Por César Ayala

Aunque la Sentencia del Tribunal Constitucional que avala el grueso de la Ley Orgánica 1/2024 de Amnistía, para la normalización institucional, política y social en Cataluña (LOANCat), merecerá un afilado escrutinio de sus pormayores y sus pormenores, desearía hacer referencia en estas líneas a algunos de los razonamientos en juego, los cuales –a mi juicio– son los principales ejes argumentales de su texto, a saber: (1) la justificación contextual de la amnistía, (2) el principio de vinculación negativa constitucional del legislador, y (3) el carácter metajurídico de la motivación de la amnistía. El hilo conductor de estas breves reflexiones concluirá que la aplicación de la amnistía supone una subversión en el equilibrio de poderes propio del estado constitucional al servir como instrumento de la arbitrariedad –que no soberanía– del poder legislativo.

La justificación contextual de la amnistía

A diferencia de otras instituciones penales (indulto) la amnistía no se limita a extinguir la responsabilidad penal ni a suspender sus efectos: su función es sustraer por completo una conducta del juicio penal del Estado con efectos “ex tunc”, negando que los hechos reprochables deban tener consecuencia jurídica alguna. Por tanto, la amnistía opera como instrumento de redefinición del orden jurídico, que solo puede entenderse en el marco de una transformación estructural del régimen político.

El presupuesto histórico y doctrinal de la amnistía es la existencia de un ilegítimo ordenamiento previo, que obliga a redefinir los términos constituyentes. La mutación sociopolítica, cualquiera que sea su vía (principalmente revolución o transición), da carta de naturaleza a la amnistía como cláusula de cierre de un sistema derogado.

Desde esta óptica, aprobar una amnistía dentro de un marco constitucional vigente, como el de la Constitución española de 1978, implica deslegitimar desde dentro las decisiones judiciales, legislativas y ejecutivas adoptadas desde su promulgación. El legislador actual amnistía conductas juzgadas conforme al mismo texto constitucional que sigue vigente, lo que –paradójicamente– no ejecuta en nombre de un nuevo orden, sino desde la autoridad normativa del viejo. La consecuencia es una disociación radical entre el principio de legalidad y la práctica política, que desactiva la coherencia estructural del Estado de Derecho.

En el caso español, la Ley de Amnistía de 1977 se inscribe claramente en un nuevo marco normativo-axiológico. Su aprobación tuvo lugar en un proceso de transición desde un régimen autoritario a un sistema democrático, y aunque formalmente se dictó por las últimas Cortes franquistas, fue resultado de un consenso fundacional entre actores políticos y sociales que legitimaron su carácter excepcional. La norma respondía a una transformación en los principios rectores del orden jurídico —pluralismo político, derechos fundamentales, libertad ideológica— que hacía incompatible mantener vigentes las sanciones impuestas por el régimen anterior.

En cambio, cuando no se ha producido modificación sustantiva alguna en el pacto constitucional el legislador no puede invocar el cambio de valores como justificación del perdón generalizado. La Constitución de 1978 sigue en vigor sin alteración; y las instituciones que las juzgaron y sancionaron no han sido deslegitimadas por un proceso constituyente. No se ha producido una revisión del modelo territorial, ni una reforma del Título VIII de la Constitución, ni un nuevo pacto de reconocimiento institucional entre el Estado y las comunidades autónomas. Tampoco ha mediado acuerdo constituyente entre fuerzas políticas enfrentadas, sino que la medida ha sido aprobada en virtud de una mayoría parlamentaria coyuntural.

En estas condiciones, la amnistía deviene una herramienta de neutralización partidista del sistema penal, que se utiliza para desactivar los efectos de decisiones jurídicas válidas sin modificar el sistema que las hizo posibles. Como señaló Ignacio De Otto, la amnistía exige una lógica de clausura institucional, no de relativización oportunista de las reglas del juego. En este caso, la amnistía no clausura un conflicto constitucional mediante un nuevo pacto, sino que abre un precedente de desactivación parcial de la legalidad vigente sin procedimiento constituyente.

El resultado es que el Derecho penal pierde su función de expresión de ilicitud, y se convierte en instrumento de la mayoría parlamentaria. En ausencia de transformación estructural, la amnistía no actúa como técnica de reconciliación (de lo que hablaremos más adelante) sino como ruptura del principio de legalidad, lo que desnaturaliza su función originaria y la convierte en estrategia de impunidad.

¿Supone la despenalización del delito de sedición una transformación sociopolítica de entidad suficiente como para legitimar la amnistía? En marzo de 2023, el Pleno del Tribunal Constitucional admitió a trámite el recurso de inconstitucionalidad promovido por cincuenta diputados del Grupo Parlamentario de Vox en el Congreso contra la Ley Orgánica 14/2022, de 22 de diciembre, alegando que la derogación del delito de sedición y la reforma del delito de malversación de caudales públicos podría ser contraria a los artículos 9.3, 14, 25, 65 y 118 de la Constitución. A fecha de hoy, el Tribunal Constitucional aún no se ha pronunciado sobre esta controversia.

El chequeo constitucional de la derogación del delito de sedición será sistémicamente determinante: si el Tribunal Constitucional declarase conforme a la Constitución la derogación de la sedición, implicaría que la supresión de la sedición ha sido correctamente asimilada por Constitución de 1978. Es decir, que el vigente orden sociopolítico ha podido redefinir el ordenamiento penal sin que le salten las costuras. Tal capacidad de adaptación descartaría la existencia de una mutación constituyente, al revelar que el sistema continúa operando con plenitud, permitiendo incluso ajustes normativos sensibles sin necesidad de alteración de su estructura ni de sus principios. En este escenario, la amnistía resultaría conceptualmente impropia: el Derecho penal ha sido reformado desde dentro, sin impugnación del marco constitucional, y no se requeriría un proceso constituyente para consolidar esa reforma.

Por el contrario, si el Tribunal declarase que la derogación de la sedición es inconstitucional, entonces el orden constitucional vigente no estaría en condiciones de aceptar la derogación penal de los hechos amnistiados, al considerarla contradictoria con sus fundamentos. En ese caso surgiría una tensión estructural entre dos vectores antagónicos: el Tribunal Constitucional estaría afirmando a la vez que (a) el delito de sedición debe amnistiarse porque nunca debió existir y (b) el delito de sedición no debe desaparecer de nuestro ordenamiento. En dicho caso se produciría un cortocircuito constitucional con un efecto refundacional que debería expresarse mediante el procedimiento establecido por el Titulo X de la Constitución. De no producirse tal formalización, la amnistía actuaría como sustituto ilegítimo de un poder constituyente.

Es en ese contexto rupturista donde una amnistía podría adquirir significado constituyente, en tanto instrumento de clausura del orden anterior y de inauguración normativa de uno nuevo. Pero incluso entonces, su legitimidad requeriría la formalización de un nuevo pacto fundacional. De no producirse, la amnistía actuaría como sustituto ilegítimo de un poder constituyente no declarado, con la consiguiente erosión del principio de supremacía de la Constitución vigente.

Crítica a la argumentación sobre la vinculación constitucional negativa

El segundo de los pilares argumentativos que apuntalan la sentencia del Tribunal Constitucional es el principio de vinculación negativa del legislador: en esencia, el legislador puede hacer todo lo que no esté expresamente prohibido en la Constitución. Pero el hecho de que una conducta normativa no esté prohibida de forma literal por el texto constitucional no implica necesariamente que esté permitida. La interpretación negativa de la Constitución, según la cual todo lo no expresamente vedado está jurídicamente habilitado, no se corresponde con el método hermenéutico exigido por el sistema constitucional español, ni con la doctrina consolidada del propio Tribunal en otras materias.

Este razonamiento incurre en una comprensión reductiva del principio de constitucionalidad. Que una conducta no esté prohibida de forma literal por el texto constitucional no implica necesariamente que esté permitida. El legislador no está sometido a la Constitución bajo un principio de vinculación simple, sea positiva o negativa, sino bajo un marco complejo y matizado de «doble vinculación». Si bien, posee una amplia libertad de configuración política, lo que le permite legislar sobre cualquier materia no expresamente prohibida por la Constitución (vinculación negativa), por otro lado, está positivamente obligado (vinculación positiva) a actuar especialmente en el desarrollo, protección y garantía de los derechos fundamentales, así como en el cumplimiento de otros mandatos constitucionales.

Aceptar lo contrario conllevaría consecuencias absurdas. La Constitución tampoco prohíbe expresamente la derogación en bloque de la legislación mercantil, la eliminación del Boletín Oficial del Estado, o instaurar sesiones secretas de las Cortes Generales. Y sin embargo, tales medidas serían manifiestamente incompatibles con el principio de Estado de Derecho, Si todo lo no prohibido expresamente es constitucional, entonces el legislador se convierte en poder ilimitado dentro del sistema, salvo que se enfrente a un veto literal.

La doctrina constitucional ha desarrollado una distinción fundamental entre prohibiciones explícitas y límites materiales implícitos. La interpretación de la Constitución debe atender al conjunto de sus principios, valores y finalidades, y no limitarse al tenor literal de los preceptos. El texto constitucional ha de interpretarse en su conjunto y no por partes aisladas, puesto que los derechos, principios y competencias deben ser leídos en interrelación funcional, y no como compartimentos estancos.

Por tanto, el método negativo resulta conceptualmente insuficiente para determinar la validez de una norma como la amnistía, en tanto omite la función integradora que desempeñan los principios constitucionales en la delimitación del poder legislativo, e ignora el marco hermenéutico estructura, conforme al principio de unidad de la Constitución

Crítica a la argumentación teleológica

Por último, otro de los fundamentos reiteradamente invocados en defensa de la ley de amnistía es su finalidad de «distensión social” o “reconciliación política”, que el legislador considera suficiente para justificar la excepcionalidad del acto.

Sin embargo, la elevación de un concepto indeterminado y metaconstitucional como la “distensión social” a marchamo superior de validez legislativa desactiva los límites materiales de la Constitución (derechos fundamentales, legalidad penal, principios de igualdad y separación de poderes) bajo la justificación de un bien pretendidamente superior. Desde el punto de vista técnico no puede admitirse que el legislador invoque una finalidad abstracta no tipificada para exceptuar normas penales, anular decisiones judiciales firmes y modificar retrospectivamente el régimen de responsabilidad penal. Antes bien, el Tribunal Constitucional refrenda que la aplicación de la ley vigente puede perturbar la armonía social, lo que nos conduce a lo anteriormente citado sobre una ruptura oficiosa del sistema sociopolítico in totum.

En efecto, si la “distensión social” puede justificar la amnistía, ¿qué impediría aplicar el mismo criterio para justificar la condonación generalizada de deudas tributarias, la anulación de sentencias firmes en materia urbanística, o la impunidad para fraudes financieros masivos, siempre que ello apacigüe tensiones sociales o económicas? La consecuencia sería el desvanecimiento del Estado de Derecho: los derechos y deberes fundamentales no constituirían ya límites de la acción legislativa, sino parámetros variables, subordinados al juicio político del legislador sobre la “distensión social” momentánea.

En dicho sentido, el Tribunal Constitucional consolida la idea de que la presión política o la amenaza de desestabilización social por parte de un grupo de interés puede operar como mecanismo para condicionar la vigencia del Derecho. El legislador no está interesado en pacificar a la sociedad sino a un grupo concreto, con lo cual lo distingue y privilegia, y todo ello sin cuestionarse por la causa de su tensión ni si la medida de gracia contribuirá a ello, o si, por el contrario, puede ser susceptible generar otras tensiones. El legislador confunde ‘reconciliar’, acción que requiere a dos agentes enfrentados, y que concita la voluntad de ambos, con ‘sosegar’ o ‘aplacar’ a un grupo singular sin disponer de un consenso ampliamente mayoritario.

La consagración de la paz social a toda costa como escenario último y autorreferencial de la convivencia, sin valorar axiológicamente la causa perturbadora y sin apuntalarla sobre una amplia mayoría puede abrir un escenario de excepción permanente replicable en el futuro bajo el mismo razonamiento. Dicho con una metáfora, deben concurrir motivos de peso y el consentimiento del paciente para tratar una patología mediante anestesia.

Conclusión

En conclusión, la amnistía aprobada no es jurídica ni políticamente neutral, e impacta estructuralmente en el funcionamiento ordinario del Estado. Su uso fuera de contextos de ruptura o transición convierte un mecanismo de cierre extraordinario en una técnica disponible para reescribir retroactivamente las consecuencias de la legalidad sin reformarla. Al situar la ‘distensión social’ como fin último y suficiente de la amnistía, el legislador subordina los principios constitucionales a un objetivo político inestable, con lo cuál se produce, de facto, una sustitución del Estado de Derecho por el ‘Estado de la Finalidad’.

La amenaza no reside exclusivamente en el caso concreto de la LOANCat, sino en su replicabilidad: abre la posibilidad de que futuras mayorías excepcionen retroactivamente cualquier régimen normativo que resulte políticamente costoso, siempre que lo justifiquen en nombre de la ‘distensión social’ o la ‘normalización institucional’. Esta lógica puede conducir a un escenario de excepción permanente, donde el Derecho quede subordinado a la finalidad política.


foto: KC Shum en unsplash