Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

¿Habría debido el Delegado del Gobierno en Madrid –una autoridad periférica pero estatal- haber dictado el acto autorizando la manifestación feminista –y progubernamental, porque de lo que se trataba era de oponerse a la oposición: ese sesgo lo condiciona todo- del 8 de marzo? Visto lo que sabemos hoy, no, sin duda: fue una irresponsabilidad y (a reserva de lo que salga de la investigación judicial en curso) quizá un delito. Pero ¿qué era lo que se conocía –científicamente, se entiende- entonces? La Ministra de igualdad, partícipe activo en aquel jolgorio –casi una cheerleader del mismo- se ha apresurado, el jueves 26 de marzo, recién salida de la fase crítica de su enfermedad, a explicarse en torno de disculpa: “Hicimos en todo momento lo que dijeron los expertos y la autoridad sanitaria”. El radicalismo democrático ha quedado arrumbado –ya se sabe que en la gente de ese oficio la ideología es de quita y pon- y ahora resulta que los políticos, por mucho que la gente les haya votado y la aritmética les acabe dando para gobernar, obedecen a los científicos que, por tanto son los que de verdad mandan, aunque se escondan. El Gobierno en la sombra, sólo que ahora los podemitas, lejos de denunciarlo, los emplean como escudo.

El tacticismo, el travestismo, si se quiere -hoy esto y mañana lo inverso- es lo propio de ese espécimen tan singular que es el político profesional. Los populistas más, pero no sólo: el invento viene de antes y eso explica, por supuesto, la absoluta falta de credibilidad del gremio. De hecho, Max Weber, en su famosa conferencia de Múnich de 28 de enero de 1919, recién concluida la primera guerra mundial, intentó darles un barniz de justificación. No es que carezcan de principios, porque tienen ética, aunque, eso sí, es una ética muy suya: no se rigen por sus convicciones –la verdad y la mentira, al modo de los científicos-, sino por otra cosa, que puede terminar siendo no menos noble, la calibración de las responsabilidades. Lo que dicen, como lo que saben y se callan, o lo que hacen, tiene como piedra de toque las consecuencias, que, estando uno en el púlpito, se pueden derivar. En ocasiones, guardar silencio (o incluso mentir) puede evitar una catástrofe para el interés general (sanitario o de lo que sea) y por eso, ponderados todos los factores, la veracidad y la transparencia tienen que terminar viéndose sacrificadas. Aplicación enésima de la teoría del mal menor: si entrego algo, cosa que lamento, es sólo para salvar otra más importante. Al científico, como había explicado el propio Weber en el mismo lugar un poco antes, el 7 de noviembre de 2017, nada le impide expresarse según sus convicciones, aunque se hunda el mundo, porque su moral es distinta y consiste precisamente en no andar con esas duplicidades.

Pero desde esas brillantes aportaciones intelectuales –claves en la historia de las ideas, al menos en el mundo occidental, y lo digo sin exagerar- ha transcurrido casi un siglo y han cambiado muchas cosas, tanto para los políticos como para los científicos. Para el primero de los dos gremios ha mutado el escenario: no sólo sufragio universal y partidos de masas –en Alemania, con la Constitución de Weimar del mismo 1919 y en España con la República entre 1931 y 1933-, sino también democracias de audiencia, regímenes de opinión o de campaña electoral permanente o como le queramos llamar. El político –la responsabilidad que le ha de servir de parámetro a la hora de hacer o no hacer- ya no se conduce por el interés general, sino que de hecho su norte se encuentra en el interés electoral de su partido: cuántos votos gano o pierdo en el escenario A o en el B. Los intereses generales –a los que la Administración Pública tiene que servir con objetividad y además con sometimiento pleno a la ley y al derecho: Art. 103.1 de la Constitución-pasan a un segundo plano y si acaso la legalidad coincide con lo que me conviene es porque existen de vez en cando felices coincidencias. La flauta suena cada tanto. Si por ventura es así, tutti contenti. Si no, ¡qué le vamos a hacer! Más se perdió en Cuba, como suele decirse cuando hay que consolarse.

Y luego tenemos el otro flanco, el de los científicos, que en el último siglo han acabado capitulando ante la realidad y los cisnes negros: la certidumbre newtoniana ha dejado de existir y, por mucho que nos pese, la única profecía posible es la de las probabilidades. “La observación cambia el objeto observado” y “no se puede medir al mismo tiempo el movimiento y la posición” son dos afirmaciones conocidísimas de otro profesor de Múnich, ahora de Física, muy poco tiempo después, Werner Heisenberg, padre del llamado precisamente “principio de incertidumbre”, que le valió el Nobel en 1932, con poco más de treinta años. Y por eso el Estado, cuando descansa en la Ciencia a la hora de tomar decisiones –piénsese en la evaluación ambiental de planes y proyectos o en el permiso para comercializar medicamentos- está hablando como si lo que tuviera delante fuese una bola de cristal: todo se apoya en pies de barro. Casi como los expertos bursátiles –otros que tal bailan- cuando vaticinan lo que va a suceder con las cotizaciones y nuestros planes de pensiones. Puro tarot: lo que fue en el deporte español el llorado Ricardo Pastor, “el pitoniso pito”. Un compañero mío de Barcelona, ha escrito un libro sobre ello con tono de denuncia: “El desconcierto del Leviatán”, con el elocuente subtítulo de “Política y derecho ante las incertidumbres de la ciencia”. La seguridad que ofrece el derecho –la cosa juzgada, la firmeza…- se limita a lo puramente formal, pero la que nos dispensa la ciencia es tan frágil que  no sólo no mejora las cosas sino que viene a complicarlas.

En definitiva, que los políticos no son como en la época de Weber –viven de gustar,  y se van a abstener de dar una mala noticia aunque se les someta a torturas o tratos inhumanos y vejatorios- y los científicos tampoco, porque, aunque sean gente estudiosa y concienzuda, lo que pueden transmitir no son seguridades.

Los políticos serán lo que sean, pero no ignoran que en las sociedades mediterráneas carecen de crédito social y por eso en este tipo de situaciones críticas empiezan por no dar la cara y ponen como mascarón de proa a alguien con una titulación académica y por tanto sin la presunción de que todo lo que dice es una milonga para tranquilizar y tapar lo que no guste, aunque suponga no ya retorcer la verdad sino incluso escarnecerla. Pero el problema está en que el truco es muy burdo y no cuela, porque los científicos son legión, cada uno de su padre y de su madre, y al que se elige como vocero es precisamente a aquel que, sin necesidad de darle instrucciones porque viene troquelado de fábrica, se sabe de manera anticipada que va a decir (u omitir) justo lo que interesa al político que está arriba (y que si lo ha seleccionado es por su ductilidad), que casi indefectiblemente, se insiste, suele consistir –ser científico no significa ignorar lo que el político quiere e incluso se trata de anticiparse a sus designios- en echar sacos terreros sobre lo que no coincide con el discurso beatifico a idílico que siempre interesa al gobernante: “Sin novedad, señora Baronesa”. Un mundo ideal hasta lo relamido. Almíbar puro. “Ustedes son formidables”. Cosa distinta es que ahora, entrado el mes de abril e incluso la semana santa, la población haya interiorizado el problema y lo que reprocha a los gobernantes no es la durísima orden de confinamiento, sino, justo a la inversa, no haberla dictado antes.

Eso lo sabe la gente –la opinión pública en los países latinos se deja manipular hasta donde le interesa, según el día y la ocasión- y por eso las declaraciones de la tal Irene –“Hicimos en todo momento lo que dijeron los expertos y la autoridad sanitaria”, de quienes somos fieles seguidores como unos pringados- son escuchados con lo que los italianos llaman “orechie di mercatore”, oídos de mercader. Aunque luego, a la hora de meter la papeleta en la urna, haya personas que piensen que los otros son iguales o peores y entre en juego el batiburrillo de razonamiento que ya sabemos. El mundo es no solo pequeño sino también redondo.


Foto: Mercedes López Ordiales