción resarcitoria, o si se prefiere, las posibles peticiones de tutela que pueden dirigirse al tribunal, dependen de la regulación sustantiva, esto es, del tipo de derechos o intereses que se hayan infringido y del remedio previsto. A título ejemplificativo, y siguiendo en esto a la Directiva, se enuncian la condena al pago de indemnizaciones, la reparación o sustitución de bienes o el reembolso del precio pagado; pero también pueden tener cabida pretensiones colectivas constitutivas, como la resolución en masa de los contratos en que se haya materializado la conducta infractora o la reducción del precio de los bienes y servicios afectados por aquella. Es importante subrayar que el Anteproyecto, igual que la Directiva, no concibe estas acciones resarcitorias como acciones follow-on o consecutivas a una previa declaración de antijuricidad de la conducta del empresario o profesional demandado: es posible –de hecho, será lo ordinario– que en el marco del mismo proceso se pretenda la declaración de antijuricidad de la conducta empresarial y que, sobre esa base, se sustente la pretensión condenatoria o constitutiva colectiva ejercitada.

El elemento clave a la hora de diseñar un modelo de tutela colectiva de alcance resarcitorio es la determinación del modo en que se ha de delimitar el ámbito subjetivo de la acción. Es habitual señalar que son dos los grandes modelos posibles, el de la inclusión voluntaria (opt-in) y el de la inclusión por defecto con posibilidad de exclusión (opt-out). En un modelo de inclusión voluntaria solo se harán valer en el proceso los derechos e intereses de aquellos consumidores afectados por la conducta lesiva que hayan manifestado expresamente su voluntad de adherirse y de quedar vinculados por el desenlace del proceso. En un modelo de inclusión por defecto, por el contrario, el proceso y su desenlace afectarán a todos los consumidores afectados, salvo a aquellos que hayan manifestado de manera expresa su voluntad de desvincularse.

En su Recomendación de 2013 –precursora de la Directiva de 2020– la Comisión Europea manifestó su preferencia por el modelo opt-in, sin duda el favorito de los potenciales demandados, ya que limita el impacto económico de los procesos colectivos. Lo cierto, sin embargo, es que en el momento de elaboración de la Directiva varios ordenamientos nacionales ya se habían decantado por un modelo opt-out, mientras que otros lo habían hecho por el opt-in, de modo que la Directiva prefirió ser flexible y dejar a los Estados miembros la posibilidad de elegir entre un sistema u otro. Por eso, el legislador europeo solo exige a los Estados que regulen la manera y la fase del proceso en que los consumidores afectados han de manifestar su voluntad, sea esta de adherirse o de excluirse. Esta previsión, de hecho, coloca en una posición “incómoda” al modelo introducido en España con la LEC de 2000, en el que ni hay necesidad de adhesión expresa, ni tampoco una posibilidad clara de desvincularse de la acción.

El Anteproyecto propone decantarse como regla general por un modelo de tutela colectiva resarcitoria de inclusión por defecto con posible exclusión voluntaria, esto es, por un modelo opt-out: la acción colectiva y la resolución o transacción que le ponga fin afectarán a todos los consumidores perjudicados por la conducta infractora, a no ser que estos hayan optado por desvincularse. Es una decisión que con toda probabilidad suscitará polémica –igual que lo habría hecho la contraria–, porque en este punto el debate es enconado y los argumentos a favor y en contra de cada una de las alternativas son irreconciliables. Al margen de las consecuencias en el plano económico, el mayor reto a que se enfrenta un modelo de opt-out desde el punto de vista constitucional es establecer un mecanismo que asegure una posibilidad real de que cualquier consumidor afectado pueda excluirse del ámbito subjetivo del proceso. Por eso, y ante todo, ha de asegurarse un conocimiento efectivo de la existencia del proceso por parte de los potenciales afectados, algo que requiere mecanismos de publicidad con estándares elevados en cuanto a su capacidad de llegar a los destinatarios. A tal fin, el Anteproyecto se decanta por otorgar poderes discrecionales amplios al tribunal, incluyendo las notificaciones individuales, cuando sean posibles, y el recurso a los medios de comunicación o cauces equivalentes (incluidas las redes sociales) de amplia difusión en el ámbito geográfico en que pueda presumirse la residencia habitual de los afectados.

Junto ello, ha asegurarse que la desvinculación sea fácil, esto es, la manifestación de la voluntad de desvincularse ha de poder realizarse por cauces sencillos, accesibles y exentos de costes. Para ello el Anteproyecto recurre a uno de los elementos clave en la articulación procesal de las acciones de representación resarcitorias, la plataforma electrónica que ha de servir de soporte a la tramitación de cada proceso colectivo y que habrá de establecerse por la entidad demandante si el tribunal “certifica” la acción como colectiva. El propósito es que, sin especiales formalidades, los consumidores que se consideren afectados por la conducta empresarial que ha motivado la interposición de la demanda colectiva puedan registrarse telemáticamente y manifestar su voluntad de exclusión, que quedará así registrada de forma fidedigna (sin perjuicio de prever asistencia específica para quienes se vean afectados por la brecha digital).

Como fórmula flexibilizadora, el Anteproyecto ofrece al tribunal la potestad de decidir en un caso concreto que resulta preferible integrar el ámbito subjetivo del proceso a través de la fórmula de la inclusión, aunque somete esta potestad a dos condiciones: de un lado, ha de justificarse en función de las circunstancias del caso concreto que resulta necesaria para una buena administración de justicia (v.g., si se aprecian serias dificultades para asegurar que la comunicación de la existencia del proceso llegará de forma efectiva a sus destinatarios); de otro, ha de reservarse para situaciones en que el interés económico de los consumidores afectados sea relevante. En relación con esto último el Anteproyecto propone que la cantidad reclamada o el valor de la prestación solicitada como resarcimiento para cada beneficiario sea superior a 5000 euros (se trata, como puede intuirse, de una cifra a la que se llega por una opción en gran medida discrecional, que puede reducirse o elevarse en función de la coyuntura).

Al margen de lo anterior, y porque también lo exige la Directiva, los consumidores afectados que residan fuera del territorio español solo podrán quedar vinculados a procesos colectivos en que se ejerzan pretensiones de tutela resarcitoria si han manifestado su voluntad expresa de quedar vinculados.

 

Procedimiento para tramitar las acciones resarcitorias: audiencia y auto de certificación

El Anteproyecto también propone importantes novedades desde el punto de vista procedimental. La estructura del juicio ordinario –desde luego, más aún la del verbal– no es adecuada para vertebrar un proceso colectivo. Por eso, se diseña un proceso declarativo en primera instancia novedoso, cuyas piezas esenciales son la audiencia y el auto de certificación.

El proceso ha de comenzar por demanda, interpuesta por alguna entidad habilitada, en la que habrán de identificarse con claridad la conducta infractora que motiva el ejercicio de la acción, los consumidores afectados –sea de forma individual, sea por sus características–, el perjuicio causado y el nexo causal entre la conducta y el perjuicio. La entidad demandante habrá de justificar igualmente la existencia de homogeneidad entre las pretensiones de los consumidores afectados y habrá de concretar la petición resarcitoria que solicita. Asimismo, habrá de incluirse un resumen financiero de las fuentes de financiación con que se cuenta para sostener el ejercicio de la acción; si existe financiación por un tercero habrá de indicarse y habrá que identificarlo.

Salvo que aprecie la concurrencia de algún requisito procesal, el Letrado de la Administración de Justicia admitirá la demanda a trámite, la trasladará a la parte demandada y convocará a todas las partes a la audiencia de certificación (no antes de 20 días ni más tarde de dos meses desde la convocatoria).

Una vez que se le da traslado de ella, la parte demandada no puede contestar aún a la demanda en cuanto al fondo, ni en cuanto a la procedencia de tramitarla como colectiva. Tiene abierto un primer cauce de reacción, por escrito, dentro de los diez días siguientes, para denunciar la falta de presupuestos procesales (jurisdicción y competencia incluidas: no cabe, pues, la declinatoria como tal, aunque este trámite cumple su función) o la carencia en la entidad demandante de los requisitos de los que depende su habilitación para ejercer acciones de representación. El actor, en su caso, podrá replicar por escrito en un plazo de cinco días.

La audiencia de certificación representa el primer encuentro oral de las partes entre sí y con el tribunal.

Lo primero que habrá de hacerse en ella es resolver sobre las cuestiones procesales planteadas y sobre la legitimación de la entidad demandante: es posible, en consecuencia, que el proceso quede sobreseído en esta etapa, sin que el tribunal llegue a pronunciarse sobre la certificación.

Superado en su caso lo anterior, la audiencia versará ya sobre su objeto esencial: debatir y decidir acerca de la procedencia de la certificación y, en caso de respuesta afirmativa, sobre el ámbito objetivo y subjetivo del proceso. El término “certificación” puede verse como una importación del Derecho federal estadounidense, pero no deja de reflejar lo que ha de hacerse: comprobar si, efectivamente, tal y como está planteada la pretensión, se dan las exigencias para el ejercicio de una acción de representación resarcitoria. Y esto depende de que exista un grado suficiente de homogeneidad entre las pretensiones, que justifique la posibilidad de pronunciarse de forma conjunta en un solo proceso. El Anteproyecto propone definir la concurrencia de homogeneidad en los términos siguientes: “cuando, en atención a la normativa sustantiva aplicable, resulte posible determinar la concurrencia de la conducta infractora, el daño colectivo cuyo resarcimiento se solicita y el nexo causal entre ambos sin necesidad de tomar en consideración aspectos fácticos o jurídicos que sean particulares a cada uno de los consumidores y usuarios afectados por la acción”.

La apreciación de la homogeneidad habrá de hacerse en cada caso concreto y puede resultar compleja: al fin y al cabo, aunque objetivamente las circunstancias sean equivalentes (v.g., todos los afectados adquirieron un producto defectuoso), el impacto de la conducta dañosa será potencialmente distinto en cada consumidor (en función, v.g., de la utilización realizada por cada uno del producto defectuoso en cuestión). Por eso, la fórmula que se propone pone el foco en la dimensión colectiva del daño: la comunidad ha de concurrir en cuanto a la conducta infractora, el nexo causal y el daño “colectivo”; hay homogeneidad porque cabe suponer que de la conducta se ha derivado un daño a todos los afectados, sin que para sostener esa presunción haga falta tener en cuenta datos o circunstancias singulares.

Al margen de lo anterior, la audiencia de certificación también podrá tener por objeto analizar si la acción resarcitoria es manifiestamente infundada y, en caso de que exista financiación por un tercero, verificar si concurre un conflicto de intereses (en este caso, el tribunal rechazará la financiación, la entidad demandante habrá de renunciar a la financiación o modificarla y, de no hacerlo, se sobreseerá el proceso o se excluirá a la entidad demandante afectada).

Una eventual denegación de la certificación de la acción colectiva supone una victoria contundente para la parte demandada, pues la firmeza de la decisión tiene efectos de cosa juzgada e impide la admisión en el futuro de otra acción de representación resarcitoria que tenga el mismo objeto, con independencia de quién sea la entidad demandante. Se trata, una vez más, de una previsión encaminada a evitar el abuso.

El otorgamiento de la certificación, por el contrario, marca el genuino arranque del proceso colectivo. En el auto de certificación el tribunal definirá antes que nada el ámbito objetivo (la conducta infractora) y el ámbito subjetivo (los consumidores afectados) y, en relación con esto segundo señalará, en su caso, si procede salir de la regla general y organizarlo a través de un mecanismo de inclusión voluntaria. En todo caso, se señalará el plazo dentro del cual habrán de manifestar su voluntad aquellos consumidores que pretendan desvincularse del proceso o, cuando sea esa la modalidad elegida, vincularse a él (también para los residentes fuera de España): ese plazo no podrá ser inferior a dos meses ni superior a cuatro y, entre tanto, el desarrollo del proceso quedará en suspenso.

La certificación de la acción resarcitoria determina la obligación de la entidad demandante de poner en funcionamiento la plataforma electrónica para el apoyo a la gestión del proceso, a través de la cual, según se ha apuntado antes, se manifestarán las expresiones de voluntad de los consumidores. Para facilitar las cosas a las entidades demandantes, se ha previsto la posibilidad de delegar su establecimiento a los Colegios de Procuradores; y, en todo caso, los gastos generados por la plataforma se considerarán costas procesales, reembolsables en caso de estimación de la demanda.

Igualmente esencial, según se ha señalado también antes, es dotar al auto de certificación del mejor régimen de publicidad posible, de modo que los consumidores afectados lleguen realmente a conocer la existencia del proceso así como la posibilidad y el modo de expresar su voluntad de desvincularse (o de vincularse).

A la expresión de la voluntad de desvincularse se equipara la interposición de demanda individual mientras aún está abierto el plazo de exclusión, así como el rechazo al ofrecimiento de adhesión que se haya formulado a quien ya hubiera interpuesto con antelación una demanda individual cuyo objeto esté comprendido por el auto de certificación. Eso sí, una vez cerrado el plazo de desvinculación no será ya admisible el ejercicio de acciones individuales: se asegura con ello a la parte demandada un momento temporal de cierre al ejercicio válido de pretensiones derivadas de una misma (supuesta) infracción, sean colectivas o individuales.

Una vez concluido el plazo ofrecido a los consumidores afectados para expresar su voluntad, la entidad demandante elaborará una relación con aquellos que hayan optado por excluirse (en los casos ordinarios) o por adherirse (si así se ha organizado el proceso). Esta relación es esencial para cerrar el ámbito subjetivo del proceso, razón por la cual habrá de ser aprobada expresamente por el tribunal, previa audiencia al demandado.

Este es el momento en que la parte demandada está en condiciones de calibrar el potencial alcance del proceso en curso frente a ella, pues estará determinada la conducta infractora que se le atribuya, el tipo de daño colectivo que esa conducta ha causado y, sobre todo, el grupo de sujetos afectados y el tipo de resarcimiento que se pretende para ellos. Es entonces, por ello, cuando se abre un plazo de treinta días para contestar por escrito a la demanda, centrándose en aquello que constituye el fondo del proceso.

Habiéndose celebrado ya la audiencia de certificación, en la que han quedado ya resueltas las cuestiones procesales y se ha delimitado el objeto del proceso, no es necesario ya celebrar un trámite similar al de la audiencia previa en los juicios ordinarios. Por eso, la proposición probatoria se hará por escrito y el tribunal resolverá igualmente por escrito, de modo que solo quedará ya pendiente de celebración el acto del juicio, para la práctica de pruebas y la formulación de conclusiones e informes. La sentencia será siempre recurrible en apelación y en casación.

También es innovadora la propuesta de introducir un procedimiento con pronunciamientos sucesivos, que se ciñe a las acciones resarcitorias en que se reclamen condenas dinerarias. Si así lo decide el tribunal en la audiencia de certificación, la contestación a la demanda y el juicio habrán de ceñirse a la determinación de la responsabilidad de la parte demandada, sin que deba aún discutirse acerca de un hipotético quantum indemnizatorio. Se dictará, por tanto, una primera sentencia que declare, en su caso, la responsabilidad del empresario o profesional demandado y, tras su firmeza, se abrirá un nuevo trámite contradictorio de cuantificación. El objetivo de este tramitación escalonada del procedimiento es, ante todo, de economía: se evitan los costes y dilaciones que en algunos casos puede llevar aparejada la cuantificación, que resultarían innecesarios si finalmente se declara la ausencia de responsabilidad del demandado; asimismo, si la primera sentencia es estimatoria, será más imaginable una solución transada a la cuestión de la cuantificación −el incentivo para llegar a un acuerdo resarcitorio será mucho más intenso−, que evite también los costes de esta eventual segunda fase del proceso.

 

La sentencia que estima una acción resarcitoria: contenido y efectos

En cuanto al contenido en sí de la sentencia, hay una parte relativamente “previsible” en la propuesta del Anteproyecto: el tribunal determinará quiénes son sus beneficiarios, sea de forma individualizada −cuando sea posible−, sea estableciendo las características y requisitos que han de concurrir en un consumidor individual para poder beneficiarse. A partir de aquí el Anteproyecto propone incorporar unas previsiones adicionales, que están pensadas para facilitar y estimular el cumplimiento de la sentencia, distinguiendo en función de la prestación que se obliga a realizar.

a) Se ha condenado al pago de cantidades de dinero y ha sido posible determinar de forma individualizada a los beneficiarios: el tribunal establecerá el plazo en que el condenado habrá de efectuar los pagos, bajo apercibimiento de la imposición de multas coercitivas; en caso de ser necesario, se especificará en la sentencia qué han de hacer los consumidores afectados para beneficiarse (v.g., facilitar al condenado un número de cuenta o una dirección a la que enviar un cheque).

b) Se ha condenado al pago de cantidades de dinero y no ha sido posible determinar el número de beneficiarios: el tribunal fijará en la sentencia una cantidad que represente, siquiera de forma estimativa, el importe máximo debido y señalará el plazo dentro del cual habrá de ingresarse esa cantidad en la cuenta de depósitos y consignaciones del tribunal, nuevamente bajo apercibimiento de la imposición de multas coercitivas. A partir de entonces corresponderá a la entidad demandante proceder a la liquidación y al pago a aquellos que le acrediten su condición de beneficiarios (y se especificará también en estos casos lo que deben hacer a tal fin y para cobrar). Es importante subrayar que, si resulta necesario, la entidad demandante podrá solicitar del tribunal, previa audiencia contradictoria del condenado, el incremento de la cantidad debida, si la consignada resulta insuficiente.

c) Se ha condenado a la realización de una prestación no dineraria: el tribunal establecerá el plazo y la forma en que habrá de darse cumplimiento a su sentencia, también bajo apercibimiento de multas coercitivas elevadas; especificará, igualmente, lo que habrán de hacer los beneficiarios para obtener la prestación debida (v.g., llevar el aparato defectuoso a un determinado lugar para que sea reparado).

Decantarse por un modelo de exclusión o de inclusión tiene consecuencias directas sobre el ámbito subjetivo de la cosa juzgada de la sentencia firme que ponga fin al proceso. En los supuestos ordinarios, en que se propone por el Anteproyecto la vigencia de un mecanismo opt-out, la cosa juzgada ha de afectar a todos los consumidores a que se refiera el auto de certificación, estén o no identificados (en el auto de certificación o en la propia sentencia). Se rechaza con ello la confusa jurisprudencia que había sentado nuestro Tribunal Supremo en interpretación del vigente artículo 222 LEC, en virtud de la cual solo los consumidores identificados en la sentencia se verían afectados por la cosa juzgada (a pesar de que esos consumidores, en el régimen vigente, pueden no haber dispuesto de la posibilidad real de excluirse del proceso). La opción del Anteproyecto es coherente, pero obliga a enfatizar la importancia que tiene lograr en la práctica una publicidad adecuada del auto de certificación –es decir, de la existencia del proceso y de la facultad de desvincularse– que permita presumir la voluntad de mantenerse bajo la cobertura de la acción colectiva.

Inversamente, si el tribunal optó por certificar la acción resarcitoria bajo un esquema opt-in, solo se verán afectados por la sentencia –y, en consecuencia, por su eficacia de cosa juzgada– los consumidores que hubieran manifestado expresamente su voluntad de verse afectados por el proceso y su desenlace. En estos casos, pues, no debería haber más problemas que los derivados de la frustración que experimenten aquellos consumidores que, por desconocimiento real de la existencia del proceso, no pudieron adherirse a él y no tendrán más remedio que formular una demanda individual. Y es que, en contextos de adhesión voluntaria, debe reconocerse que los incentivos para lograr una difusión adecuada de la existencia del proceso son menores.

En cualquiera de los escenarios, lo que excluye en todo caso la sentencia firme es el ejercicio posterior de una acción resarcitoria que tenga el mismo objeto que aquella a la que se puso fin por sentencia firme, con independencia de quién sea la parte demandante en el segundo proceso. Se trata de una solución coherente con el carácter extraordinario de la legitimación para el ejercicio de acciones colectivas, en las que no son los derechos de la entidad demandante los que están en juego en el proceso. Esta norma debe leerse junto con las reglas, también propuestas por el Anteproyecto, sobre concurrencia de procesos colectivos con objeto idéntico y distintos demandantes, que dan cabida a la acumulación de procesos –y no necesariamente al sobreseimiento del proceso posterior– si aún no se ha resuelto sobre la certificación de la acción en el proceso incoado en primer lugar.

 

Acuerdos de resarcimiento

Otra de las piezas esenciales del modelo de acciones de representación que impone la Directiva son los llamados acuerdos de resarcimiento, esto es, las transacciones colectivas. En relación con esta cuestión todo lo que propone el Anteproyecto es nuevo, pues esta posibilidad no está prevista en el régimen vigente y para hacerla operativa no quedaría más remedio que acudir a los principios generales y, a lo sumo, a las reglas sobre contratos en beneficio de terceros, cuya interpretación habría que forzar más allá de lo razonable.

Tampoco la Directiva es muy prolija en este aspecto: se limita (i) a exigir que se regulen, (ii) a supeditar su eficacia a la aprobación del tribunal y (iii) a establecer los extremos mínimos que ha de controlar el tribunal para decidir si homologa o no el acuerdo. En relación con esto último, la Directiva solo obliga a verificar que el acuerdo no sea contrario a normas imperativas y que no incluya condiciones de imposible cumplimiento; si así lo decide el legislador, podrá prever también una denegación de la homologación en caso de que el acuerdo no sea “equitativo”. Se trata de un extremo que ha de manejarse con cuidado, para evitar que el tribunal someta la transacción a un control de fondo exhaustivo, a una suerte de filtro de lo que él mismo habría decidido de haber llegado a dictar sentencia. El Anteproyecto ha optado por incorporarlo, aunque con una formulación parcialmente diferente, verificando que el acuerdo no resulte “indebidamente lesivo de los derechos e intereses de los consumidores y usuarios afectados” y ofreciendo una serie de parámetros para efectuar ese control (v.g., el importe de las indemnizaciones, las pruebas obrantes en la causa o las cantidades que han de entregarse al tercero que haya financiado el proceso).

Debe advertirse, además, que cuanto mayor sea el control que pueda efectuar el tribunal, más legitimada estará la eventual decisión legal de imponer el resultado del acuerdo a los consumidores. Cabe imaginar, en efecto, un control de mínimos, que no valore ningún extremo de fondo del acuerdo: en un escenario así, sería esperable delegar en los consumidores afectados valorar lo razonable de los términos del acuerdo y permitirles, en su caso, desvincularse del resultado del proceso (es decir, del acuerdo), aunque previamente se hubieran adherido a él o no hubieran hecho uso de su facultad de exclusión. Pero también es posible que, una vez definido el ámbito subjetivo del proceso, el legislador otorgue una fuerte irrevocabilidad a las decisiones de los consumidores de no desvincularse o de vincularse, que les obligue a asumir no solo la sentencia, sino también el acuerdo negociado por la entidad legitimada con el empresario demandado: esta imposición, sin duda, se legitima con mayor fuerza si el control judicial sobre el contenido del acuerdo puede ser más intenso. Y esta ha sido, en relación con este aspecto, la opción del prelegislador: por eso, para facilitar la verificación por el tribunal de un carácter supuestamente lesivo del acuerdo, se faculta al tribunal para recabar información y documentos de las partes o de terceros y se prevé la celebración de una vista para analizar una posible reformulación del acuerdo inicialmente propuesto. En otros términos, es el tribunal el que vela por los intereses de los consumidores, sin delegar en ellos.

La regulación que propone el Anteproyecto es muy prolija y se basa en una distinción relevante, en función del momento en que el acuerdo se somete a la homologación del tribunal.

a) Las reglas generales expuestas más arriba son las que se aplican para homologar un acuerdo alcanzado una vez que ya se ha dictado el auto de certificación (cabe pensar que los estímulos recíprocos para llegar a un acuerdo son mayores a partir de ese momento). Dado que el ámbito subjetivo del proceso ya está definido, se prevé que el acuerdo vincule a todos los consumidores que no se hubieran desvinculado en plazo de la acción resarcitoria; y esto se traduce en la inadmisibilidad tanto de demandas individuales, como de nuevas acciones resarcitorias que tengan el mismo objeto.

b) También se contempla la posibilidad de que se someta a la homologación del tribunal un acuerdo de resarcimiento alcanzado antes de la certificación de la acción (incluso antes de la interposición de la demanda). En tal caso, la regulación propuesta es más compleja, pues para poder dotar de eficacia vinculante al acuerdo será preciso comprobar que, efectivamente, la pretensión era realmente colectiva a estos efectos, es decir, susceptible de certificación. Además, no quedará más remedio que articular la manera de permitir que los consumidores potencialmente afectados por el acuerdo puedan excluirse de él (regla general) o solicitar quedar incluidos (en función de los términos en que el tribunal habría considerado razonable certificar la acción, si se hubiera llegado a este punto del proceso). Y esto, a su vez, obligará a poner en funcionamiento la correspondiente plataforma electrónica, con los gastos que comporta.

Se huye, pues, del automatismo y se espera una fuerte implicación del tribunal, en consonancia con las consecuencias derivadas de la homologación de la transacción colectiva.

En cualquiera de los escenarios, se aconseja a las partes que incluyan en sus acuerdos los cauces que han de seguirse para los casos en que, tras la homologación, se produzcan nuevos daños, incluso aunque estos sean previsibles: en ausencia de previsión, el acuerdo no se considerará vinculante en lo atinente a los nuevos daños o al agravamiento de los daños sobrevenidos después de su celebración.

 

Cumplimiento y ejecución de sentencias y acuerdos resarcitorios

El Anteproyecto se cierra con una propuesta de regulación del cumplimiento y de la ejecución de las sentencias y de los acuerdos resarcitorios. Ya se ha señalado antes que una de las principales novedades en este punto consiste en fomentar el cumplimiento de las sentencias por los condenados, de modo que la necesidad de acudir a la ejecución forzosa sea residual –y recuérdese que la ejecución provisional está excluida en estos procesos.

Si, a pesar de la amenaza de imposición de multas coercitivas, el condenado no cumple en los términos establecidos en la sentencia, el beneficiario que no haya recibido la prestación que le sea debida podrá instar la ejecución forzosa: pero le bastará con hacerlo en impreso o formulario, sin necesidad de abogado y procurador, o incluso a través de la entidad demandante. A partir de ahí, la ejecución se despachará y se impulsará de oficio.

Tratándose de condenas dinerarias cuyos beneficiarios no estén identificados en la sentencia su cumplimiento será más complejo. La ejecución se limitará a obtener, en su caso, la cantidad fijada en la sentencia –o el importe en que esta se amplíe ulteriormente, si no es suficiente para satisfacer a todos los beneficiarios que surjan–. A partir de aquí, se hace necesario distribuirla entre quienes vayan acreditando su condición de beneficiarios. El Anteproyecto encomienda esta labor a la misma entidad que haya interpuesto la demanda: se trata de una opción que no está exenta de inconvenientes, como tampoco lo estarían las otras alternativas (encomendarle estas funciones al propio órgano judicial o a un tercero, que actuara a modo de liquidador profesional). En cualquier caso, como se trata de distribuir dinero entre quienes no están identificados en la sentencia, se articula el modo de acreditar por los beneficiarios su condición de tales y el cauce para resolver las disputas en caso de que la entidad no se la reconozca. También se establece el modo de rendir cuentas, para evitar abusos en perjuicio de la entidad condenada. En caso de existir remanente, habrá de devolverse al condenado.

Estas reglas han de aplicarse, mutatis mutandis, al cumplimiento y a la ejecución de los acuerdos de resarcimiento homologados por el tribunal.

 

Sigue habiendo un elefante en la habitación

Está por ver el recorrido legislativo del Anteproyecto y cabe suponer que su aprobación irá precedida de cambios, tal vez significativos. Sea como fuere, ha de tenerse claro que un sistema de acciones colectivas como el que se ofrece no puede ser la única herramienta para proteger a los consumidores ni, en general, la única forma de promover la tutela de sus intereses colectivos. Además de procesos colectivos bien estructurados y bien regulados, son necesarios mecanismos eficaces para la solución extrajudicial de controversias y fórmulas judiciales, como la del proceso testigo, que resulten de aplicación en contextos que no sean propicios para las acciones colectivas.

Por otra parte, una buena regulación legal de las acciones y de los procesos colectivos tampoco es suficiente para asegurar su efectividad práctica. Resulta imprescindible a tal fin afrontar el “elefante en la habitación”, que es la financiación de los procesos colectivos. Preparar, impulsar y gestionar un proceso colectivo será complejo y requerirá esfuerzos personales y económicos elevados: tareas como identificar a los consumidores afectados, comunicarse con ellos, obtener de ellos elementos probatorios, establecer la plataforma electrónica, gestionar la distribución del importe objeto de condena son actividades que pueden consumir recursos elevados y convertirse en factores disuasorios para el ejercicio de acciones colectivas, en perjuicio de los derechos de los consumidores. La Directiva no prefigura el modo en que podrá afrontarse por los Estados miembros la puesta en práctica del sistema, sino que se limita a establecer ciertas reglas que inciden sobre varias de las posibles formas de financiación que cabe imaginar: la condena en costas, la financiación del proceso por terceros, la financiación pública o incluso la contribución de los propios consumidores afectados, a través de contribuciones “modestas”.

La regulación procesal civil no es, posiblemente, la sede adecuada para abordar buena parte de estas cuestiones. Ya se ha señalado cómo se establecen en el Anteproyecto mecanismos para verificar que la financiación del proceso por terceros no sea fuente de conflictos de intereses y de abusos. Pero lo que no se regula es la financiación del proceso por terceros en sí misma considerada, ni los posibles límites que puedan establecerse en relación con la cuota que pueden reclamar para sí los financiadores como retorno por su inversión. Lo mismo sucede con un posible sostenimiento público de las acciones colectivas, sea con fondos destinados a tal fin en los presupuestos de los organismos públicos –o, por qué no, con los remanentes de las cantidades no distribuidas– o a través de subvenciones a las asociaciones de consumidores. Si se quiere evitar que el sistema proyectado muera o deje de aplicarse por inanición será necesario afrontar directamente estas cuestiones. Pero esto habrá de hacerse fuera de la LEC y requiere de un debate distinto –no solo de técnica procesal– y más amplio.


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