Por Pablo de Lora

Sobre los espacios del feminismo o cuando “la biología sí es destino” (para los hombres)

 

“Recibimos una llamada del conductor del autobús al llegar diciendo que una mujer de color se había sentado en la parte de los blancos y que no quería moverse hacia las filas de detrás. Nosotros (Day & Mixon) también la vimos… A Rosa Parks se le acusa de vulnerar el capítulo 6 de la sección 11 de las Ordenanzas Municipales de Montgomery”.

 

Viene a cuento recuperar la denuncia original (se puede ver aquí) de la policía de Montgomery (Alabama) de aquel doce de enero de 1955, probablemente el acto bautismal de la lucha en pro de los derechos civiles en Estados Unidos, porque es la comparación de la que se sirve Yolanda Domínguez (autoproclamada “artista visual y experta en comunicación y género”) para explicarnos lo que pretendía con la suerte de “performance” que desplegó recientemente en el IX Congreso para el Estudio de la Violencia contra las Mujeres celebrado en Sevilla y organizado por la Junta de Andalucía. De su polémica intervención se hizo también eco el diario El País, y ella misma se ha explayado sobre el asunto en las páginas del Huffington Post. Sobre lo que en éstas dice me detendré en lo que sigue.

Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que los abrumadores datos que muestran la colosal emancipación que han alcanzado las mujeres en muchos países del mundo se acompañan de un discurso reivindicatorio dogmático, refractario a la discrepancia, con frecuencia cauterizado frente a las razones y los argumentos. En el caso de Domínguez – como en el de tantos otros- la trampa es saducea, tanto en el planteamiento de su experimento “en vivo”, cuanto en la explícita justificación que ha dado después. Veámoslo.

La “acción simbólica” que solicitó de su audiencia fue, en primer lugar, que los hombres presentes declararan si se consideraban o no feministas (la identificación de quiénes fueran individuos pertenecientes al género masculino no precisaba de mayor protocolo que su aspecto físico externo), para, a continuación, a aquellos que por tales se tenían pedirles que cedieran su espacio a las mujeres que estaban al fondo de la sala, y que allí detrás mostraran el esfuerzo de la empatía hacia la situación de subordinación de las mujeres permaneciendo de pie el resto de la charla.

Y es que, de acuerdo con Domínguez

“uno de los gestos que necesitamos hoy de los hombres para conseguir la igualdad es que compartan sus espacios. Aquellos a los que las mujeres, por el simple hecho de ser mujeres, no podemos alcanzar: espacios de poder, espacios de visibilidad, espacios profesionales, espacios preferentes, espacios económicos, espacios de libertad”.

Las negritas son mías porque enfatizan lo que es bien necesario subrayar y que Domínguez tan falazmente escamotea para el género masculino: en el corazón de la justa querella feminista, la original, la de siempre, se halla la denuncia de una discriminación basada en rasgos accidentales, que escapan del control del agente, completamente independientes de su voluntad, pero, sobre todo, absolutamente irrelevantes para “dar” (o “quitar”) a cada uno “lo suyo” de acuerdo con la célebre fórmula de Ulpiano. La odiosa razón por la que alguien como Rosa Parks debe sentarse al fondo del autobús es meramente por su condición africanoamericana. Los que atendían a la conferencia de Domínguez en Sevilla debían sentarse detrás y permanecer de pie por su condición masculina. Sin más…

Y además para Domínguez esto resultaba de cajón. Tan obvio como abrazar el feminismo. Pero reparen en cómo funciona la trampa: sin haberse hecho explícito qué se va a entender por una doctrina o posición moral (que se toma por indiscutible y con amplio apoyo) se solicita un ulterior compromiso con lo que se presenta como “obvia” conclusión de aquélla. Y no lo es en absoluto. La definición de feminismo se hace esperar, se esconde, como la bolita del trilero bajo el cubilete, esperando la propicia ocasión en la que ya el atribulado (o escéptico o disidente) oyente está siendo desvelado como obtusamente machista. Si uno es feminista, entonces debe sentarse detrás. Y si uno legítimamente no acepta la conclusión es que, como dice Domínguez al calor del aplauso de la masa, “no ha entendido aún el feminismo” (las gotitas de condescendencia que no falten). Es entonces cuando se le asesta el golpe mortal: ahora, pero no al principio, se da una definición de feminismo irresistible, una verdad auto-evidente. En los términos, no especialmente felices, pero comprensibles de Domínguez, feminismo consiste en: “buscar la igualdad entre hombres y mujeres”. Y por si aún no es suficiente siempre queda la puntilla: al declararte como no feminista te mutaste automáticamente en un machista recalcitrante. Y tampoco vale apelar a que, tal vez, es que uno es “feminista” pero de otra forma (“no radical”): no hay finura que valga, a esas alturas ya te has convertido en un espantapájaros al que poder seguir atizando.

No, el diálogo no es franco, genuino u honesto porque si el feminismo es eso – algo tan sencillo como procurar la igualdad entre hombres y mujeres- entonces obligar a los hombres a sentarse detrás no va de suyo. Faltan muchos pasos previos para llegar a ella, pasos que no se dan. Uno de esos infelices entre el público que se atreve a cuestionar el planteamiento apunta a que él ha llegado muy temprano y que por eso ha conseguido sentarse más cerca del escenario. Prior in tempore potior in iure como acostumbran a decir los juristas. ¿Y si es un hombre pobre, o un inmigrante en situación irregular, o tiene dificultades de oído o de vista? Y es que la igualdad, como sabemos bien, es uno de esos conceptos políticos y morales escurridizos, lleno de aristas, “esencialmente controvertible” como ha dicho algún célebre teórico (W. B. Gallie). Tenemos desacuerdos razonables sobre qué es lo que hay que igualar y qué sacrificios pueden hacerse en relación con otros valores e ideales que también están en juego, aunque creo que hay un consenso básico en que la igualdad, si significa algo, es la prohibición de discriminación. Comparar la ocupación del espacio por los hombres en el congreso de Sevilla con la de los blancos en el sur de los Estados Unidos de los 50 del pasado siglo es sencillamente una indecencia.

Domínguez da algunas razones para justificar que los hombres “demos un paso atrás”. En los siguientes términos:

“Nosotras lo tenemos todo mucho más difícil: cobramos menos, realizamos doble jornada laboral, llevamos todo el peso de la maternidad y los cuidados (con la correspondiente sanción profesional) somos diariamente asesinadas, violadas, maltratadas…”.

Más allá de lo tosco de la afirmación (si no se contextualiza), afirmar que cualquier mujer, sólo por el hecho de ser mujer, lo tiene siempre mucho más difícil que cualquier hombre es sencillamente falso. No es el género lo que muchas veces marca la gran diferencia, sino la condición racial, económica, etc. ¿Qué significa si no la archi-cacareada interseccionalidad que muchas reivindican como intrínseca al feminismo?

Vivimos tiempos extraños porque el feminismo (hegemónico, pujante, el más vociferante) se está convirtiendo en una forma de populismo político, una doctrina maniquea que vuelca sobre el sujeto colectivo indiferenciado de “las mujeres” (como para el populismo “el pueblo” o “la gente”) el depósito de todos los agravios a manos del indiferenciado sujeto colectivo de “los hombres” (la “casta”, “los de arriba”, “los poderosos”). Ese feminismo se presenta, además, como  el parteaguas de todas las causas emancipatorias “urgentes”: la lucha feminista se postula también como “necesariamente” la lucha contra el racismo, el capitalismo y la salvación del planeta.

Y no; hay feministas, en un sentido muy relevante y aceptable del término, que no tienen por qué renunciar a ser feministas si abrazan la economía de libre mercado o tienen dudas más que justificadas sobre el llamado “ecofeminismo”, de la misma forma que hay muchos hombres que no tienen por qué ser aleccionados ni soportar la injusta atribución de los pecados ajenos sólo por el hecho de compartir biología.


Foto: Huffington Post – Yolanda Domínguez